Catalina Bahía- Original

Aug 02, 2008 18:53

Fandom: Original
Personajes: Catalina. Gabriela.
Título: Catalina Bahía
Nº de palabras: 3351 (de las cuales 1334 cuentan para el
quinesob, haciendo un total de 3651)
Notas: Hay múltiples referencias a canciones de rock argentino. Todas a menos que me haya olvidado de alguna tienen su respectivo hipervínculo a la letra. Les recomiendo que las lean, entenderán muchas más cosas. Al menos, es necesario que lean "Catalina Bahía" y "El tuerto y los ciegos" de donde salen los dos apodos de las protagonistas.
Advertencias: Femslash. Lime.

Catalina Bahía

Catalina, de fuego y nicotina.

Miguel Cantilo no podía haberla descrito mejor que en esa única frase, que en esas seis palabras que ardían sobre si mismas eternamente, como si fueran incombustibles, pero a la vez provocaran fuego (en otros, que no en ella), y todo sin conocerla, sin haberla visto jamás. Sin el milagro de su mano de dedos largos sosteniendo el cigarrillo muy por la punta, aún a riesgo de quemarse, o quemar a otros- lo cual sucedía de todos modos, inevitablemente, noche tras noche-, como si no supiera fumar, como si fuera una novata en el vicio, en el amor y en la vida.

Precisamente por aquél detalle había sido que Gabriela se había fijado en ella la primera noche de una serie de noches incontables y enfermas. La llamaban Catalina Bahía, le habían dicho. Gabriela, que había crecido con un padre de gustos musicales impertérritos, escuchando con un oído La marcha de la bronca y con el otro Canción de Alicia en el país (tal vez, y solo tal vez, interrumpidas a veces por Crímenes perfectos, o Muchacha ojos de papel), no pudo evitar preguntar el por qué.

Era cierto que había en ella algo de magnético, que provocaba que una vez que atraía una mirada no la dejar ir nunca más. Pero por todo lo demás, tenía aspecto de inocente e indefensa, casi tan desamparada que daban ganas de abrazarla y protegerla. Era menuda, de huesos pequeños y articulaciones puntiagudas: daba la impresión de que si hacía un movimiento demasiado brusco iba a descoyunturarse. Era morena, y poseía unos ojos grandes, color azul celeste, que definitivamente eran su mejor rasgo (porque no era morena en el sentido que se le podría atribuir a una de esas princesas élficas de la literatura fantástica, o a una heroína de cuentos de hadas, en quienes los ojos claros solían combinar con la tez palidísima y el cabello perfecto de color azabache; no, Catalina era mucho más humana: tez aceitunada, cabello indomable de indefinible color castaño). Gabriela, que se jactaba de juzgar muy bien a las personas, y había oído a Vasco Rossi con su tía italiana hasta hartarse, se había percatado inmediatamente de que aquella mujercita- ¿mujerzuela?- era un alba chiara. Pero más allá de la indivisible sensualidad latina implícita en ella, no era- o al menos no lo parecía- poseedora de aquella sensualidad bullente y risueña que, en su opinión, debería haberle granjeado el merecido apodo de Catalina Bahía.

Y Gabriela preguntó el por qué, por qué se la había apodado con el nombre de aquel mito musical que debía haberle quitado el sueño a más de un hombre- y no solo a Miguel Cantilo. Los hombres de la barra se rieron- y se reían- y se observaron de reojo. Que ya se daría cuenta por si misma, le dijeron. Solía advertirse al recién llegado de la naturaleza de Catalina- lo cual no implicaba en casi ningún caso que él dejara de caer en la trampa letal-, si parecía dispuesto e interesado, y si ninguno de los de la secta consideraba que era necesario darle una lección. Pero… ¿una mujer? ¿Para qué? Reírse era lo único que ameritaba la situación. Reírse, y esperar a que los ojos de la ingenua se alteraran al irse dando cuenta de la verdad: que en este caso, como siempre, las apariencias, engañan. Gabriela se encogió de hombros y pidió otro tequila. No iba a echarse atrás por tener que averiguarlo a través de sus propios medios. De hecho, eso sólo hacía todo mucho más interesante.

