Siete piratas sobre el cofre del muerto.

Jun 21, 2007 13:48


Ya está aquí el primer crack!fic que llega a vuestras vidas. Tras el corte teneis esa historia que pidió janedoe1013 en la que Rupert es pirata y blablabla. No me enrollo. ¡Al abordaje!.

Nota: lo que sigue es rps y cualquier parecido entre la realidad y la ficción es pura coincidencia (excepto lo que no lo sea). Uso nombres de personas reales pero, seguramente, ellos no son así ni queriendo *giggles*.

Segunda nota: hay un montón de términos marineros en el fic. Por si teneis curiosidad por las partes de un barco siempre podeis consultar esta página. Y ahora si...

Capitán de Mar y Postres (o ese en el que Rupe es pirata).

Océano Atlántico, 22 º Norte, 61 º Oeste, cien millas al sur del Trópico de Cáncer.

Era una guardia tranquila en el alcazar. El teniente Radcliffe, segundo oficial del navío de línea Bellerophon, se apoyaba en la borda mirando la espuma que el casco del buque levantaba en su camino hacia la isla de Antigua. Era su primer viaje lejos de Inglaterra desde que le ascendieron y estaba ansioso por contemplar nuevas tierras.

- Parece distraído teniente.

La voz de una mujer le sobresaltó. Era raro llevar una mujer a bordo pero en este viaje contaban con la compañía de la señorita Watson, futura esposa del Almirante Felton, a quien debían conducir hasta Antigua donde desembarcaría para encontrarse con su prometido. Algunos de los marinos, muy supersticiosos, cuchicheaban por la presencia de la chica, que se paseaba por cubierta con sus vestidos almidonados de escotes pronunciados. Radcliffe, sin embargo, disfrutaba de su presencia pues ambos eran de edades y extracción social parecida y habían compartido interesantes conversaciones sobre la sociedad londinense. A la señorita Watson le gustaba hablar de la calidad de las telas de sus vestidos y al teniente Radcliffe, siempre ávido de conocimiento, le pareció útil aprender a distinguir entre los encajes de Chantilly o de Soutaché en los ratos muertos en alta mar.

- Buenas tardes, señorita Watson - dijo - ruego me perdone el que no la haya visto antes. Estaba ocupado pensando en la velocidad del buque. Me alegra comunicarle que, si se mantiene el viento, en dos días podrá desembarcar.

La joven pareció decepcionada durante un breve segundo.

- ¿Dos días? - preguntó - ¿significa eso que navegamos ya en aguas británicas?

- Lo haremos pronto.

- Entonces supongo que ya estaremos a salvo.

Radcliffe la miró extrañado - ¿a salvo?, ¿de qué?.

- De ese funesto pirata, por supuesto - contestó ella acelerando las palabras y moviendo ostensiblemente los brazos. El teniente había observado que movía los brazos como molinillos cuando se alteraba, lo que solía ocurrir cuando hablaban de sedas adamascadas - el Capitán Red o como le llamen, he oído que podría estar en estas aguas.

Soltó una carcajada que quedó abruptamente interrumpida al ver el ceño fruncido de la señorita Watson. Era un ceño fruncido que daba bastante miedo.

- Lo siento - se apresuró a decir - no me reía de usted. Es que ya no hay piratas en estas aguas desde hace más de cincuenta años. Me temo que el Capitán Red es un cuento que se les cuenta a los niños aún en Londres, pero nada más. No tiene nada que temer, créame.

- ¿Quiere decir que no nos encontraremos con un fiero pirata pelirrojo de ojos verdes y gesto hosco que es acompañado a todos lados por un loro verde y una tripulación fiel y pendenciera? - preguntó ella de corrido, un leve rubor asomando en su cara.

Radcliffe negó con la cabeza. Por alguna extraña razón la descripción del capitán le produjo un cosquilleo en los dedos de los pies. Seguramente le apretaba el calzado a causa del calor.

- Oh - dijo la señorita Watson, parecía aún más decepcionada que antes - que tonta he sido - añadió resignada.

Permanecieron callados, el rumor de las olas y el quejido del barco bajo sus pies. Atardecía cuando el serviola gritó.

- ¡Barco a sotavento!.

Océano Atlántico 22 º Norte, 61 º Oeste, cien millas y un puñado más al sur del trópico de Cáncer.

