Título: And the livin’ is easy.
Autor:
hoomygothFandom | Pairing: Gossip Girl | Chuck/Dan, Nate/Vanessa.
Situación temporal: Julio 2018 (viviendo juntos)
Longitud: 8.683 palabras
Rating | Advertencias: T+ | Vagas situaciones sexuales. Cotidianidad :)
Notas: Este fic lo escribí casi entero el pasado agosto, estando de vacaciones en Almería. Ahora lo he recuperado, lo he remodelado ligeramente y le he dado un final. Necesitaba volver un poco a las raíces después de haber escrito dos capítulos del AU, que me cuesta muchísimo. Este es un fic de los míos, una historia sin principio ni final y con mucho mucho diálogo.
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A Dan le despertaron unas voces en el piso de abajo. Bajó los escalones de mármol lentamente, acostumbrando sus ojos a la luz irreal que entraba por el ventanal del salón. Debía de ser casi mediodía, porque la luz era blanca e intensa, pero no podían ser las doce aún. A las doce Chuck le despertaba con un “niño, ya has dormido suficiente y yo me aburro”, porque él no era capaz de dormir más allá de las nueve de la mañana. Cuando asomó la cabeza por la terraza dio gracias por haberse acostumbrado a ponerse algo de ropa encima antes de salir de su habitación. En Nueva York, más de una vez había sido descubierto desnudo frente a la cafetera por la asistenta de Chuck. De acuerdo, era la asistenta de los dos, pero de esa manera quedaba menos burgués.
En la terraza de los Hamptons aparecieron las caras sonrientes de Serena, Nate y Vanessa, que sorbían café y bloody marys y ponían cantidades ridículas de mermelada en bollitos integrales. Chuck fue el primero en verle, y le hizo un gesto para que se sentara a su lado, en el sitio que tenía reservado en la mesa.
-Nate nos ha invitado a pasar el día en su velero -fue lo primero que pudo descifrar, tras beber el primer sorbo de café. Nate y Vanessa no tenían casa en los Hamptons, porque la relación con su familia, que sí tenía, seguía siendo difícil. A cambio, tenían un velero con un pequeño camarote, y pasaban los veranos navegando de puerto en puerto alrededor de Long Island, o quedándose en la casa de Chuck o de cualquiera que les invitara unos días. De esa manera, ahorraban para hacer pequeños viajes a Europa o a Sudamérica en temporada baja, cuando era mucho más barato y más tranquilo.
Serena sólo paraba en los Hamptons los fines de semana, o cuando algo la retenía cerca de Nueva York. Si no, pasaba las vacaciones de Saint-Tropez a Mónaco, y de allí a Isla Mauricio, o donde fuera que tuviera la casa de verano su último novio. Era raro encontrarla en verano por allí, así que Chuck y Dan aprovechaban para invitarla a su casa unos días siempre que podían, aunque la de los Van der Woodsen estaba a diez minutos de allí.
Su casa en los Hamptons no era demasiado grande, pero estaba en un buen sitio. Tenía acceso a una pequeña playa privada, y unas vistas preciosas de la bahía, además de una terraza elevada sobre el mar y un jardín lleno de buganvillas, que era muy agradable para tomarse una copa después de cenar. Llevaban una vida de lo más relajada, sin nada más que hacer que echarse siestas eternas, tomar gin-tonics y leer una novela tras otra al borde de la piscina. A veces Chuck tenía que volver a Manhattan, si hacía falta en la oficina, que no descansaba ni en agosto. Normalmente Dan le acompañaba, aunque fueran solo un par de días, y aprovechaba para hacer algo que le sacara de su sopor veraniego, como ver una exposición de arte o sentarse en una cafetería a observar la vida frenética en la ciudad. Echaba en falta el estrés de Manhattan. Él podía trabajar en cualquier lado, y nunca iba de viaje sin su portátil ni salía de casa sin una pequeña libreta, por si le asaltaba la inspiración, pero en verano se le hacía más difícil escribir. Su cerebro bullía con ideas, pero nunca llegaban a cuajar. Todas eran demasiado ligeras, demasiado felices. Dan no sabía contar historias felices, y el ambiente de los Hamptons le hacía imposible centrarse en sus personajes angustiados y rotos. La ciudad era mucho más propicia para eso.
Serena contaba alguna anécdota de su último viaje a Kenia (había hecho un safari hacía un par de semanas), y Dan vio esa mirada en los ojos de Chuck que significaba que, el año que viene por esas fechas, estarían de safari en Kenia. Era un gesto de fascinación poco corriente en él. A Chuck le sentaba bien ese ambiente. Estaba más relajado, y se reía mucho más, como si no hubiera nada en el mundo que pudiera perturbarle. Sus mejillas cogían un poco de color, y dejaba de necesitar las pastillas para el ardor de estómago que le producía el estrés de su trabajo.
Dan se dio cuenta de que llevaba un buen rato mirándole.
Era deprimente que todos tuvieran tan buen aspecto a las once de la mañana. Mientras Dan estaba despeinado y en calzoncillos con dibujos de osos polares y una camiseta viejísima, Chuck y Nate llevaban polos y zapatos náuticos, y ellas piel bronceada y perfectos bikinis cubiertos con los más delicados caftanes.
-Creo que voy a ir a vestirme -dijo, haciendo amago de levantarse.
-Tonterías -contestó Chuck, agarrándole de la muñeca y obligándole a sentarse de nuevo-. Cómete un melocotón. -Dan le miró con los ojos achinados y la boca convertida en una fina línea, lo que solo podía significar “ya podías haberme avisado de que venían a desayunar, cabronazo”. Chuck prefirió ignorarlo, y se volvió hacia Nate, que contaba la historia de aquella vez que Chuck se mareó tanto en el velero que decidió volver nadando, cuando estaban a más de tres millas de la costa. A Serena y Vanessa se les saltaban las lágrimas de risa, mientras Chuck trataba de excusarse:
-Había muchísimas olas, joder. Y Nate no sabe conducir esa mierda ni aunque dependa de ello su vida.
Dan bostezó sonoramente y se estiró para alcanzar la mantequilla.
-Tiene mal despertar -trató de justificarle Chuck.
-Ya -contestaron todos, casi a la vez. Vanessa era su mejor amiga, Serena su exnovia, y Nate había dormido en su sofá varias veces cuando tuvo aquellos problemas con su padre; todos habían tenido oportunidad de comprobarlo. Mirándolo bien, su círculo de amistades era bastante limitado, y muy extraño. Entre ex-novios, medio-hermanos y ex-novios de medio-hermanos…
-Hace un día espléndido para salir a navegar -dijo Nate-. Podemos ir a esas calas que hay antes de llegar al hotel ese que han hecho…
Serena y Chuck asintieron, sabiendo a lo que se refería. Dan no tenía ni la menor idea.
