Hold on and never let me go [Ficción Original] Los cuervos de Santa

Dec 13, 2012 06:05

Título: Hold on and never let me go 
Autor: shiorita
Fandom: FO
Pairing/Personaje/Grupo: -
Rating: PG
Resumen: La navidad nunca le había parecido tan verde y roja como cuando acercó su ensangrentado corazón a su vestido verde en un abrazo que ella no supo cómo devolver, en el que él se dio cuenta que la había perdido, quizás para siempre, o para nunca, pues nunca más volverían a verse. 
Advertencias: ¿Basado en una historia real? No tiene nombres, así que no lo considero un RPS 
Los cuervos de Santa: Prompt #12

[Hold on and never let me go (Far Away, Nickelback) ]

La estación estaba casi vacía, y el primer autobús de las 6 de la mañana se preparaba para partir rumbo al otro lado de la isla. La noche escocesa remoloneaba en el azul oscuro que las nubes dejaban entrever del cielo.

Con impaciencia, paseó la mirada por la estanción, mientras una escena ya casi olvidada le venía a la cabeza. No hacía ni un mes de aquel último viaje, pero parecía casi una vida. A su lado, tres amigas trataban de animarle y hablar de forma casual, y a pesar de que lo intentaba, no podía sino pensar en lo mismo una y otra vez. En si ella vendría a despedirle.

Aún faltaban cinco minutos para que el autobús arrancara, pero su compañero aún no había llegado. Solía llegar tarde como norma, pero eso no hacía que él se preocupara menos. Sólo que chasqueara la lengua de vez en cuando, contrariado.

Se había ido de la fiesta entre la una y media y las dos de la mañana, sin esperar a que terminara. Antes de abandonar la sala, echó una ojeada a lo que nunca más iba a volver a ver. Los platos llenos de tartas a medias, de pasteles de carne destrozados, vasos tirados y botellas de alcohol ya vacías. El árbol de navidad, con los envolotorios de los regalos a sus pies, brillando para él por última vez.

Hold on and never let me go había tarareado ella antes, mientras desviaba la mirada de sus ojos. Y, aunque a él no le gustaba el grupo, en ese momento no podía sino sentir cómo aquellas letras se le clavaban en el corazón y tomaban forma de espiral para profundizar en la herida. La navidad nunca le había parecido tan verde y roja como cuando acercó su ensangrentado corazón a su vestido verde en un abrazo que ella no supo cómo devolver, en el que él se dio cuenta que la había perdido, quizás para siempre, o para nunca, pues nunca más volverían a verse.

Lo peor, en realidad, era saber que había perdido una guerra que tranquilamente hubiera podido ser solo un guijarro en el camino. Porque, cuando ella le dijo que sentía algo, además de llevar a tierra los castillos en el aire que llevaba tiempo construyendo, también levantó pasadizos, murallas y laberintos. Salas de espejos donde las miradas que antes habían sido claras, sinceras y brillantes se volvieron sombrías y débiles, y los reflejos del cristal las apagaron. Donde todo lo que antes se veía sin necesidad de observar dejó de existir más allá del pensamiento, del recuerdo de lo que una vez fue. Y las palabras, en lugar de aclarar algo, sólo envenenaban y confundían.

La certeza, de repente, se había vuelto brutal. Y el abismo que éste abría se incrementaba con la falta de tiempo y posibilidad, por la desazón y la rabia que empezaban a asomarse a través de la verdad. Había estado tan ciego... Sólo había visto una realidad que habían creado otros para él, cuando la verdad, lo que siempre había estado ahí, desapareció sin que él casi lo notara. Lo habían ido despedazando trocito a trocito, y colocando a su vez sombras, siluetas que jugaban a desaparecer entre las llamas de algo que no conseguía extinguirse del todo.

La toma de conciencia con la realidad se le antojó cruel, así que sin más dilación salió de allí. Llegó a su habitación con el pesar carcomiéndole el espíritu y, sin descalzarse siquiera, se echó sobre la cama. Todo estaba ya preparado, en cuatro horas se levantaría y todo habría pasado. Sonaba insultante repetirse esas palabras y darse cuenta de que la oportunidad no volvería nunca más, que lo que para cuatro meses no merecía la pena sólo había sido una excusa con la que nunca había tenido sentido comulgar. Pero ya era tarde; muy tarde.