Fue una batalla rápida. De hecho, fue la batalla más rápida en la que el teniente Radcliffe había participado. Como un navío de su majestad como el Bellerophon, equipado con ochenta buenos cañones, sucumbió antes aquella fragata es algo que, por más que pensó más tarde, nunca fue capaz de explicar. Pero apenas dos horas después del grito del serviola el Bellerophon se encontraba preso del vaivén de las olas, sin timón y sin palo mayor y enarbolaba la bandera blanca en el trinquete. Es más, había sido abordado por piratas. Piratas de los de verdad, con sus parches en el ojo, su patas de palo y su manifiesta falta de higiene que, con toda la calma del mundo, desvalijaron el Bellerophon y raptaron a la señorita Watson, que pasó de una cubierta a otra gritando sin mucha convicción y exigiendo llevar consigo sus preciados baúles llenos de vestidos de organdí.

- Radcliffe, vaya con ella - le dijo el capitán Lewis, que aún mantenía su sombrero medio roto por la trifulca sobre la cabeza - asegúrese de que su virtud permanece intacta. No se preocupe, les rescataremos.

Y así fue como, ya entrada la noche, se encontró de pronto en la cubierta del barco pirata, rodeado por los baúles de la señorita Watson y viendo como el hueco entre ellos y el Bellerophon se agrandaba más y más. Recordó entonces que había olvidado su propio equipaje en el barco, lo cual incluía el ejemplar de La Enciclopedia, su querido violín y las partituras de Boccherini. Claro que, le pareció, llevarte tu propio equipaje al ser raptado por fieros piratas que no deberían existir en esta época, no debía de ser muy correcto. Suspiró y echó una mirada alrededor. La señorita Watson estaba sentada sobre uno de los baúles.

- Anímese - le dijo - nos rescatarán - titubeó - si me permite decírselo, señorita Watson, no creo que estos piratas se atrevan a acercarse a usted demasiado. Debo confesar que estoy impresionado: jamás había visto a una dama deshacerse de dos rufianes a puñetazos como hizo usted hace un rato.

Ella sonrió de lado y le chispearon los ojos con cierta maldad traviesa.

- ¿Sabe donde estamos, teniente Radcliffe?- preguntó.

La respuesta vino con la voz rota de un viejo pirata desdentado y sin afeitar.

- En el Brilliant - graznó con acento de uno de los peores barrios de Londres - y el Capitán Red quiere verles.

Mar Caribe, 18 º Norte, 80 º Oeste, más o menos a un paso de las Islas Caimán.

Ser rehén no era para nada lo que el teniente Radcliffe esperaba. Él había esperado grilletes y cadenas, ser encadenado a un remo y azotado hasta la extenuación, privado de comida y vilipendiado por los piratas. Desde luego no esperaba, en su quinto día como rehén, estar sentado en el alcázar del Brilliant bebiendo una limonada demasiado dulce para su gusto. En cubierta los piratas jugaban a la petanca.

El Capitán Red, a quien la primera noche había imaginado como un individuo despiadado y cruel había resultado ser… el Capitán Red, un tipo alto de anchas espaldas que lucía una coleta pelirroja y hablaba de forma pausada comiéndose la mitad de las frases (a menudo poco coherentes) que soltaba. Les asignó los mejores camarotes del barco asegurándoles que les trataría bien hasta cobrar el rescate que pensaba pedir por la señorita Watson. Bueno, en realidad, lo del rescate lo dijo su loro, Polly, porque el Capitán Red se limitó a mirarles con el ojo que no tenía tapado por el parche y decir

- Aehmm… está bien, si - mientras el bicho verde sobre su hombro chillaba “Galeones, Capitán, pidamos galeones, prrrrrr”.

Polly siempre acababa sus frases con un prrrrr. El capitán Red siempre las empezaba con un aehmmmm… Ciertamente, son muy complementarios, pensó el teniente Radcliffe el tercer día de su estancia en la Brilliant.

En general, los días en el barco discurrían tranquilos mientras navegaban hacia el oeste.

- ¿Cree que el Almirante Felton ya tendrá noticias de nuestro percance, teniente? - preguntó la señorita Watson que ese día iba vestida de verde con zapatos rojos. Radcliffe frunció el ceño, le dio otro sorbo a la limonada.

- Quizá lo sepa desde hace un par de días - concluyó - tres días para que la Bellerophon pudiese llegar maltrecha como estaba a puerto. Un día para preparar la Acheon, es le barco más rápido de la Armada, y venir en su busca. En menos de cuatro días nos habrá dado alcance.

A sus espaldas se oyó una risa ahogada. Se dio la vuelta. El capitán Red estaba en el timón y había oído su conversación. Radcliffe siguió hablando, esta vez más alto. No quería ser descortés, pero quería dejar las cosas en su sitio.