-Son playas nudistas -le susurró Chuck al oído, tratando de sonar clandestino-. Podremos tostar nuestros culos al sol.
Le arrancó a Dan la primera sonrisa de la mañana.
-Tienes una playa privada. ¿Para qué necesitas ir a una playa nudista, rodeado de gente en pelotas?
Cuando lo dijo se dio cuenta de que precisamente por eso. Todos empezaron a levantarse de la mesa, llevándose con ellos platos y vasos vacíos.
-Anda, ve a ponerte guapo mientras nosotros recogemos esto. ¿Quieres más café? -sin que tuviera tiempo de contestar, volvió a rellenar su taza de loza, y le mandó escaleras arriba con un beso y una palmada en el trasero.
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El puerto no estaba lejos pero decidieron ir en coche, porque iban bastante cargados. Cogieron en Aston Martin de Chuck, y Dan ocupó el asiento del copiloto, mientras Serena y Vanessa bromeaban con Nate en el asiento trasero sobre algo que Chuck no alcanzó a oír.
-Me los encontré comprando el pan, Dan -dijo, en un momento en el que sabía que los demás no le oían-. Te habría avisado, pero fue todo muy improvisado.
El gesto de Dan vino a significar “me da igual”, pero sabía que no se lo daba. Sabía que necesitaba controlar qué iba a pasar y cuándo para que su mundo no se viniera abajo, y una visita sorpresa era casi un terremoto en su rutina perfectamente calculada. También sabía que cuando estuvieran solos y le hiciera un par de tonterías se le pasaría, porque no era capaz de guardar rencor mucho tiempo. No estaba preocupado.
Llegaron al puerto enseguida, y Nate les fue indicando dónde había atracado el velero, para que Chuck no aparcara demasiado lejos. Se notaba que habían tenido una semana de mucho viento. Era el primer día que se podía salir a navegar, y el puerto estaba lleno de coches y medio vacío de barcos. Eso era lo peor de los Hamptons, que nunca se estaba solo. En la playa se reunía medio Manhattan, y volvían a estar allí en todas las fiestas; y cuando decidían salir en barco para perderles de vista, ellos también habían tenido la misma idea. Era inevitable encontrarse con gente a la que no tenían ningún interés en ver (y, con Chuck, que conocía a mucha gente y no le caía bien nadie, esto era todo el mundo), pero de vez en cuando se encontraba a sus mejores amigos comprando el pan, y era una sorpresa muy agradable.
Subieron al barco, un velero pequeño, pero suficientemente grande para que entraran todos cómodamente, con toldos azules y blancos y suelo de madera. Se notaba el toque de Vanessa en pequeños detalles, como el estampado de las fundas de los sillones y los toques étnicos y cálidos de los objetos decorativos inútiles. Tenía un camarote, un baño y una salita que hacía las veces de salón, cocina y comedor. En la proa tenía unas colchonetas blancas en las que entraban dos personas tumbadas, tres si se apretaban. Chuck, sin mediar palabra, se fue hacia allá. Nate ya sabía que él no iba a colaborar en nada, porque era de los que pensaban que moverse en un barco de vela era demasiado trabajo, cuando podías tener uno de motor más rápido y menos exigente. De todas maneras, Nate se manejaba bien él solo en días como ese en los que el mar colaboraba, y apenas necesitaba la ayuda de Vanessa, que se había convertido en toda una marinera. A Vanessa le atraía ese tipo de vida errante, en la que nunca sabía dónde le podría llevar el viento al día siguiente, en la que cada noche dormían en un lugar, y se despertaban al amanecer oyendo el susurro del mar.
Chuck nunca había estado muy seguro de que lo suyo con Nate fuera a funcionar, pero cada día que pasaba le convencía de lo contrario. Vanessa hacía muy feliz a su mejor amigo, que por fin había encontrado a alguien que no le obligaba a ser esto o aquello, sino que le ayudaba a encontrar lo que él quería. Él nunca supo hacerlo, y se alegraba de que Vanessa sí. Aún así, no podía evitar sentir una pequeña punzada de celos. Ella le caía bien, era una chica encantadora y también se había convertido en una buena amiga, pero no podía evitar pensar que le había robado a Nate, y que él nunca podría competir con lo que ella tenía con Dan. Tenían ese tipo de entendimiento que no necesita palabras, y tantas cosas en común que a veces parecía que compartían un solo cerebro. Llevaban juntos desde los seis años, y sus personalidades se habían formado a la vez, amoldándose a la del otro y encajando como un puzzle. Sabía que Dan le quería de una manera que no se podía comparar con eso, porque compartía con él su vida, pero le enfurecía que no sintiera que podía ser parte de todas esas cosas que tenía con Vanessa. A veces se preguntaba si ella sentiría celos de él. Estaba en la misma situación, al fin y al cabo, siendo el mejor amigo de su novio y el novio de su mejor amigo, pero en el fondo sabía que ella era una persona mucho menos envidiosa, y que esas cosas ni se le pasarían por la cabeza. Eso también le enfurecía.
Con Serena era distinto. Nadie podía odiar a Serena, era como un rayito de luz del sol, capaz de iluminar una sala con sólo poner un pie en ella, pero no era el tipo de persona de la que se pudiera estar celoso. Tenía una gran relación con Dan, y se podían tirar horas hablando por teléfono de cualquier cosa, pero sabía que, al final del día, él estaría ahí y Serena no. Era cierto que Dan había estado enamorado de ella antes que de él, pero todo el mundo había estado enamorado de Serena en algún momento. Era su maldición, la que hacía que ningún novio le durara demasiado. Era una estrella fugaz, que brillaba muy intensamente unos momentos, y luego se apagaba, dejándote el calor de su recuerdo, pero nada más.
-¿En qué piensas con tanta intensidad?
Era Dan, de pie frente a él con una sonrisa burlona en la cara, recortándose contra el cielo azul. El barco empezaba a moverse hacia la bocana del puerto.
-Ven aquí -le dijo, dando unas palmaditas en la colchoneta a su lado. Dan se tumbó junto a él boca arriba, con un brazo bajo la cabeza. Se había quitado la camiseta. Olía a crema solar y agua de mar y calor-. Es inmoral lo guapo que estás hoy.
-Sigo estando un poco enfadado, ¿sabes?
-Ya se te pasará. Cuando veas a dónde te llevamos, se te pasará.
Él suspiró, y se tapó los ojos con una mano, para protegerse del sol.
-¿Te has dado crema? -preguntó, con ese tono de madre que usaba de vez en cuando con Chuck, cuando le pedía que se comiera la verdura o que se pusiera el cinturón de seguridad.