Cuando se despertó -al parecer, sí había conseguido dormir algo -tiempo después, y abandonó aquel piso de estudiantes, el pasillo le pareció frío y hostil. Recordaba la única vez que se atrevió a llamar a su puerta... Pero las últimas semanas todo se había vuelto demasiado incómodo, demasiado imposible, y ahora ese camino, esa puerta, solo le pesaba de manera absurda en la memoria.

Atravesó las calles de la ciudad en un suspiro, sin detenerse a mirar atrás. Llegaría, cogerían el autobús y nunca más hablaría de ello; nunca más. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando vio a algunas de las chicas esperándole allí. Bastó una ojeada para darse cuenta de que ella no estaba allí; que probablemente no estaría, no viniera. Y, a pesar de que había intentado que ella fuera la última persona que viera antes de marcharse, no lo había conseguido. Ellas siempre aparecían para hacérselo imposible, y hasta ahora no había comprendido cuánto exíto habían tenido.

Mientras ellas hablaban, y el reloj parecía hacer eterno los últimos minutos, él solo quería desaparecer de una vez. Le hubiera pedido al autobusero que esperara, pero cuando antes llegara su amigo y desaparecieran los dos de allí, menos tiempo de vana esperanza estaría gastando.

No importaba que él siempre olvidara todo, nunca podría sacarse de la memoria el momento en que ella apareció con ese vestido verde, el color favorito de ambos, el color de la esperanza. Y, quizás por eso, quizás por el espíritu navideño, quizás porque solo tenía veinte años y aún creía en los finales felices de los que vende Hollywood, pensó que aquella noche aún podía conseguir algo. Aunque fuera un abrazo.

Pero ella se había mantenido tan fría cuando él había querido abrazarla, cuando había querido pedirle perdón en la más caricia más tradicional. Y, siendo racional, era imposible que viniera a la estación si no estaba ya allí. Tanto su amigo como ella iban a reencontrarse después de navidad, así que aquella despedida no tenía mucho sentido para ellos. La única razón para que ella fuera a la estación era él; y ya se había dado cuenta de que no quedaba posibilidad alguna de que ella le guardara algún tipo de afecto, porque él, inocente y casi incoscientemente, se había encargado de eliminarla todas una por una.

Así que cuando, por fin, su amigo hizo acto de presencia en la estación, sus ojos ignoraron deliberadamente la orden expresa de su cerebro de no ilusionarse y la buscaron entre el grupo que le acompañaba. Ver para creer. Pero a veces las cosas más reales en el mundo son las que no podemos ver. O las que no podíamos creer que realmente estábamos viendo.

Allí está ella, enfundada en su abrigo negro con el vestido verde sobresaliendo hasta debajo de las rodillas, sonriendo y clavándole esa mirada que, por fin, se digna a leer como una vez, como aquella vez en que, en la misma estación, a una hora más tardía, con más luz, con la misma compañía y con mucho tiempo, le hizo decidirse a jugarse por lo que sentía. Y aunque tarde, porque ya no queda más que el último giro del secundero del reloj, sigue el impulso de acercarse, de darle un abrazo y la canción vuelve a sonar en su cabeza, y la noche vuelve a confundírsele sin querer. Y termina abrazando uno a uno a todos, y esperando a que ella deshazga el abrazo de su amigo para acercarse a ella de nuevo. Y en silencio, comprende que, en el fondo, lo que hacía de aquello algo hermoso -el silencio, las miradas, las sonrisas, los secretos, los gestos, las roces que querían confundirse entre simples choques y caricias -fue su perdición, lo que les hizo tan vulnerables a los demás, a las malas artes de los que nunca quisieron que aquello funcionara. Y aleja la cabeza porque si la gira en su dirección sabe que está perdido, y, cuando ella hace lo mismo, duda. Se separa un poco, pero antes de poder mirarla a los ojos alguien tira de él y descubre, con más desagrado que sorpresa, que en lugar de ser su amigo es una de las chicas. Y no sabe qué le dice, porque no está escuchando, porque no quiere escuchar, porque, de alguna manera, ella ha retenido la última parte de la canción, y trata de no dejarle ir, de no romper el único contacto que les queda. Es sólo un apretón en el antebrazo pero sirve como adiós, disculpa, perdón otorgado, tristeza, cariño, y ese infinito caudal de sentimientos que nunca pudieron controlar y que encerraron en sus ojos hasta que resultó imposible mirarse y no quemarse, y no ver la realidad que todos trataron de borrar.


(Dios, vais por el 13. Definitivamente, tengo que ponerme al día con los prompts)

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