- Cuando la Acheon nos de alcance, mandará este paquebote al fondo del mar- casi gritó - claro que previamente nos rescatará, señorita Watson, no se preocupe- añadió hablando más deprisa.

Carcajadas. El capitán Red, cogido al timón todavía, se reía a carcajadas. La señorita Watson dejó escapar una risita pero mantuvo la compostura. El teniente Radcliffe tuvo que reconocer que la risa, al menos, era contagiosa.

- Ningún barco es más rápido que la Brilliant - dijo al fin el Capitán Red - nunca nos alcanzarán.

- ¡Os perseguirán por los sietes mares si es necesario!.

El Capitán pareció complacido con esa idea. Sonrió perezosamente, su único ojo chispeó, era de un azul brillante, como el mar en las playas coralinas.

- Los siete mares - murmuró - eso si que sería genial.

Mar Caribe, 12 º Norte, 67 º Oeste, navegando entre las Antillas holandesas.

- Un lazo de seda azul, teniente, eso es lo que necesita el capitán para su coleta, ¿no cree que estaría mucho más guapo con uno? - la señorita Watson hipó. El jerez no le sentaba nada bien.

Estaban sentados en la cabina del capitán, esperando a que este llegase para comenzar la cena. Era una costumbre, la de cenar juntos, que habían adquirido en las últimas dos semanas.

- Bueno… - tartamudeó Radcliffe, no era mala idea, azul con naranja.

- Decidido, creo que tengo uno en mi baúl- sentenció la señorita Watson.

Hacía tres semanas que esperaban, inútilmente empezaba a sospechar Radcliffe, ser rescatados. A decir verdad, en cierto modo se habían dado por vencidos, y ya no recordaban muy bien como era la vida fuera de la Brilliant donde el tiempo parecía transcurrir despacio y las velas se remendaban con telas de colores brillantes.

Hubo un pequeño revuelo a la entrada de la cabina que les hizo levantar la cabeza de los platos: el capitán Red acababa de darse un buen coscorrón contra el dintel de la puerta. A veces se le olvidaba agacharse para pasar. Pero no fue eso lo que más les llamó la atención sino el hecho de que el parche que hasta media hora antes tapaba su ojo derecho había desaparecido. Sin embargo el capitán, ajeno a que había recuperado la visión milagrosamente en su maltrecho ojo, se sentó a la mesa como si nada y se dispuso a servirse un buen trozo de pastel de riñones. Radcliffe no pudo dejar de notar que el flequillo le caía sobre los ojos y le daba aspecto de un perro de lanas pelirrojo.

- Capitán Red - dijo al fin con timidez la señorita Watson - su parche…

- ¿Hum? - constestó el capitán con la boca llena.

- Bueno - siguió la joven - no está.

- Ah, eso - dijo Red con ligeraza mientras se chupaba un pulgar - me lo he quitado.

- ¿Quiere decir…? - tanteó Radcliffe colocando cuidadosamente su servilleta sobre las rodillas por enésima vez - ¿quiere decir que no lo necesita?.

El capitán le miró como si fuese estúpido.

- No.

- ¿Y por qué lo lleva? - insistió temiendo ser descortés.

- Es divertido - dijo el pelirrojo encogiéndose de hombros - además, se supone que los piratas lo llevan, así que a veces me lo pongo. Pero veo bien con mis dos ojos, no voy a llevarlo siempre, ¿no?.

Era lógico. Absurdo, pero lógico.

- No, claro que no - dijo el teniente - por supuesto que no.

La señorita Watson, al otro lado de la mesa, parecía exultante. Hipo otra vez - el jerez - antes de exclamar.

- ¡Ahora si, capitán, ahora si que le buscaré ese lazo de seda azul! -se le escapó un pequeño suspiro - hará juego con sus ojos.

Océano Atlántico, sobre el Ecuador, 40 º Oeste.

Siguieron navegando rumbo al este. Pasaron frente a Caracas y cortaron Trinidad y Tobago por la mitad dejando atrás las aguas luminosas del Caribe mientras bordeaban la costa de América del Sur. La velocidad de la Brilliant no varió. Ya podían llevar desplegada la mayor y la gavia, la sobremesana y el trinquete, el velacho y la cangreja que la velocidad de la nave se mantenía constante y firme, los vientos casi siempre de popa. Al Capitán Red navegar bien o mal no parecía importarle en absoluto. A decir verdad, siempre navegaba bien. Aparecía en cubierta con las ocho campanadas de la guardia de la mañana, olfateaba el aire un momento y decía

- Aemmmh, si.