-Sí.
-¿Seguro? No quiero que te quemes.
-Seguro.
Dan volvió a suspirar.
-No estoy enfadado por esto -dijo, haciendo un gesto vago con la mano, abarcando el velero, antes de volver a taparse los ojos.
-Ya lo sé.
-Estoy enfadado porque siempre haces los planes sin mí.
-Me apetece quedar con mis amigos que, casualmente, son tus amigos -replicó, perezosamente-. No sabía que tenía que pedir permiso para hacerlo.
-No es permiso, es sólo preguntarme si me apetece.
-¿Por qué no va a apetecerte? Son tan amigos tuyos como míos. Si te hubiera despertado a las nueve y media para preguntarte, te habrías cabreado por eso.
Dan sólo gruñó, admitiendo, a su pesar, que tenía razón.
-Pero no me gustan las sorpresas -se quejó, mirándole por el hueco entre sus dedos-. Me desconcierta despertarme con la casa llena de gente y el día entero planeado.
-Ya lo sé. Lo siento -dijo, sólo para contentarle, sin sentirlo de verdad, porque sabía que estaba siendo irracional como siempre.
-Gracias -contestó Dan, de mucho mejor humor de repente.
-No sé por qué estás tan tonto hoy.
-He dormido fatal. He pasado mucho calor.
-Es tu culpa, por no querer poner el aire.
-Tío, cállate -le espetó, escondiendo la cara bajo el brazo -voy a acabar discutiendo contigo de verdad.
-Vale -contestó Chuck, con media sonrisa. Se quitó las gafas de sol y le golpeó con ellas en la cabeza-. Ponte esto, idiota. Te vas a quedar ciego.
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Dan se pasó todo el viaje tumbado en la proa junto a Chuck, y la mayor parte en silencio. Fue apenas media hora, aunque puede que se durmiera un rato, arrullado por el vaivén de las olas y el ruido del barco rompiendo el mar. Cuando llegaron estaba despierto, de eso está seguro, porque oyó a Nate discutir sobre el mejor lugar para echar el ancla, y Chuck levantó la cabeza y le dijo:
-Fíjate en esto.
Entre dos colinas se abría una cala de arena blanquísima y casi desierta. No se veía ni una sola casa alrededor, y las pocas personas que estaban allí, algunas vestidas, otras desnudas, habían llegado en barco, porque tampoco había una carretera que llegara hasta ese punto de la costa.
El velero de Nate tenía una pequeña barca hinchable con motor fueraborda, que usaron para llevar las toallas y todo aquello que no se podía mojar. Él la iba manejando, pero los demás tuvieron que nadar hasta la orilla. A Dan no le importó, el agua estaba fría pero acabó de despejarle, porque seguía aún medio dormido. Chuck se quejó más, porque cualquier cosa que no fuera ir llevado de un lado a otro como un rajá le parecía incómodo.
Dan se quedó un rato más en el agua, mientras los demás salían a la arena y se secaban. Se tumbó y se dejó llevar por las olas.
-Hola, desconocido -oyó decir a su lado. Abrió los ojos, y allí estaba Serena, con su gran sonrisa infantil-, buenos días.
-Hola.
-¿Ya estás despierto?
-Eso creo.
-Ya era hora.
-Bueno, tampoco ha sido para tanto -le quitó importancia-. No ha sido de mis peores mañanas.
-Eso es verdad. Las recuerdo mucho peores.
-Cuando te despertabas con tus pelos de loca y te ponías a hacer cosas como un remolino, mientras yo trataba de dormir. Yo también me acuerdo.
Serena se rió, con esa risa cristalina que parecía llevarse consigo todos los problemas del mundo.
-Eso fue hace un millón de años.
Los dos flotaron un momento en silencio. Dan volvió un mentalmente a sus dieciséis años, cuando todo giraba en torno a esa chica rubia que le sonrió una vez en una fiesta. Durante un tiempo había estado convencido de que pasaría con ella el resto de su vida. Se tumbaba en su cama y se imaginaba su vida junto a ella, la princesa que se enamoraba del campesino pobre pero de gran corazón, y huía con él a otro país, donde se alimentaban del aire y de amor. No era más que un adolescente con una imaginación demasiado desarrollada, con muy poca idea de cómo funcionaban en realidad las relaciones. Claro que había leído cientos de libros sobre el amor, pero ninguno hablaba de las cosas realmente importantes, de la rutina del amor pequeño y discreto, el que no llega como una tormenta, sino que se cuela en los huesos gota a gota. Su amor era demasiado Romeo y Julieta para funcionar, para tener una mínima posibilidad de hacerse real.
Dan sentía un odio irracional hacia Romeo y Julieta. Creaba expectativas imposibles de cumplir.
-Me das muchísima envidia.
Dan miró a Serena sin saber si estaba hablando en serio.
-¿Yo?
-No sabes lo que daría por tener lo que tú tienes.
-¿Yo? -repitió-. ¿Qué tengo?
-Lo tienes todo -contestó, con una sonrisa triste.
-Soy un fracasado y un mantenido, Serena. Gano 100 dólares a la semana, ninguna editorial me devuelve las llamadas, no escribo diez palabras seguidas desde hace un mes y el lunes pasado me robaron la cartera en un Starbucks. Soy un pardillo.
-Pero estás enamorado. Y tendrías que oír a Chuck hablar de ti.
-¿Y eso te da envidia? No te creerías lo muchísimo que discutimos.
-¿Te acuerdas de Karl, el belga que me llevó de safari hace dos semanas?
-Claro -dijo. Durante un mes no habló de otra cosa.
-Me ha dejado. Íbamos a irnos a Gales en septiembre, y ha hecho que su secretaria me llame para cancelar ese viaje y cualquier otro plan que tuviéramos.
-Estará ocupado con algo -sugirió, tratando de buscar una explicación menos dolorosa que la obvia.
-No es la primera vez que me pasa, Dan. Dos meses estupendos y luego se aburren y no vuelven a llamarme, como si nunca hubiera pasado nada. Ojala yo pudiera quejarme de lo mucho que discuto con alguien. Eso significaría que a alguien le importo.
Era casi inhumano ver a Serena tan triste, tan desesperanzada. Ella, que era la sonrisa más bonita del mundo.
-Siempre puedes discutir conmigo.
Serena también creaba expectativas imposibles de cumplir. Ninguna mujer podía competir con lo que Serena Van der Woodsen prometía ser, con su melena rubia y su risa infantil; ni siquiera ella misma.
