Título: El ángel de azúcar
Autor:
shioritaFandom: FO
Personaje/Pairing/Grupo: -
Rating: PG
Resumen: Existe la falsa idea de que los ángeles de la guarda están ahí para cuidarnos, cuando en realidad sólo nos vigilan para ver si en algún momento tienen que castigarnos.
Advertencias:
Especial de Navidad: Prompt #4
Nota de Autor: Forma parte de la colección: "Mis cuentos fantásticos".
Las navidades eran la época favorita de Lucía y Raúl. Solían quedar para dar una vuelta por los puestos de la plaza y cerrar la tarde en uno de los cafés del centro. Combatían el frío del invierno con paseos al pasado, donde rememoraban los regalos que se habían hecho durante aquellos años. Uno de los presentes que más ilusión le había hecho a Raúl fue la estatuilla de un ángel de azúcar que Lucía le había comprado en una de las ciudades en las que estuvo trabajando durante el otoño, muy lejos de casa. La figura, de una blancura tan hermosa que daba miedo, venía rodeada de un aura que le impidió a Raúl tocarla. Se quedó en la repisa del televisor hasta que, en un descuido, Carlos, su sobrino más pequeño la tiró mientras corría por el salón. Después de lamentarse, procedieron a romperla en cachitos más pequeños y repartirla entre los comensales.
Así que cuando aquel día de la navidad de 1998, encontraron un puesto lleno de figuras de azúcar, Raúl no cabía en sí de gozo. Miró las estatuillas de dulces que descansabn sobre la tela carmesí y que observaban fijamente a los viandantes con la misma fijación como si supieran algo sobre ellos. En aquel momento, detrás del puesto sólo había un niño, de ojos claros y piel pecosa que cambiaba su peso de una pierna a otra, aburrido. Cuando Lucía le preguntó sobre cuánto valían aquellas figuritas, el niño titubeó y posó la mirada en una de ellas. Después de un silencio que suscitó cierto receló en Raúl, pues sintió que el mundo tras su espalda contenía el aliento, el niño respondió que si escogían uno de los angelitos de doce euros se podían llevar a la señora de las castañas por el mismo precio. Ante esto, Lucía abrió el monedero y le dio un segundo ángel a Raúl.
-Avísame si también te vas a comer éste; y tengo que volver a guardarte de todos los males.
Raúl intentó sonreír guardando con delicadeza el regalo en una de las bolsas de navidad. De haberse atrevido, le hubiera pedido a Lucía la figura de la vieja asando castañas, pero se contuvo. Su único argumento es que aquel angelito le daba mal rollo, quizás porque de pronto sospechaba que estaba enterado de lo que le había ocurrido a su hermano y decidía vengarse. El pensamiento era tan absurdo que lo deshechó en cuanto empezaron a andar; y decidió seguir contándole a Lucía los planes que tenía para esa nochebuena.
Su ex mujer había decidido que aquella navidad la iban a pasar juntos, pues la madre de Raúl estaba disfrutando de los últimos días que el médico le había dicho que le quedaban, y quería ver a sus nietos. Irían todos a la casa de piedra que tenían en el pueblo, y Raúl tenía que ir un día antes para adecentarla y calentarla. A Lucía le encantaba aquella casa, pues había crecido recorriendo los pasillos y las puertas que actualmente permanecían cerradas a cal y canto para que los niños no se perdieran por ellas y acabaran heridos. Así que le prometió que iría con él y le ayudaría.
El día anterior a Nochebuena, Lucía entró en aquel viejo mausoleo y colocó las dos figuras de azúcar encima del armario que había entre el reloj de péndulo y el cuadro de la virgen. Desde esa posición, los ojos de azúcar vieron cómo los dos viejos amigos limpiaban las telarañas y borraban las huellas del tiempo que se había instalado allí a vivir. A eso de las tres y media de la tarde, mientras estaban tirados en el sofá haciendo la digestión, sonó el móvil. Lucía se acercó a cogerlo pero extrañada miró la pantalla.
-¿Quién es Águeda?
Raúl no pudo evitar reírse y tomó el celular de las manos de su amiga.
-¿Águeda? Sí. Sí, está todo casi preparado. Queda poner los colchones arriba, pero la casa ya empieza a cooger calor. ¿Directamente? Pensaba... Sara viene con mi madre y los niños, ya le dije a Alberto que pasara a por vosotros. ¿Francisco? Oh, bien, sí. -Se detuvo un momento mirando a Lucía y asintió -. Puede, aún no lo sé. Te digo luego.
Colgó el teléfono con una pregunta en los labios, pero cuando se giró a Lucía para decírsela, lamirada de ésta le detuvo.
-¿Quién es Águeda? -Repitió, y por el tono que utilizó Raúl se dio cuenta de que no estaba bromeando.