Y eso significaba que estaba contento con el rumbo.

Al teniente Radcliffe, que había encontrado un sextante roñoso bajo una de las abrazaderas de proa y se afanaba intentando determinar su posición cada mediodía, todo aquello le resultaba cuando menos raro.

- Ah, así que le habéis encontrado una utilidad a ese chisme - dijo el Capitán Red aquella tarde que le encontró junto al bauprés, trasteando con el sextante. El teniente Radcliffe puso unos ojos como platos. Resultó que aquel tipo no había utilizado un sextante en su vida.

- Lo cogimos prestado de un barco francés hace tiempo ya - le aclaró - creía que servía para pelar ajos o algo así. Los franceses son muy raros.

La sospecha que había ido tomando forma en su mente las últimas semanas se confirmaba ahora: era difícil que la Brilliant siguiera una ruta establecida, que se dirigiese a algún lado. Al teniente Radcliffe el estómago le hizo un nudo pero reunió el valor para preguntar

- ¿Pero como sabe entonces que rumbo tomar?, ¿dónde estamos?.

Red le miró como si de repente él fuera un francés.

- ¿Importa eso? - soltó - unos días me apetece ir a estribor, otros a babor. Si hace un día radiante recogemos las velas y quedamos al pairo. Quien sabe, quizá en algún momento nos encontremos al kraken, por dios, me encantaría ver al kraken, ¿a usted no?.

No dijo ni que si ni que no. Ni siquiera dijo que con toda probabilidad el kraken no existía y, en caso de existir, encontrarse con él era la última cosa que deseaba hacer en esta vida. Probablemente, encontrarse con el kraken sería la última cosa que hiciese en esta vida, literalmente. Se limitó a seguir respirando y a hacerse a la idea de que navegaba en un barco gobernado por un loco y la Acheon no iba a encontrarles jamás. Lo único bueno de todo aquello (al teniente Radcliffe le gustaba ver lo bueno de las cosas) era que conocería mundo. ¿No se había alistado en la marina para eso?.

Suspiró resignado.

- Radcliffe - la voz del capitán le sacó de su estupor, era una voz bonita, profunda como las fosas de los océanos - ¿cree que debería pintar el palo del bauprés de verde brillante?, y quizá tallarle una cabeza de serpiente marina, parecería que navegamos sobre un dragón.

Océano Atlántico, 2º Norte, 3º Este, cerca del Golfo de Guinea.

Nada como una travesía transoceánica para unir a tres personas en un barco. Mientras surcaban el atlántico el teniente Radcliffe, la señorita Watson y el capitán Red se había hecho inseparables. Ya fuese a primera hora de la mañana en cubierta, durante la calma del mediodía en proa viendo como las olas salpicaban el casco o en las largas sobremesas en la cabina del capitán tras la cena siempre estaban juntos y riendo. Las delirantes historias del capitán, aquella sobre las ballenas rosas o esa vez en que navegó en el los mares helados del norte porque le apetecía un granizado o esa otra sobre el pollo-diablo en una isla del Pacífico les hacían saltar las lagrimas de la risa. No es que el capitán fuese un gran narrador, a decir verdad, sus historias facheaban, orzaban, viraban y naufragaban en un mar de hum y aehmm, y era Radcliffe quien, con el paso del tiempo, fue aprendiéndoselas de memoria y le ayudaba a mantener el hilo (Oh, sucedió en el Mar del Japón, ¿verdad?, Ah, esto fue cerca de las Islas Mauricio, ¿y que me dice de aquella vez en Calcuta que…?) como si él hubiese sido el protagonista. A la señorita Watson - Emma, por favor Radcliffe, llámeme Emma, había dicho dos semanas atrás - le brillaban los ojos cuando oía esas historias y si hablaba con el teniente a solas siempre se refería al capitán como nuestro querido Red.

Efectivamente, debe de ser muy querido, pensó Radcliffe la mañana que despertó antes de tiempo y al salir de su camarote para dirigirse a cubierta, sorprendió a Emma abandonando furtivamente la cabina del capitán.
- Dan - dijo, le llamaba por su nombre de pila desde que ella había solicitado ser Emma - no piense usted mal: anoche me olvidé mi bolso después de la cena y he venido a buscarlo.

Pero no había ningún bolso, tenía las mejillas arreboladas y su peinado de la noche anterior se sujetaba de forma precaria en la cabeza a punto de, como quien dice, dar una guiñada a estribor y caerle desparramado sobre un hombro.