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Nate apareció con un balón de fútbol. Chuck no estaba seguro de dónde lo había sacado, pero Dan se levantó enseguida a dar unos toques con él. Le preguntaron a Chuck si quería jugar, sin verdaderas esperanzas de que dijera que sí, igual que a las chicas. Los tres prefirieron seguir tomando el sol mientras ellos correteaban arriba y abajo por la estrecha franja de arena húmeda de la orilla.
Era curioso, pensó Chuck, mirando al resto de los bañistas en la playa. Era curioso que se le siguieran yendo los ojos detrás de cada mujer medio desnuda (o desnuda del todo) que le pasaba por delante, pero que ningún hombre le interesara lo más mínimo. Ninguno excepto él, Dan. Toda su vida se había vuelto loco por las formas redondeadas de los muslos de una mujer, y Dan era de todo menos redondeado. Era huesos puntiagudos y codos y rodillas que se le clavaban cuando se movía en la cama, y barba de tres días y un caminito de pelo oscuro bajo el ombligo, y nada de eso le decía nada en cualquiera de las personas que se paseaban por la orilla.
Pero él era distinto. Le miraba corriendo descoordinado detrás del balón, con la arena pegándose a su cuerpo y la piel apenas bronceada, aunque llevaban dos semanas en la playa y, si pensaba en ello desapasionadamente, no era el hombre más guapo del mundo. No era como Nate, que casi le daba ganas de creer en Dios, porque una estructura ósea tan excepcional debía de ser obra de alguna fuerza superior. Claro que, por muy perfecto que fuera, no pensaba en Nate de esa manera, porque siempre había encontrado más encanto en las cosas ligeramente imperfectas. Lo de Dan era más bien accidental, fruto de la casualidad. Un montón de facciones extrañas que se habían juntado en su cara y, sin querer, había salido bien. Esa nariz tan angulosa, esos labios tan pequeños pero tan llenos, esos ojos marrones tan profundos, esas cejas que nunca paraban quietas y que le acababan formando arrugas en la frente… Y a Chuck le parecía que nunca habría nada que le gustara más que eso, aunque siempre había preferido los muslos de una mujer.
No pensaba mucho en el tema, porque Chuck era una de esas personas que opinan que las cosas son como son, y que no hay que darle más vueltas, pero había que reconocer que era curioso.
Dan volvió un rato después, cuando Chuck había vuelto a hundirse en la lectura de su libro. Llegó recién salido del agua y goteando sobre la arena, y se tumbó de lado en la toalla, apoyando la cabeza sobre una mano.
-¿Me has visto?
Chuck apoyó el libro abierto sobre su pecho y le miró.
-Sí.
-He hecho una chilena.
-¿No es eso que haces lanzándote de espaldas?
-Eso es.
-Lo he visto -dijo, asintiendo levemente con la cabeza.
-¿Y qué tal?
-Ha sido impresionante -contestó, sin parecer mínimamente impresionado.
-Me he dado una buena hostia.
Chuck no pudo evitar reírse.
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Para comer volvieron al velero y fueron hasta un puerto cercano, junto al que encontraron un restaurante griego que resultó ser maravilloso. Comieron ensalada de tomate, musaka, y arroz envuelto en hojas de parra, y bebieron más vino de la cuenta. Chuck le dijo que tenían que ir a Grecia en cuanto acabara el verano. Había más sitios en el mundo a los que Chuck le quería llevar que tiempo en diez vidas para ir, pero Dan se encogió de hombros y sonrió.
Nate dejó a Vanessa a cargo del timón, después de sacar el barco del puerto y ponerlo rumbo a los Hamptons de nuevo, y se fue a echarse una siesta, con las mejillas coloradas y una risa tonta constante. Cuando Chuck y Nate se juntaban eran temibles, a cada cual más niño, y se habían pasado la comida poniéndose en evidencia el uno al otro, entre copa y copa de vino. Después de más de veinte años de amistad y de haber sufrido juntos unas adolescencias de lo más turbulentas, había trapos sucios suficientes para escribir un libro. Aquella vez que Nate se despertó en el sofá de Chuck y él tenía en la cama a dos camareras, esa otra vez en la que Nate vomitó por la ventana de su limusina, aquella en la que acabaron en comisaría por fumar maría en los baños del Museo Metropolitano en una excusión con el colegio… Dan y Vanessa se miraban asombrados, preguntándose por qué sus adolescencias fueron tan distintas. Ellos tuvieron su etapa hippie a los 15, y su etapa gótica durante algunos meses a los 16 años, en los que decidieron usar eyeliner y teñir toda su ropa de negro. Sólo consiguieron destrozar muchísimas camisetas, y la lavadora de la hermana de V no volvió a ser la misma. Aunque acabaron reconociendo que la peor adolescencia había sido la de Serena, con abuso de sustancias y escándalo en Internet a tiempo real incluido.
-¿Qué drogas? No recuerdo que tomaras drogas.
-Chuck, presencié una muerte por sobredosis.
-Oh, aquello. A un par de rayas los sábados no se le puede llamar abuso.
-¿Estáis compitiendo por ver quién era más drogadicto? -preguntó Nate-. Esto es lamentable.
-Tú fumabas más maría de la que haya visto fumar a nadie, así que estás oficialmente dentro de la competición, amigo -se rió Serena.
-Y sigue fumando -apuntó Vanessa-, no dejes que te engañe.
-La marihuana no es una droga -se quejó él.
-¿Y qué tomabas tú, Chuck?
-MDMA.
-No te puedes enganchar a eso, así que…
-Y estuve metiéndome coca a diario durante algo más de un año -añadió casualmente.
-¿Qué? -exclamó Nate.
-Así que creo que gano.
-¿QUÉ? -repitió, levantándose de la mesa-. ¿Cuándo?
-Con quince o dieciséis.
-¿Por qué nunca dijiste nada? -preguntó, en una mezcla entre culpabilidad y enfado.
-Después de lo que pasaste con tu padre, no quería...
-Chuck, tío… Tendrías que haber… Te habría ayudado, tío.
-No es como si hubiera tenido cáncer -contestó Chuck, tratando de quitarle hierro al asunto, y luego bajó la mirada para no encontrarse con la de Dan.
Él no dijo nada. Tampoco sabía qué podía decir. Hacía tiempo que había asumido que nunca conocería todos sus secretos, y estaba seguro de que este no sería el peor. Era más feliz en la ignorancia. Para él el Chuck de los 16 y el de los 26 eran dos personas distintas, y prefería no mezclarlos.
En el barco, Chuck se le acercó mientras buscaba un sitio en la cubierta en el que sentarse sin clavarse ningún aparejo de los que sobresalían por todas partes. Llegó poniendo cara de cordero degollado y le pasó los brazos alrededor de la cintura.
-Se nota que has bebido -dijo Dan, apartándole con delicadeza.
-No estoy más borracho que tú -contestó él, un poco ofendido.