-Mi ex mujer. Lucía...
-Ah, ¿y desde cuando estás tú casado?
Raúl la miró sin comprender. Conocía a Lucía desde que ambos eran unos niños, siempre habían estado juntos, siempre habían sido como dos hermanos. De hecho, se llevaba mejor con Lucía que con Sara, su propia hermana, y la primera había sido cómplice de todos los secretos que podía recordar y alguno más que probablemente ella adivinó.
-Lucía, ¿estás bien?
-Me voy arriba. -Respondió ella antes de salir del salón.
Raúl pensó en seguirla pero le extrañó tanto su comportamiento que decidió seguir con la tarea que tenía entre manos. Después de arreglar los dormitorios donde dormirían sus sobrinos y de limpiar con ahínco la cocina y el pozo, se decidió a ir en busca de Lucía. Llevaba sin verla desde la tres de la tarde y no la encontraba por ninguna parte. El auto en el que habían venido juntos seguía ahí, así que imaginó que Lucía había vuelto a la casa de sus padres, situada en la otra punta del pueblo, cerca del molino.
Como la noche se acercaba y no había mucho que hacer allí, tomó una manta, un libro y encendió la radio del móvil. La suave melodía que emanaba del aparato fue inundando la habitación, hasta que le entró el sopor y Raúl se durmió. En un momento dado de la noche le despertó un repiqueteo crispado. Parecía venir de muy cerca pero no estaba en esa habitación, así que se levantó y se acercó a la puerta. No necesitaba encender la luz, pues podía caminar a oscuras por esa casa que había visitado tantas veces en sueños. En la cocina, la sartén bailoteaba sobre un anillo de fuego azul.
-¿Lucía? ¿Eres tú?
En ese momento, toda actividad cesó y aunque Raúl se acercó a la sartén, descubrió que no había rastro de fuego y que esta estaba frío. Tomó las castañas que parecían bien hechas de ella y se las comió, aconsejándose a sí mismo volver al sofá.
A la mañana siguiente, los niños llegaron alborotando todo. Cuando Carlos descubrió que el tío Raúl tenía otro angelito de azúcar le preguntó si era para él. Raúl sintió como un escalofrío le recorría la espalda y decidió esconder la figurita. Madre mía, ¿por qué había aceptado el regalo? Tenía que haber sido valiente y decirle a Lucía lo que pensaba, estaba segura de que ella no se hubiera burlado de él: le quería demasiado. Pensar en ello, le hizo acordarse de la conversación con ella y deseó buscarla para hablar con ella de nuevo. Pero el ajetreo de la navidad se lo impidió durante largo rato. Para cuando encontró un hueco, ya se repartían los dulces en la mesa y los niños estaban abriendo sus regalos.
-Mira mamá, mira que me ha traído el tío Raúl -oyó que le decía Carlos a Sara. Su hermana cogió la figurilla de azúcar y le dio su aprobación -. ¿No prefieres guardarla en lugar de comértela?
-Tienes que decirme de dónde sacas esas figuras -le dijo Francisco con una sonrisa. Era un hombre tan agradable que a veces Raúl se olvidaba de que sus hijos pasaban tanto tiempo con él que a veces se les escapaba llamarle papá. -La última vez fue un ángel, ¿verdad?
Raúl se extrañó preguntándose de qué figura estarían hablando. Si Lucía no se había llevado su figurita, ¿significaba que seguía en la casa? ¿O que se había olvidado de ella igual que se olvidó de Águeda?
-La verdad es que tiene un rostro muy bonito, aunque me recuerda a alguien. -Comentó su hermana mientras la figura daba vueltas en sus dedos.
-Será una cara común. O a lo mejor es la señora de las castañas de la puerta del teatro -le dijo su marido -, siempre que pasas le pides un cucurucho.
-A ver, pásamela -le pidió su madre, con ligero interés sobre el tema.
Alargó el brazo para cogerla y en ese momento Raúl supo qué iba a pasar. Lo supo al ver el esfuerzo en el rostro de su madre, al ver cómo su hermana se levantaba sin mirar al suelo, donde se amontonaban los juguetes de los niñso, al ver cómo sus hijos y sus sobrinos jugaban a pillarse entre las mesas y las sillas del salón. Y según lo supo, se levantó, movido por un resorte que le susurraba, como un secreto, porqué a su familia le sonaba tanto el rostro de aquella figura.
Cuando la mañana de navidad le despertó, vio los restos de azúcar en un pequeño plato de postre, un par de castañas asadas y la mirada del ángel de azúcar observándole detenidamente. Ahora, más que nunca, deseaba escapar de aquellos ojos blancos y vacíos, y a la vez, quedarse para siempre junto a él, pues todo lo que le quedaba de Lucía se encontraba allí.