Estaban en mitad del atlántico y Dan pasó un día melancólico pensando en como había fallado protegiendo a la prometida del almirante Felton pero, sobretodo, molesto porque, subido a la gavia mayor como estaba aquella mañana, podía observar como el capitán y Emma cuchicheaban junto al timón. Red llevaba siempre el lazo de seda azul que ella le había regalado y se paseaba por la cubierta con las mangas de la camisa remangadas hasta el codo.

- ¡¿Rupert?! - Emma estalló en una carcajada burbujeante.

- Rupert Alexander Lloyd de Hertfordshire, prrrrrrrrr - graznó Polly, balanceándose por encima de la cabeza del capitán en uno de los flechastes de babor.

El capitán Red acababa de confesarles su verdadero nombre. Es lo justo, había dicho cuando les oyó llamarse por el nombre el de pila.

- Tampoco es tan horrible - gruñó.

Dan estuvo de acuerdo. Últimamente nada que concerniese al capitán le parecía horrible, ni siquiera lo de aquel barco que habían desvalijado (por fortuna sin bajas) la semana anterior.

- ¡Rupert! - Emma todavía se reía entre dientes, sujetándose a un rollo de cuerdas - está bien, está bien, ya que usted ha confesado yo confesaré algo.

Los dos hombres se quedaron expectantes. Ella tomó aire.

- No quiero casarme con el almirante Felton - dijo de corrido.

Rupert sonrió satisfecho. Dan pensó en el consejo de guerra que le esperaba en Londres.

- De hecho - Emma prosiguió - lo que en realidad me gustaría sería tener mi propio espectáculo de danzas exóticas.

- ¿Solo eso? - preguntó Rupert como si lo que ella acabase de decir no condenase a Dan a la horca con seguridad.

- Solo eso - contestó ella.

El capitán les dio la espalda un segundo.

- ¡Virar a estribor! - gritó a los marineros.

Tierra firme. Isla Tortuga.

Dos semanas en isla Tortuga fueron todo lo que Emma necesitó para hacerse con su propio espectáculo de bailes exóticos en el que el número principal era su interpretación de la danza del vientre con gran movimiento de brazos. Dos semanas y los piratas que poblaban y vandalizaban la isla caían rendidos a sus pies cuando les miraba de manera seductora. La mirada seductora, que pasó horas ensayando en el viaje de regreso al Caribe cuando se enteró de que Rupert renunciaba a su rescate para que cumpliese sus sueños, a Dan le parecía más bien aterradora pero le dio miedo decirlo. La había visto pegar puñetazos antes, muchas gracias.

Los días en tierra fueron divertidos. Todo los habitantes de la isla conocían a Rupert y al menos nadie les atracó aunque a Dan le cobraron un precio desorbitante por los zapatos de hebillas brillantes que compró junto a un sombrero de fieltro negro que encontró algo soso. Rupert no le había dejado bajar del barco con su ropa de marino “no a no ser que quieras que te den una paliza”. Por desgracia en Isla Tortuga no se vendían libros y Dan recordó amargamente su ejemplar de La Enciclopedia olvidado en la Bellerophon y como su plan de instruirse a si mismo a través de la lectura a pesar de estar en alta mar había fracasado.

Una vez que se hizo famosa, Emma adquirió una casa en la parte alta de la isla. Había sido construida por los españoles y tenía palmeras a la entrada. Fue en la fiesta de inauguración de la misma (muy íntima, les dijo Emma, apenas cien invitados) cuando el capitán Rupert anunció que se hacía de nuevo a la mar. Dan acababa de volver de la pista de baile, se tenía por un buen bailarín.

- Bailáis la gavota como un pato mareado - le había dicho Emma.

- Es porque llevo muchos meses en alta mar, cuesta acostumbrarse a tener suelo firme bajo los pies - se defendió él.

- Levaré anclas mañana al amanecer - dijo Rupert.

Los tres se quedaron callados. Dan zozobraba pero los zapatos de hebillas brillantes le mantuvieron en pie. Se había acostumbrado al capitán, incluso podría decir que le apreciaba. Le entristecía tener que quedarse en tierra y, además, todavía no había visto suficiente mundo.

- ¿Hacia donde os dirigiréis? - preguntó tímidamente.

Rupert se encogió de hombros.

- No se, hacia donde sople el viento. Tal vez al sur, siempre he querido saber que se siente al caminar cabeza abajo y dicen que han visto al Kraken por allí - hizo una pausa, como pensando algo - seguís teniendo un sitio en la Brilliant, si queréis, pero quizá preferís regresar a Inglaterra.