-¿Qué te pasa, entonces?
-No me pasa nada, pero tú estás muy guapo hoy -murmuró, rozando sus labios contra el cuello de Dan-. Porque estamos en público y tengo que mantener mi reputación, que sino me pondría hasta romántico.
Siempre le pasaba eso cuando bebía un poco, le entraba la tontería. Él, que normalmente convertía la grosería en un fino arte, con un par de copas se suavizaba y se volvía hasta tierno. Dan le volvió a apartar, porque estaba empezando a caer en sus redes, y era lo menos conveniente en ese momento.
-Chuck, para un poco.
-¿Estás cabreado?
-No.
-Dejé de meterme al poco de empezar contigo -aclaró, innecesariamente-. Cuando vino Jack tras la muerte de mi padre. No quería acabar como él.
-Ya lo sé. No estoy enfadado, de verdad. Estoy más preocupado que enfadado.
-¿Por qué?
Dan se encogió de hombros.
-Tienes que estar muy jodido para ser cocainómano a los dieciséis.
-O tener mucho dinero -dijo Chuck, como si no tuviera mayor importancia.
-Sólo quiero saber que estás bien.
-Llevo muchos años bien -le aseguró, con media sonrisa. Intentó besarle, y Dan se dejó, pero fue sólo un beso breve y frío.
-Serena ha cortado con el belga -le explicó Dan-. No quiero que…
-Oh -dijo él, dándose cuenta de que lo único que hacían era recordarle que estaba sola. Echó una mirada por encima del hombro hacia donde estaba ella, tomando el sol en la proa-. Es eso.
-Sí.
-Así que… -la sonrisa bailó un momento en sus ojos, y se acercó a susurrarle al oído- ¿no me odias?
-No podría ni aunque quisiera -contestó, casi riendo, y Chuck le robó otro beso.
-Vale, entonces voy a hablar con mi hermana.
Dan le observó mientras iba hasta donde estaba ella y se sentaba en la colchoneta a su lado. Serena levantó la cabeza y le miró con los ojos entrecerrados. No podía oír lo que decían, pero vio que Serena le buscaba con la mirada y fruncía el ceño, suponía que enfadada por que se lo hubiera contado a Chuck. Él le puso una mano en el hombro, y Dan supo que lo arreglaría todo. Este era el Chuck que conocía, el buen hermano, que aunque no le uniera ningún lazo de sangre con Serena o Eric, se sentía más unido a ellos de lo que nunca sabrían. Para él, Nate también era como un hermano, porque estuvo allí cuando necesitó una familia. Aunque fuera emborrachándose y durmiendo en su sofá, estuvo allí para él.
Dan a veces olvidaba la suerte que tenía al tener una familia tan fuerte. Hablaba por teléfono con su madre muy a menudo, y cenaba en casa de su padre todos los miércoles, igual que Jenny. Chuck se reía de lo niño de papá que seguía siendo con veintisiete años, pero Dan sabía que en el fondo le envidiaba, y le entristecía no haber tenido nunca una relación así con el suyo.
-Dan -gritó Vanessa desde la popa-. Coge el timón un segundo.
Se acercó hasta allí e hizo lo que le pedía, mientras ella se metía dentro y salía al momento con una botella enorme de agua.
-¿Cómo lo llevas? -le preguntó Dan, volviendo a dejar el timón en sus manos.
-Bien, no hay nada que hacer. Nate lo ha dejado todo preparado para que no tenga que tocar las velas. A esta velocidad tardaremos una semana en llegar a casa -se rió-, pero bueno…
-Yo no tengo prisa -contestó, siguiendo la broma-, pero Chuck tiene que ir el lunes a trabajar.
-¿Tan pronto?
-Pero vuelve el miércoles, sólo tiene un par de reuniones.
-¿Y vas a ir con él o te quedas aquí?
-Supongo que iré. Aprovecharé para ir al cine y ver a mi padre. -Cogió la botella del suelo y dio un largo trago. El agua estaba helada, y le hizo estremecerse en un escalofrío. -¿Vosotros qué planes tenéis?
-No lo sé, nunca tenemos planes. Nate no tiene que volver hasta septiembre, así que a lo mejor nos vamos a México a finales de agosto, y seguiremos navegando hasta entonces -se encogió de hombros, como si no fuera gran cosa-. Yo quiero pasar unos días con mi madre en Vermont, así que ya veremos.
-Me alegro un montón por vosotros -dijo, sonando como un padre orgulloso-. Se os ve tan bien...
-Después de haberlo intentado cuatro veces en los últimos diez años, parece que por fin está funcionando. -Vanessa se rió, como si acabara de recordar una anécdota divertida. -Tanto que quiere que nos casemos.
-¿En serio? -exclamó él con la voz muy aguda-. ¿Y has aceptado?
-No ha sido exactamente… No es como si se hubiera puesto de rodillas con un anillo de diamantes. Sólo sale de vez en cuando la conversación, y cree que deberíamos hacerlo.
-¿Y tú qué crees?
-No estoy segura. Creo que no soy el tipo de persona que se casa. Sólo pensar en bodas se me pone la carne de gallina. Un vestido blanco como un pastel de nata, y una ceremonia enorme con mil invitados… Ugh.
-No tiene por qué ser así.
-Es Nathaniel Fitzwilliam Archibald -dijo, y Dan pensó que era impensable que alguien con un nombre tan rimbombante estuviera en ese momento durmiendo la mona en el camarote de un barco-, claro que va a ser así. Además, a su familia le caigo muy mal.
-Que les jodan.
-Ya. No es tan fácil. Todos los problemas que hemos tenido han sido por tratar de mezclarnos con los Vanderbilt.
-Pues no invitéis a nadie. Sólo a tu hermana, a Chuck y a mí, porque sino te mato -amenazó-. Escapaos a Las Vegas un par de días y que Elvis oficie la ceremonia. Así reconcilias su afán por casarse con tu amor por lo kitsch.
-No sé si él estaría de acuerdo con eso -se rió-. ¿Tú te casarías?
Dan arrugó la nariz.
-Nunca me lo he planteado. No puedo casarme con Chuck en Las Vegas, pero si pudiera probablemente lo haría, sólo por lo bizarro del tema. Tendría que emborracharle muchísimo -se rió sólo de pensarlo-. Bueno, podemos hacerlo en otros estados o en Canadá pero, si él quisiera casarse, sé que tendría que ser en Manhattan. Le sienta mal hasta comprar el periódico fuera de la isla, así que imagínate…
-No me estás dando ninguna explicación, Dan. Sólo desvarías.