A partir de aquella noche, Gabriela no se cansaba de frecuentar el bar. Se sentaba noche tras noche en la barra, tomaba más alcohol que en todos sus años de vida anteriores juntos y fumaba a un ritmo aterrador (pero nunca equiparable al de Catalina, que parecía tener pulmones de repuesto para varias encarnaciones: Gabriela jamás la había visto toser). Y la observaba con ojos fijos y cansados. No lo disimulaba. Estaba allí por ella- o ni siquiera; estaba allí porque aquella mujer era una intriga que le picaba bajo la piel- ¿por qué habría de pretender otra cosa? Catalina la miraba de reojo, también, y a veces (cuando tenía tiempo) le sonreía. Pero nada más. Nunca intercambiaban una sola palabra, y, oficialmente, no se conocían. No era necesario. Gabriela se decía que lo único que estaba buscando era desentrañar los secretos ocultos detrás de aquella manera lánguida de sostener el cigarrillo (que representaba a aquella mujer por completo). Catalina se sentía observada, y con eso le bastaba; había en su carácter un rasgo histriónico truncado, una veta de actriz fracasada y resentida.

Y Gabriela poco a poco fue comprendiendo por qué aquel apodo le iba como anillo al dedo. La canción era completamente suya, le iba como un guante hecho a medida (aunque ella estuviera convencida de que, con aquella frase de Catalina, de fuego y nicotina, bastaba y sobraba). Porque se reía cuando alguien la llamaba Catalina Bahía, pero respondía al llamado meneando las caderas, esas mismas caderas que Gabriela creía que iban a romperse si se las miraba demasiado fuerte. Pero se las miraba (y se las tocaba) de manera permanente, y enérgica, y continuaban firmes y risueñas (firmes las convicciones de la dueña; risueñas las caderas, pero también la dueña). Gabriela fue aprendiendo que era un alba chiara en el sentido global y absoluto de la palabra, que seducía (sin querer, pero queriendo) con los gestos más simples y más banales: con una sonrisa, con un gesto, con la manera en la que se ponía rimel en las pestañas. (Y Gabriela no podía evitar pensar que le gustaría saber si sus ojeras también eran de rimel y carbón). Con su forma única de sostener el cigarrillo. Pero, juguetona y traviesa, también era valiente y audaz: Gabriela nunca la había visto echarse atrás o escandalizarse frente a una propuesta indecorosa. Era una mujer gauchita, como quien dice en la jerga popular. Catalina a todos decía que si con la cabeza (y miraba a Gabriela de reojo). Por eso, se la podía recordar con tristeza y con dolor, pero no con recelo o resentimiento: decía que si con la cabeza, pero no con el corazón, y se sabía que era sólo por una noche. Era de todos y era de nadie. Se desprendía tan etérea y delicadamente que, si no se la volviera a ver a la noche siguiente, firme en el bar, se podría creer que se la había soñado. Todos admitían- no sin un rictus amargo en los labios- que se creía haberla tenido en un instante de gloria, pero nunca era cierto. Porque Catalina era una hoguera sin oxígeno, que ardía de forma controlada (pero no por eso dejaba de quemar). Porque Gabriela no podía dejar de notar que Catalina era cada día menos fuego y más nicotina.

Gabriela sabía, también, que ella misma había pasado a ser objeto de interés por los frecuentadores del bar. Al principio se reían de ella, de sus pantalones gastados o sus polleras largas, de sus eternas camisas, y, por sobre todo, de su inocencia que creían ingenuidad y su interés enfermo, que era casi obsesión, por Catalina. Pero poco a poco, a medida que se fueron acostumbrando a su presencia impertérrita, sentada siempre en el mismo banco, eternamente sola, con los ojos fijos en Catalina, fueron tomándole respeto. Y con el respeto llegó también el recelo. Aquella mujer no era normal. Pero… ¿acaso alguien lo era, en aquellas noches turbias de humo y alcohol, en aquel bar olvidado de la mano de Dios en el centro de San Telmo? Decidieron dejarla en paz con su obsesión y su tiempo perdido. La apodaron Cassandra (y nunca faltaba algún adicto al chiste fácil, que le pedía que bailara), porque sus grandes ojos moros, de pestañas largas y párpados semi cerrados le daban aspecto de pitonisa, y, al igual que a Catalina, la mostraban como uno de los atractivos del bar, como algo que ya casi formaba parte del mobiliario. Sólo el dueño, que no salía jamás de detrás de la barra, porque desde allí tenía una perspectiva completa y privilegiada de todo lo que sucedía, y era el único que estaba sobrio absolutamente todas las noches, solo él pensaba que quizás el apodo fuera más afortunado de lo que creían. Que Gabriela, como tuerta que era, era capaz de ver mucho más profundo que todos ellos (que eran los ciegos).