Dan lo pensó durante un segundo. Pensó en el consejo de guerra en el Almirantazgo y su salida de la marina por la puerta de atrás. Pensó en el resto de sus días en la sombrerería de señoras que su tío abuelo tenía en Bond Street. Pensó en la brisa marina y la Brilliant al atardecer, cuando Rupert sacaba el catalejo y oteaba el horizonte, el pelo más rojo que a cualquier otra hora del día. No le disgustaban los sombreros de señora, pero el último plan vital le pareció más interesante. Que demonios.

Levaron anclas a la mañana siguiente, tal como habían dicho. Emma fue a despedirles al puerto agitando un pañuelo blanco de encajes. Soplaba un viento fuerte que hinchó todas las velas de la nave. La cangreja era de rayas amarillas, como el oro.

Océano Índico, 20 º Sur, 50 º Este, frente a las costas de Madagascar.

Era finales de otoño cuando la Brilliant dejó atrás Tortuga y navegó hacia el sur, contorneando la costa de América antes de atravesar el atlántico. En algún lugar cercano al amazonas Dan compró a los indios que acudieron en canoas al barco una bonita pluma para adornar su soso sombrero de fieltro negro. Había pertenecido a un ave del paraíso y tenía todos los colores del arco iris. Rupert rió entre dientes.

- Quien lo diría, teniente - le dijo. Estaban de nuevo en el Golfo de Guinea. Era enero pero en esa latitud hacía tanto calor como en agosto.

Tardaron casi tres semanas en doblar el cabo de Buena Esperanza donde los vientos soplaban fuertes y las olas tenían la altura de montañas. La Brilliant resistió con orgullo dos tormentas que habrían acabado con muchos barcos y salió casi indemne excepto por la botavara, que se partió en dos como si fuera de papel en una ráfaga violenta. De nuevo navegando hacia el norte, aprovecharon el mar más calmado para reparar el barco, con las velas al pairo cerca de Madagascar.

Fue entonces, quizá por la inactividad, quizá porque los días en Tortuga se lo habían recordado, cuando Dan comenzó a echar de menos la música. Y no era porque los marinos no cantasen cada noche sus tonadas preferidas, como esa de las chicas españolas y aquella otra que hablaba de un cerdo y una partida de cartas. No, Dan echaba de menos su música, el violín con el que se había quedado la armada (en sus peores momentos pensaba amargamente como lo habrían subastado entre los infantes de marina), apoyar la barbilla sobre la caja y sentir como vibraba al rozar las cuerdas con el arco, sus partituras de Bocherini y Locatelli. ¿Qué nuevas piezas no conocería todavía que ya eran famosas en los salones de Londres?. Así que comenzó a ensayar, sin instrumento, adoptaba la postura y movía un arco imaginario arriba y abajo, tarareando las melodías, despacio en los andantes, con gracia en los allegrettos. Estaba en mitad de un minuet muy vivaz, cuando Rupert entró en la cabina y se quedó paralizado en la puerta.

- ¿Qué hacéis?

Dan se recompuso, el minuet quedó truncado en alguna parte de su mente.

- Toco el violín

Rupert levantó una ceja

- ¿De aire?

Carraspeó, puso su mejor cara de dignidad y murmuró

- Si.

- Oh, está bien - no había nada, por raro que fuera, que no estuviera bien para Rupert - pero por si un día os cansáis de tocar el aire, hay un violín en la bodega. Se lo quitamos a los mismos franceses del chisme ese, portante o como se diga.

No había acabado de hablar y Dan ya corría hacia la bodega. Un violín, ¡un violín!, la Brilliant era sin duda el mejor de los barcos, por muy bien que se lo conociese, siempre guardaba tesoros escondidos.

Mar Arábigo, 13 º Norte, 75 º Este, Costa de Malabar.

Calma chicha. Calor infernal. Desde tierra a la cubierta del barco llegaban olores imposibles y perezosos, mezclas de especias que Dan no era capaz de identificar. Esta parte del mundo, pensó, huele distinta.

- Esto es lo mejor de navegar - dijo en voz alta.

Rupert abrió un ojo. Primera hora de la tarde y se resguardaban del sol en una de las pocas sombras de cubierta, bajo el palo mayor, donde el capitán había colgado su coy atándolo a uno de los obenques y aparentaba dormir la siesta.

- ¿Qué es lo mejor de navegar? - preguntó.

- Esto - Dan hizo un gesto hacia la costa que tenían a babor - ver nuevas tierras, u olerlas, en este caso.