Trató de poner en orden sus ideas, que de repente se le arremolinaban. Estaba muy bien con Chuck. Vivían juntos y se querían, y todo era fácil y perfecto y divertido, y todo estaba en su sitio, como si por fin encajara. Y se dio cuenta de que no necesitaba casarse con él.
-Es que yo creo que el matrimonio sólo es lo que quieres que sea. Ya vivimos como si estuviéramos casados, prácticamente, y vosotros también, pero tú quieres tener hijos, y él es un tío súper familiar, así que… No puede hacer ningún mal que os caséis, y a él le hará ilusión -sentenció-. No es una cuestión de compromiso, porque ya estáis todo lo comprometidos que se puede estar. Casarse es hacer legal lo que tenéis hasta ahora, y el hecho de casarte no implica que tengas que empezar a hacerte llamar Vanesa Archibald, señora de Nathaniel. Ni siquiera tienes por qué llevar el anillo, estoy seguro de que a él le da lo mismo.
-Entonces, ¿tenemos tu bendición?
-Claro que sí.
-No sé, ya veremos. Tampoco hay prisa, ¿no? -volvió a encogerse de hombros-. Si tú quieres casarte en Las Vegas, también tienes la mía.
-Gracias -dijo, con una inclinación de cabeza.
Los dos sonrieron, y navegaron un rato en silencio. Estaban sentados en un banco detrás del timón, que Vanessa sujetaba con los pequeños pies de uñas pintadas de color coral. Los peces voladores saltaban en el agua a su paso.
-Oye -se aventuró tras un momento, tímidamente-… ¿tú sabías lo que ha contado en la comida?
Dan tardó un par de segundos en contestar. Sabía a qué se refería, aunque hubiera sido tan imprecisa.
-No.
-¿Y cómo lo llevas?
-¿Cómo debería llevarlo?
-Joder, Dan, tú eres el capitán de la liga antidroga.
-Tampoco tanto -dijo con indiferencia.
-Eres un… ¡Casi me echas de tu casa cuando te dije que le había robado un Valium a mi tía!
-Teníamos catorce años. Podías haber muerto.
-Doble rasero -canturreó.
-Si me hubiera dicho que ahora mismo tomaba, o que hace tres años… pero fue a los dieciséis. Hizo muchas cosas reprobables a los dieciséis, y no voy echándoselo en cara cada día, porque ha llovido mucho desde entonces, y se arrepiente de ello -razonó, totalmente seguro de sí mismo-. Me parece muy sano que no niegue lo que fue. Yo escribía auténtica basura con esa edad, y no me doy cabezazos contra la pared por ello, porque sé que eso me ha hecho crecer y he aprendido de ello.
-Ser un mal escritor es exactamente lo mismo que estar enganchado a la coca -ironizó Vanessa.
-Era una simple comparación. Lo que quiero decir es que no se puede juzgar a la gente por sus errores del pasado. ¡Tú deberías saberlo mejor que nadie, que fuiste gótica!
-Siniestra -le corrigió, como si lo hubiera hecho infinitas veces antes.
-Todo el mundo tiene adolescencias jodidas.
Llegaron al puerto casi de noche, aunque en cuanto Nate se despertó el barco empezó a ir más rápido. Se despidieron de él y Vanessa en el puerto, y llevaron a Serena, que ya parecía de mejor humor, a casa de su madre. Dan no quiso preguntar nada, pero estaba seguro de que Chuck habría movido algunos hilos, habría hecho algunas llamadas. A su detective privado, a la gente que conocía en Bélgica… Dan, honestamente, prefería hacer la vista gorda cuando Chuck se metía en esos chanchullos.
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Pararon a comprar una hamburguesa de camino a casa, y Dan ya se había comido la mitad de las patatas cuando Chuck metió el coche en el garaje. Cenaron en la terraza con una copa de Burdeos.
-¿Has traído servilletas? -preguntó Chuck, tratando de alcanzar una mancha de mostaza en su barbilla con la lengua.
-¿Las has traído tú, acaso? No soy yo el que no sé comer sin mancharme hasta los codos.
-Era una pregunta inocente.
-¿Vas a ir a por ellas?
-No -contestó, sonriendo con malicia.
Dan suspiró sonoramente y se levantó. Volvió con un paquete entero de servilletas blancas de papel y se las lanzó a la cabeza.
-Gracias -dijo, sin inmutarse.
-¿No has pensado en comprarte un barco? -le preguntó Dan, pasado un momento-. Nate me ha dicho que os sacasteis juntos el título de capitán o lo que sea.
-Patrón -le corrigió-. ¿Por qué? ¿Quieres que te compre un barco, querido? -lo último lo dijo con ese retintín que usaba cada vez que a Dan le daba un arrebato burgués como ese. Nada le molestaba más.
Dan lo negó categóricamente.
-Sólo me ha parecido una experiencia interesante. Y sacarte el título para no usarlo nunca es estúpido.
-Los veleros dan mucho trabajo.
-¿Y los de motor?
-Son demasiado… -trató de buscar una palabra adecuada, dando otro sorbo a su vino-. Son ostentosos y, a la vez, no tienen ninguna clase. ¿Comprendes? Si quisiera presumir de dinero me compraría un buen coche, no una caravana acuática.
-Pero tiene que ser interesante pasarse un mes de un sitio a otro, con tu casa a cuestas, de playa en playa.
-Podemos hacerlo en el jet, y en vez de dormir en un sitio en el que el baño funciona con una manivela, vamos de hotel en hotel por toda Europa. Y, en vez de ver playas, que son todas iguales, vemos cosas realmente interesantes.
-Eres un aguafiestas.
-No puedes tratar de compararnos con Nate y Vanessa.
-No lo hago.
-Ya sé que su vida es muy bohemia y que parecen menos cerdos capitalistas que yo, pero es solo fachada.
-Tú no eres un cerdo capitalista, Chuck.
-Me enorgullezco de serlo. ¿Sabes lo que cuesta ese barco?
-No.
-No quieres saberlo.
-Sorpréndeme.
Hizo una pausa, para darle más dramatismo al momento.
-Doscientos mil dólares. Dólares americanos, Daniel.
-Venga ya.
-Te lo juro. Estaba allí cuando lo compró. Ahora parece menos bohemio, ¿verdad? No es tan burgués como pasar dos meses al año en los Hamptons, pero no es irse de camping al lago Tahoe.
Dan dio otro bocado a su hamburguesa y puso esa expresión de concentración que usaba cuando trataba de formarse una opinión sobre algún tema.
-¿Por qué has dicho eso de que nos comparo con Nate y Vanessa?
-Porque lo haces. Es inevitable. Nate quiere casarse y tener hijos con Vanessa y tienen un velero y una vida de puta madre, y tú estás aquí perdiendo el tiempo con un ex-cocainómano que trabaja doce horas diarias, en una relación que no te lleva a ninguna parte.