Y, en cierto modo, tenía razón. Porque Gabriela no había dedicado su tiempo sólo a observar a Catalina. También lo había aprovechado para juzgarla y formarse una opinión propia al respecto. Era por eso que Gabriela era la única que nunca había cruzado una palabra con ella, pero también era la única que sabía que Catalina era mucho más frágil y vulnerable de lo que parecía (porque su fragilidad no era física, sino sentimental). Que nada de lo que hacía la hacía verdaderamente feliz. Que la sonrisa se le volvía cada día más gastada y triste, y los ojos menos brillantes y más suplicantes. (Y que cada vez los volvía con más frecuencia y más avidez hacia la barra). Gabriela también había llegado a la conclusión de que cada punzada de dolor que adivinaba en Catalina, le dolía también a ella como si se la estuvieran clavando en su porpia carne. Que, noche tras noche,  el impulso de abrazarla y protegerla- y besarla, y desnudarla- era más fuerte, más apremiante y más incontenible. Que ella era la única a la que le importaba más la parte que era estrictamente Catalina que la parte que era Bahía. (Y no sabía que era lo que sentía Catalina al respecto, pero la verdad era que Catalina tampoco lo sabía).

Porque Gabriela sabía que no era la primera vez- ni sería la última- que le sucediera esa clase de cosas con una mujer. Pero no podía saber que para Catalina, con toda su calle y toda su experiencia, con tantas marcas de sudor ajeno que le habían quedado en el cuerpo y en el alma, era una experiencia novedosa y en cierto modo perturbadora. Porque Gabriela se sabía una mujer sumisa, perfectamente capaz de vivir en un mundo de fantasías, que podía ser feliz con solo mirarla (aunque le doliera su dolor, y le quemara su tristeza). Pero no podía saber que Catalina estaba acostumbrada a una sociedad egoísta, en la que vivía dando sin recibir nada a cambio, y que, por lo tanto, cuando quería algo, simplemente lo tomaba. No había forma de que Gabriela lo supiera. Pero quizás el apodo que se había ganado no había sido del todo aleatorio, y había en ella cierto don maldito para profetizar (sin saberlo).

No había otro modo de explicar como había terminado aquella noche en el baño del bar, cuando nunca antes lo había visitado. No era que tuviera verdaderas intenciones de usarlo (tenía cierta fobia hacia los baños públicos), pero aquella noche había tomado un poco de más, y se había comenzado a sentir mareada (y eso que la noche aún era joven). Por eso, no se molestó en voltearse cuando oyó que la puerta se abría a sus espaldas (con todo y  que el cuarto era lo suficientemente pequeño como para que sólo pudiera entrar en él un trío, y que se quisiera mucho): estaba suficientemente ocupada tratando de no desplomarse, sudorosa, sobre el lavatorio de manos.

-          Cassandra.

Y casi se murió atragantada cuando oyó ese nombre, que ya había adoptado como tan suyo, aunque nunca le había encontrado demasiado sentido, pronunciado con aquella voz ronca, de pájaro herido. No necesitaba haberla oído antes para poner las manos en el fuego porque esa era la voz de Catalina. Irradiaba su esencia en cada partícula, en cada señal sonora. A Gabriela comenzaron a temblarle las manos, involuntaria e incontrolablemente. Catalina se acercó y se las tomó. Tenía manos pequeñas y oscuras, de niña. Las de Gabriela, en cambio, eran levemente más claras que su color de piel general, y de dedos largos. De pianista y de mujer.

-          Catalina…- Y su voz de mezzo soprano le salió entrecortada y débil. Ahogada.