- ¡Eso no es lo mejor de navegar! - exclamó Rupert, casi ofendido - lo mejor de navegar es la ausencia de verduras.

- ¿Cómo? - Dan creía no haber oído bien, esa mañana habían estado probando los cañones de estribor y temía haberse quedado sordo con tanto bullicio.

- La ausencia de verduras - dijo Rupert como si fuese lo más obvio del mundo - no aguantan en la bodega ni dos semanas. Si no las hay, no puedes comerlas. Adiós a las acelgas y las coles de Bruselas.

- Pero… - balbuceó Dan, pensando, entre otras cosas, en el escorbuto.

- Adiós a las alcachofas, los pepinos y los guisantes - tarareó el capitán.

- Los guisantes no son una verdura - puntualizó Dan. Rupert le miró de abajo a arriba- son una legumbre - prosiguió - así los ha catalogado Linneo.

- ¿Quién?

- Es un naturalista sueco.

- Los suecos están locos. Viven en la nieve.

Dan puso los ojos en blanco. La Brilliant sería el polo, entonces. Intentó olvidarse de la conversación y cogió el violín, no se separaba de él desde que lo encontró en la bodega, metido en una caja de balas de cañón. Atacó con fuerza algo de Haydn.

- Demonios- gruñó Rupert - otra vez esa música.

Dan hizo oídos sordos y siguió tocando aunque cambió el brío a un andante maestoso. Poco tiempo después el pelirrojo roncaba. Un leve viento agitó el coy. Era el primero que soplaba en dos semanas pero nadie le despertó.

Mar de Célebes, 5 º Norte, 121 º Este, junto a Borneo.

Navegaban en un mar de islas. Pequeñas, grandes, medianas, alargadas o redondas, llenas de picachos abruptos o comidas por una vegetación salvaje. En algunas había montañas que escupían fuego. En otras marismas impenetrables. Dan había encontrado unas cartas marinas en la cabina del capitán, calzando una mesa coja. Había tantas islas, tantas porciones de tierra que no era capaz de localizar en el mapa, que vivía atosigado por la idea de perderse. Durantes las noches, se sentaba en la cabina y las estudiaba, medía las latitudes con un compás y siempre acababa pinchándose en los dedos cuando la luz anaranjada de las velas menguaba y sacaba sombras de todos los rincones.

A Rupert, sin embargo, la idea de navegar de isla en isla le entusiasmaba. ¿Qué importa el mapa?, había dicho un día que Dan estaba especialmente alterado, es divertido. Y por un segundo era fácil creerle en su razonamiento, cuando se apoyaba en la borda y miraba complacido al horizonte, media sonrisa en los labios. Dan sentía un escalofrío en la espalda, quizá estaba sucumbiendo a algún tipo desconocido de fiebres.

- Mañana desembarcaremos allí - Rupert apuntaba con el dedo índice, se distinguía una isla pequeña, como una mota de polvo, en la lejanía - y comeremos ostras.

Le brillaban los ojos. Ese día eran verdes, como las aguas por las que navegaban. Dan no tuvo valor para confesarle que él prefería los mejillones.

Mar del Coral, 20 º Sur, 150 º Este. Terra Australis, la llamaban.

Si algún día Dan regresaba a Londres tenía planeado escribir una memoria de sus viajes. Claro que, pensaba, tendría que publicar un pequeño diccionario de acompañamiento para que sus lectores descifrasen el vocabulario del capitán Rupert. Por ejemplo, sabría explicarles que la costa de Nueva Gales del Sur estaba llena de corales y el mar refulgía de puro azul, que era difícil navegar en aquellas aguas sin que el barco embarrancase y que a veces se topaban con islas de arena blanca y fina, llenas de palmeras. ¿Pero como decirles que cuando el capitán divisaba una bramaba “quítense el pijama, vamos a nadar” y eso significaba que había que despojarse de las ropas, de todas las ropas, que él llamaba pijamas y zambullirse de cabeza en el agua?. Sería difícil. Pijama era ropa, chisme era cualquier cosa que tuviese a mano, ahemmm podría significar ¿cómo estás? o que buen día hace o largad la vela mayor y el foque.

Recopilaba palabras para su futuro diccionario en aquella playa del extremo del mundo donde estaban tirados al sol y desnudos después de haber nadado hasta allí desde el barco. Rupert había ganado, tenía espaldas anchas como un océano y cada brazada suya equivalía a tres de Dan.

- Debo felicitarle capitán - dijo - esta idea suya de anclar el barco y nadar, cada vez que ocurre, eleva la moral de la tripulación. Deberían hacer esto en la armada.