-¿Quién ha dicho que quiera ir a ningún sitio? Bueno, puede que a Europa en otoño, o a Kenia el verano que viene. Si tú quieres ir con un escritor fracasado que no trabaja ni doce horas a la semana.
-Vamos a hacer un trato -propuso-. Cuando te conviertas en autor de best-sellers, o en guionista de cine ganador de un Oscar, dejaré que me compres un barco.
-Sí que te gustan poco los barcos, joder.
Chuck sonrió, y se comió su última patata frita. Dan se levantó, cogiendo su plato y su copa.
-Deja eso, ya recojo yo. En cinco minutos -dijo, buscando su paquete de tabaco.
-Vale. ¿Te importa si me ducho el primero?
Chuck se encogió de hombros, encendiendo un cigarrillo.
-¿Te importa si miro?
Se quedó en la terraza, fumándose su cigarro sin prisa y terminándose la copa de vino, mientras oía correr el agua de la ducha. Sabía que tenía tiempo, que Dan se daría una ducha eterna esa noche, así que aprovechó y se fumó otro. Dan odiaba que fumara, así que había limitado su hábito a un cigarrillo después de comer, cenar o follar. Cuando el día el la oficina era especialmente tenso se escapaba a la azotea y se fumaba uno a escondidas de sus secretarias, que estaban aliadas con Dan en contra de su vicio. Raro era el día en el que se fumaba más de cuatro, en total. Recogió la mesa, dejando todos los platos en el fregadero. Los jueves se pasaba la asistenta por las mañanas a limpiar y hacer la colada, así que ella se encargaría de lavarlos por la mañana. De estar viéndole Dan le obligaría a poner el lavaplatos, pero luego se quejaría de que lo había puesto todo al revés, y sería peor el remedio que la enfermedad.
Subió hasta el piso de arriba y asomó la cabeza por la puerta del baño, al que se entraba desde la habitación. Dan seguía en la ducha, con la cabeza llena de champú, y regueros blancos de espuma bajando por su espalda.
-¿Sabes lo que quiero hacer esta noche? -Dan le miró a través de la mampara de cristal y negó con la cabeza. -Quiero follarte todo embadurnado de crema after-sun.
-¿Embadurnado tú o yo?
-Los dos.
-A mi no te me acerques apestando a tabaco.
Chuck, que tenía el cepillo de dientes en la mano, lo agitó en el aire y dijo:
-¿No ves que me estoy lavando los dientes, maldito nazi?
Dan acabó de enjuagarse el champú y salió de la ducha, cogiendo una toalla que estaba colgada de la pared y usándola para secarse el pelo. Luego se la enrolló a la cadera, y cogió su cepillo de dientes.
-¿Cuántos te has fumado?
Chuck escupió la pasta en el lavabo.
-Uno.
-¿Seguro?
-Dan, por favor.
Dan le lanzó una mirada escrutadora. Él se aclaró la boca con un vaso de agua y le dio un beso rápido en los labios.
-Ahora estoy mentoladito.
-Idiota.
Chuck se quitó las lentillas mientras Dan se lavaba los dientes, y antes de meterse a la ducha le lanzó el bote de after-sun.
-Vale -accedió Dan, con paciencia infinita-, pero date prisa.
Se dio una ducha rápida y ni siquiera se molestó en darse crema hidratante en la cara, como hacía siempre. Con el ambiente tan húmedo de los Hamptons ni la necesitaba, aunque se la seguía dando por costumbre, y porque Dan decía que olía bien.
Cuando volvió a entrar en la habitación, la única luz era la de la luna, que se colaba por la ventana. Dan estaba desnudo sobre la cama tumbado como si acabara de caer de una altura de diez pisos, con la sábana blanca hecha un lío a sus pies. Chuck no necesitó más para saber que estaba dormido. Se puso los pantalones cortos de su pijama de verano y se tumbó a su lado. Dan debió notar su peso en la cama, porque se movió inconscientemente, acercándose más a él.
Su piel tenía el olor dulzón de la crema, y Chuck se dio cuenta de que el bote estaba abierto en su mesilla. Le besó en el hombro, seguro de que a la mañana siguiente no lo recordaría, y sacó el periódico, proponiéndose acabar el sudoku antes de dormirse.
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A Dan le despertaron unos labios contra su cuello y unas manos recorriendo su espalda. Fingió seguir dormido un momento, sintiendo el calor de Chuck a su lado y las suaves yemas de sus dedos trazando la forma de su columna vertebral, hasta que él se acercó a su oído y susurró:
-Daniel, te estoy viendo sonreír, deja de tomarme el pelo.
Dan ronroneó, y no necesitaron muchas más palabras; no era la primera vez que Chuck le despertaba de esa manera. Cuando le necesitaba levantado a una hora decente, esa era su única opción. Había descubierto que los despertadores sólo lo ponían más difícil, igual que lo descubrió su padre, que estuvo despertándole para ir al colegio a base de cosquillas hasta los trece años. Entonces Dan encontró que el efecto del café compensaba el atontamiento de despertarse bruscamente, y sobrevivió de eso durante los diez años siguientes de madrugones. Esta era, desde luego, una mejor solución.
No fue un polvo de los que hacen historia, pero es que pocos lo son. Fue corto, fue divertido, hacía demasiado calor, Dan casi se cae de la cama, llamaron al móvil de Chuck y él lo lanzó contra la puerta del armario sin pararse a mirar quién era... Nada que no hubiera pasado antes.
Después de acabar, Dan se tumbó perpendicularmente a Chuck, con la cabeza apoyada en su estómago y los pies fuera del colchón. Pasaba los dedos distraídamente sobre el pelo de su pecho, apenas una mata dispersa de pelo corto y oscuro, mientras él fumaba. Ya se había cansado de pedirle que no fumara en la cama, y últimamente sólo le obligaba a abrir la ventana.
-Deja de hacer eso.
-¿Qué? -preguntó Dan, que no era consciente de estar haciendo nada en absoluto. Él le apartó la mano de su pecho-. ¡Venga ya! Me encanta, es como acariciar un gatito.
-No te pases, no tengo tanto pelo.
-Entonces déjame.
-Lo odio.
-Yo creo que te da un aire muy sofisticado, como mediterráneo. Por lo menos pareces un hombre, no un prepúber como yo.
Chuck se rió suavemente, y el sonido vibró en su estómago.
-¿Por eso llevas barba de indigente?
-Cada uno se deja pelo donde puede, amor.
-Mmm -musitó, arrugando la nariz-… ‘Amor’ tampoco me gusta. Es gay.
-Ya, a mi también me ha sonado muy mal según lo decía -reconoció, un poco decepcionado-. ¿Cómo queda en el ranking?