La mujer sonrió al oír su nombre en sus labios. Y como Gabriela vaciló un par de segundos, Catalina se inclinó sobre ella, y la besó. El beso fue tan violento y sorpresivo que Gabriela solo pudo atinar a separarse de ella. Por todos los dioses, verdaderamente ella era puro fuego (pero con saliva sabor a tabaco).

Catalina dio un paso hacia atrás, con los ojos entrecerrados. Gabriela supo que se estaría preguntando si su experiencia en el amor y con otra mujer, la había empujado a interpretar las señales de manera errónea. Seguramente, también estaría herida en su amor propio: Gabriela no sabía de que alguien la hubiera rechazado alguna vez. Así que estiró una mano y le impidió la huida cobarde por la puerta (porque Catalina era audaz casi por definición, pero Gabriela era para ella una incógnita, y no es censurable el miedo que todos sentimos frente a lo desconocido).

-          No te vayas.- Pidió Gabriela con su voz temblorosa de descompuesta y enamorada en éxtasis.

-          ¿Qué querés?- Catalina le evitó los ojos y soltó su mano, pero no se movió.

-          A vos.

Y entonces alzó la cabeza y cuando fijó en ella sus grandes ojos claros, Gabriela no pudo evitar que le temblaran las piernas.

-          No lo creo. Acá me tenés y…- se mordió el labio inferior, incapaz de terminar la frase.

-          Porque te quiero de una forma especial. No te conozco, pero te quiero. No te conozco, pero sé que quiero tenerte.- Le tomó las mejillas con las manos.- Quizás es porque soy mujer, no sé. O porque creo darme cuenta de lo que valés. Pero no puedo ser como los hombres que pasan día a día por tu vida. Soy una mujer de armas tomar, y me la juego entera, sin miedo. No quiero que seas Catalina Bahía conmigo. Quiero que seas mi Catalina, o nada. No me conformo con una noche blanca en tu cama, y unos cuantos besos que sepan a nicotina. Yo quiero la parte de Catalina Bahía que es de fuego.

Felicitaciones, Gabriela. Acabás de arruinarlo. No te sorprendas si la chica sale corriendo. Vos también lo harías. Pero ya está. Al menos te sacaste del alma ese peso oscuro que amenazaba con consumírtela. En algún momento tenías que decirle toda la verdad.

Contra cualquier predicción que podría haber hecho Gabriela en ese momento (de hecho, no comprendería como podía ser que hubiera sucedido hasta largo tiempo después), Catalina se puso en puntas de pie y volvió a besarla. Esta vez, Gabriela se dejó llevar y correspondió. No fue un beso perfecto (nunca pueden serlo el primero, ni el segundo; de hecho, ¿algún beso lo es?), pero si armonioso. Iban al mismo ritmo, como si sus lenguas estuvieran tocando la misma melodía, y cuando Gabriela quiso abrazarla, descubrió que las caderas de Catalina tenían la forma perfecta para sus brazos (o al menos ese pensamiento cursi se le cruzó por la cabeza en la excitación del momento).

Esta vez, fue Catalina la que rompió el beso.

-          Para empatar.- Aclaró, sonriendo.

-          Que sea justo, entonces.- Susurró Gabriela, y esta vez fue ella la que la besó.

Mucho más seguro, y mucho más violento. Mucho más real, también, pues ya tenían cierta seguridad inicial, y cada una se permitió ser un poco más ella misma. Gabriela alzó un poco a Catalina (definitivamente, tenía huesos de cristal como ella creía: era indecente lo poco que pesaba), apenas lo suficiente para sentarla en el lavatorio de manos (tiempo después, se diría que era físicamente imposible que ese cacharro no se hubiera venido abajo; en ese momento, no le dirigió un segundo pensamiento al asunto: no valía la pena), mientras Catalina metía las manos por debajo de la eterna camisa de Gabriela. La rubia rió en medio del beso.

-          ¡Pará!- Se quejó, pero no apartó las manos de la otra.- No podemos… Catalina, no podemos… tenemos que salir tarde o temprano.

-          Mejor tarde que temprano- Dijo Catalina mordiéndole el lóbulo de la oreja.

Gabriela gimió.