Rupert apartó la mirada del hoyo que estaba excavando en la arena, a saber con qué propósito.

- Nadar no les eleva la moral. El postre lo hace.

- ¿El postre? - a veces a Dan le daba miedo preguntar.

- El pudding, claro, es el método más eficaz contra los motines. Siempre pudding, uno distinto cada día. Y los domingos, ración doble.

Dos años navegando juntos y nunca había reparado en que le postre no había faltado ni un día en la mesa del capitán.

- ¿Cuánto miel lleva la bodega de la Brilliant? - pensó en voz alta.

Oyó a Rupert reírse.

- Amigo mío - dijo y sonó de la más natural - piense que tiraría al mar todos los tesoros del caribe para hacerle sitio en la bodega a la miel si me viera en el brete de tener que decidir entre las riquezas o el postre.

Dan le miró durante un rato largo que duró una eternidad. Vio el pelo granate goteando agua sobre los hombros, la piel ligeramente tostada (la suya empezaba a ponerse roja) las cejas casi invisibles y cierta sombra de barba pelirroja en el mentón. Sonreía de oreja a oreja y tenía los ojos de un gris intenso. Pensó en los botines de la armada y los tesoros escondidos de los piratas y por fin lo entendió, lo entendió todo, la ausencia de mapas, sentido y cordura. Entendió que la mayoría de los hombres navegan para ser ricos pero pocos lo hacen para ser felices. Así que se tumbó sobre la arena y miró al cielo.

- Capitán - dijo - aquella nube, ¿no parece el kraken?.

- Aemmmh - contestó Rupert.

Epílogo. Mar Egeo 42 º Norte, 28º Este. El lugar donde se encuentran dos mundos.

Tres años, siete meses y ocho días después de su partida desembarcaron de nuevo en Isla Tortuga. Lo primero que llamó la atención de Dan en el puerto fue el mascarón de proa del Acheon, colocado como trofeo en una de las tabernas más concurridas.

- Tuve que echar a ese pesado de Felton de aquí a cañonazos - les contó Emma cuando se sentaron con ella a tomar el té en el porche de su casa, bajo las palmeras. Eso había sido el año anterior, mientras Dan y Rupert surcaban el Pacífico de un lado a otro.

Después les dijo que si pensaban embarcarse otra vez, de ninguna manera iban a dejarla en tierra. Se había cansado de lo de ser la más deseada de Isla Tortuga. Que baile otra, soltó, yo lo que ahora quiero es ver Europa.

A Rupert, como siempre, le pareció bien.

- Me gusta subir aquí - dijo Dan - hay buenas vistas.

Estaban sentados en el mastelerillo de proa, los pies colgando en el vacío y la cubierta de la nave veinte metros más abajo.

- Los marineros parecen hormigas - observó Rupert.

- Cierto - titubeó antes de decirlo, pero que demonios - también me gusta porque me siento más alto. No es que crea que soy bajito…

Pero Rupert ya es estaba riendo con ganas. Le temblaba el pecho y tuvo que sujetarse a un estay para no caer, lloraba de la risa.

- No es que sea bajito, Dan - logró articular - es que es como uno de esos pigmeos.

- ¡Eh!- chilló el antiguo teniente, pero fue un eh varios tonos más agudo de lo deseable.

- Bueno - Rupert estaba empezando a recuperar la compostura - estamos en paz, una vez me dijisteis que tenía cara de rana.

Lo había hecho. En su segundo día en la Brilliant, para ser concreto, pero después de decirlo sopesó durante tres días si escribir una nota de disculpa por aquello, una cosa era ser rehén de un pirata y otra un maleducado.

- Oh, pero eso fue durante mi fase horrible - se excusó.

Desde cubierta les llegó la voz de Emma. Chillaba algo a alguno de los marineros. Estaba empezando a atardecer.

- Habrá que bajar - dijo Rupert.

- Si - contestó Dan.

Ninguno de los dos se movió. La puesta de sol hacía brillar el mar ante ellos, le sacaba tonos de color rojo fuego que rivalizaban con el pelo del capitán.

- Fíjese - dijo Dan, y señaló hacia estribor primero y luego a babor - tenemos Asia a un lado y al otro Europa.

- Aha - murmuró Rupert sin mucho convencimiento, tal vez temía otra lección de geografía que no llegó.

Tardaron un rato más en bajar. Para entontes, frente a ellos, brillaban ya con la última luz de la tarde los minaretes de las mezquitas de Estambul.

fin.

crack!fic

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