-Algo por debajo de ‘cariño’, infinitamente mejor que ‘cielo’.
-Habrá que seguir buscando.
-Creo que es el momento de que dejes lo de los sobrenombres cariñosos por imposible, porque no me va a gustar ninguno.
-Puedo encontrar cosas más humillantes que llamarte, así que harás bien en no cabrearme.
-¿Cosas como ‘bizcochito’ o ‘gordi?
-¿Eso te gusta más?
-Me parece sublime -ironizó-. Debería recomponer mi teléfono, ha sonado a llamada importante.
Seguía al pie del armario, en tres piezas. No era la primera vez que sufría esa fortuna, así que no era un tema demasiado preocupante.
Dan decidió que él se daría una ducha rápida antes de desayunar, y recordó que esa mañana María vendría a limpiar.
-¿Qué hora es?
Chuck miró su reloj después de volver a encajar la batería en el teléfono. Volvía a funcionar perfectamente.
-Las diez y media.
-¿Estás de coña? ¿Por qué me has despertado tan pronto?
-Tu concepto de lo que es pronto y tarde es fascinante, Humphrey.
Mientras él se duchaba, Chuck empezó a afeitarse. Era una de las pocas personas del mundo que seguían usando una brocha para la espuma. A Dan le encantaba, porque le parecía como de otro tiempo, como recién salido de Mad Men. Chuck le había regalado hace años una maquinilla eléctrica, porque nadie en el mundo se cortaba tanto como él afeitándose. No la usaba demasiado, normalmente prefería llevar barba de tres o cuatro días.
-¿Crees que debería afeitarme? -preguntó, al salir de la ducha, pasándose una mano por la barbilla.
-La verdad es que pinchas un poco -tuvo que reconocer Chuck.
-La última vez fue cuando quedamos a cenar con estos amigos tuyos…
-¿El viernes? -preguntó, con la espuma cubriéndole media cara como una esponjosa barba de Papá Noel.
-Eso creo.
-Aféitate. Una barba de tres días dice que eres rebelde y elegantemente descuidado. Una barba de una semana dice que vives bajo un puente.
Dan suspiró sonoramente, buscando la maquinilla en el cajón.
-Vale.
Chuck levantó la barbilla apara afeitarse bajo la línea de la mandíbula, y se rió casi sin querer.
-¿Sabes lo que no me importa que me llames?
-¿Hmm? -replicó Dan, tratando, sin éxito, de enchufar su maquinilla en la toma de la pared.
-‘Tío’.
Le miró, frunciendo el ceño como a cámara lenta.
-¿En serio?
-Lo haces de vez en cuando.
-Cuando me enfado.
-Y queda muy…
-¿Adolescente y carente de afecto? -sugirió.
-Iba a decir casual y sincero -le corrigió, arrancándole el cable de la mano y enchufándolo a la primera.
-Además de masculinizante. Como el pelo en el pecho.
-¿Qué pasaría si me lo afeitara? -preguntó tras un momento, y Dan no sabía si sólo planteaba un caso hipotético o si realmente se lo estaba pensando.
-No lo sé. ¿Qué pasaría si yo me cortara…? -trató de buscar algo, y se encontró en blanco-. Dime algo de mí que te guste.
-Tu sentido del humor.
-Algo físico.
-Tu cabeza.
-Joder, Chuck -se quejó, perdiendo la paciencia-. Eso lo necesito para vivir, la comparación no vale. Otra cosa.
-Tu nariz.
-Vale. ¿Qué pasaría si me cortara la nariz?
-¿Qué se te caerían las gafas?
-Oh, Dios mío -dijo, levantando ligeramente las cejas y cargado de ironía. Chuck se mordía la lengua para evitar reírse-. Oh, Dios, eres tan gracioso. No soy digno de ser el receptor de tus agudísimas bromas de niño de escuela primaria. ¿Cuándo se ha convertido mi vida en una telecomedia? ¿Cuándo me he ido a vivir con Chandler Bing?
-Te jode porque has caído.
-Háblale a la mano -dijo, poniéndole la palma abierta delante de la cara. No oyó la respuesta de Chuck, porque encendió la maquinilla y el zumbido constante ahogó su réplica. Pero le vio reír.
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Desayunaron café y tostadas mientras María fregaba los baños y planchaba camisas. Chuck tomaba un pequeño espresso con mucha azúcar, y Dan medio litro de café de émbolo, solo. Dan le había confesado hacía años que durante muchísimo tiempo no soportaba el sabor del café, pero lo tomaba solo porque creía que le daba un aire mucho más de escritor atormentado. La ley no escrita de los escritores era que debían de alimentarse de café y cigarrillos, pero él odiaba el tabaco, así que lo compensaba con más café. Lo había convertido casi en una droga, y se había convencido a sí mismo de que ese sabor amargo insoportable era lo mejor de este mundo. Además, en vez de tomar una pequeña taza de café muy concentrado, prefería el de émbolo, que era poco más que una infusión, así que tenía que tomarse tazas grandes como bañeras. Dan era una persona muy obstinada.
-¿Vas a venir conmigo a comprar el periódico?
Dan levantó la vista de su libro tras un segundo.
-Creo que voy a intentar trabajar.
-¿Estás inspirado?
-No especialmente, pero si no escribo un poco creo que acabaré por volarme la cabeza.
-No hagas eso.
A Chuck le parecía fascinante que sólo pudiera trabajar en determinadas condiciones. A él le tocaba hacerlo hiciera sol o lloviera, estuviera deprimido o eufórico, y Dan sólo era capaz de escribir cuando estaba en un estado de ánimo muy concreto, que ni siquiera se parecía a ninguno de esos. Tenía que estar un poco inquieto, un poco incómodo, un poco desencantado con el mundo. No podía evitar molestarse cuando Dan decía que estaba inspirado. Significaba que estaba haciendo algo mal.
-¿Has escrito algo nuevo desde la última vez que leí?
-He saltado al capítulo quince para escribir una escena de sexo.
-Eres un enfermo.
-No trates de fingir que no te encanta -replicó sonriendo con malicia.
Chuck chasqueó la lengua mientras se levantaba, dejando la servilleta de lino junto a su plato.
-¿Quieres que te traiga algo?
-El New Yorker, la Rolling Stone y el Poets&Writers, si eres tan amable.
-Lo de siempre.
-Sí.
-Vale, pues enseguida vuelvo -dijo, asegurándose de que llevaba las llaves.
-Dame un beso antes de irte.
-Voy a tardar dos minutos, Dan -se quejó, pero aún así se inclinó sobre su silla y depositó un casto beso en sus labios-. ¿Así vale?
-Espera, dame otro.