-          No puedo… ¿con qué cara voy a mirar a la gente en la barra cuando salgamos?- Y, pese a sus palabras, subió un poco más la minifalda de Catalina.

-          Cassandra, es evidente que este baño es para una sola persona. Ellos saben que yo sabía que vos estabas acá adentro cuando vine.- Catalina atenazó las caderas de la otra con sus piernas, para cercarla lo suficiente como para poder desabrocharle el corpiño.- Creo que es evidente lo que debemos estar haciendo. Y ya que ellos van a pensarlo inevitablemente, creo que deberíamos aprovechar y hacerlo, ¿no te parece?- Gabriela le respondió con un beso mientras le bajaba la ropa interior.- ¿Por qué diablos desperdicié tantos años de mi vida? Si hubiera sabido que así besaban las mujeres, no me hubiera acercado a un hombre ni con un palo de diez metros.

-          Que bueno que no lo hiciste.- Gabriela le acarició el clítoris con una mano y Catalina se estremeció.- Primero, porque si no hubiera habido hombres a patadas en tu vida, no serías lo que sos, Catalina Bahía.- Y la penetró con un dedo mientras pronunciaba el apodo. Que bien puesto que estaba.- Segundo, porque te hubieras decepcionado: solo yo beso así.

-          Modestia aparte.- Gimió Catalina mientras se aferraba a sus hombros.

-          No hay modestia que valga cuando se está diciendo la verdad.- Y volvió a besarla interminablemente, lengua contra lengua, saliva sabor a nicotina mezclándose con saliva sabor a alcohol.- ¿Y no estoy diciendo la verdad?

Catalina apoyo su frente contra la de ella. Por supuesto que estaba diciendo la verdad. En largos años de noche y olvido, Catalina no había conocido a nadie que besara mejor que ella.

-          Claro que si.

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El imaginario popular sabía poco y fantaseaba amucho sobre lo que había ocurrido durante aquella hora que habían pasado las dos encerradas en el baño. El dueño del bar podría haberse quejado sobre que, sin Catalina, había perdido al menos a la mitad de sus clientes ocasionales, pero había preferido callarse, porque había decidido que el brillo inusual que ahora dominaba sus ojos claros, no tenía precio. Y era muy fácil darse cuenta del cambio, porque Catalina y Gabriela no habían dejado de frecuentar el bar (¿acaso hubieran podido dejar de hacerlo?) al menos una noche por semana.

De hecho, si la escena se hubiera detenido solo por un instante cualquiera de aquellas noches, hubiera podido parecer que nada había cambiado: Gabriela con los ojos clavados en Catalina, que reía al escuchar a algún ocasional pretendiente llamarla Catalina Bahía. Pero hubiera sido solo una ilusión momentánea, porque al instante siguiente, Catalina diría que no con la cabeza, aclarando que ahora la bahía tenía dueña. El pretendiente abriría los ojos como platos ante el inesperado uso del femenino, y la barra vitorearía el nombre de Cassandra, mientras que Gabriela se pondría de color escarlata. Catalina se acercaría  la barra y la besaría en los labios, para deleite de los clientes frecuentes (para los que ellas seguían siendo una atracción, un espectáculo, como antes lo eran la mujerzuela sensual y la loca que no paraba de mirarla; y a ellas, ¿qué podía importarles?). Gabriela se resistiría primero, pero Catalina insistiría con tanta sensualidad y conocimiento de causa que, cuando se alejara, la rubia quedaría insatisfecha y temblorosa. Y la escena se repetiría como un ritual inalterable.

-          ¿Qué es esto, Cassandra?

-          Es un retrato de fuego, Catalina.

Y se perderían juntas en la noche de San Telmo, tarareando a destiempo Quiero verte desnuda el día que desfilen los cuerpos que han sido salvados, nena, tomadas de la mano, indescriptiblemente felices. Porque Catalina Bahía podía haber perdido la posibilidad de encontrar su península, pero enseguida descubrió que había ganado en cambio una muchacha pechos de miel. Y estaba completamente satisfecha con el cambio.

advertencia: lime, fandom: original, personajes originales, original: catalina/gabriela, historia independiente, género: femslash, comunidad: quinesob

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