Capítulo 10, parte final
No supo por cuánto tiempo estuvo abrazándola y esperando calentar su cuerpo tan frío, que ella dejara de temblar, no tuviera más de esos repentinos escalofríos y cesara de llorar en silencio. Estaba aterrorizado, no tenía idea de lo que pasaba y jamás se le hubiera ocurrido estar en esa posición precisamente con Atenea. Por más que le susurraba, preguntándole qué pasa o que todo iba a estar bien, ella no respondía ni le explicaba nada. Solo una vez se movió, cuando él intentó dejar de abrazarla para buscar el teléfono celular de ella, para llamar a alguien que pudiera ayudarla. Atenea había susurrado «No» y tomado uno de sus antebrazos con su mano perlada en sudor frío. Licaón se quedó ahí, se sentó y la llevó a ella a su regazo, sin saber que más hacer que estar abrazándola y sintiéndose miserable por no poder hacer algo más.
Por un momento, preso de la confusión y sintiendo que el manto del aura de Atenea parecía tener «bajas de energía»; a Licaón se le ocurrió la idea de que tal vez por eso era una diosa «virgen». ¿Y si él, lo que estaban haciendo, fue lo que la hizo reaccionar así? Sabía que era una estupidez, se lo decía mentalmente casi tanto como besaba la piel de ella con ternura; pero no se podía quitar de la cabeza esa irracional idea.
Atenea por fin reaccionó cuando había pasado un instante o una eternidad. Se había levantado, mirado a todo lado, aún muy pálida y algo sudorosa. Se susurraba a sí misma en griego antiguo. Parecía tener mucha urgencia por hacer algo, pero no la suficiente claridad mental para saber su camino de acción. Aunque Licaón no había oído su idioma materno en cientos años, pudo entender la mayoría de lo que se murmuraba. Decía que debía hacer algo en otro lugar, que tenía que irse...
-Voy contigo -dijo enseguida, poniendo sus manos en el rostro aún frío de ella para que dejara de mirar a todos lados, perdida, y se concentrara en él-. Solo dime qué pasa, y voy contigo.
Atenea frunció el ceño. Su mente le decía que tenía que alejarse, que ya había sido muy débil con él. No era más que una niñata vulnerable a su lado, y eso no estaba nada bien para Atenea, la diosa… Y sin embargo, no pudo más que dar un suspiro y agradecérselo de corazón. No quería estar sola en esos momentos. Ser acompañada por alguien que no hacía algo a menos de que en verdad lo deseara, era una gran aliciente. La tranquilidad que la embargó fue tan grande, que no pudo ni ser analizada por su mente pero, extrañamente, la ayudó a dejar de sentirse embargada por el dolor y a pensar con claridad.
Dejó el regazo de Licaón para ponerse en pie, y él le dio un poco de espacio aunque la siguió en el movimiento. Luego, buscó su teléfono celular, marcó un número en que los símbolos asterisco y número eran parte de él, y habló en español con su interlocutora:
-Maira, habla Atenea -esperó a que la persona terminara de saludarla, mientras miraba sin mirar al rostro de Licaón frente a ella-. Gracias por tus palabras. Lamento decir que llamo para dar malas noticias... -en otras circunstancias, hubiera tenido que usar su máscara pétrea de señora de la guerra, pero con Licaón acariciándole el hombro, lo pudo decir sin dificultad- Hace unos siete minutos, la familia de Teresa Acosta y ella fueron asesinados. Voy a ir enseguida y me haré cargo de la investigación del IMI. Necesito que pongas el perímetro mágico y trates de mantener el secreto con las autoridades. Gracias.
Atenea colgó y miró a Licaón. Su expresión se suavizó, casi hasta las lágrimas no sabía si por la tristeza o el agradecimiento. Hizo una última llamada al IMI antes de teletransportarse.
-o-
Licaón miraba hacia la casa frente a la cual Atenea lo había mágicamente transportado. Era de una planta, hecha de cemento y recientemente pintada de un color rosado pastel. Tenía un agregado de cinc a un lado con una puerta, como si fuera un departamento externo. Cerca de la entrada principal, habían dos macetas con grandes plantas en flor. Gladiolas y claveles, supo Licaón más por el aroma que por verlas. Había hecho a su nariz concentrarse en ellas para evadir el aroma de sangre fresca que venía desde adentro, o el de la inmensa tristeza y enojo de Atenea, que le era extremadamente contagioso para su estado de ánimo.
Estaban en un barrio de clase media baja desierto, y a las afueras de alguna ciudad más grande. Licaón se dijo que no parecía ser el sitio del asesinato de una familia entera.
Miró hacia la mujer a su lado, nervioso. El cabello suelto se le movía por el tenue viento, pero sin llegar a ocultar su pálido rostro. Quiso preguntarle más, que le explicara mejor qué le había pasado. Solo le había dicho, justo después de aparecer ahí, que a ella le dolía en la energía cuando su gente moría pero… Pero no podía ser solo eso, estaría llena de dolor todo el tiempo, ¿cada cuanto moría alguien en el panteón? Sin embargo, Licaón se lo cayó y prefirió acariciarle el hombro, haciendo como que le quitaba el cabello del rostro.
Atenea hizo un movimiento de cabeza suave, acercándose un poco a su mano, pero veía hacia la puerta entornada como si en ella pudiera encontrar las respuestas a su confusión. Licaón imaginaba que tal vez sentía más fuerte que él esa sensación de irrealidad y que, como él, no quería dar el paso donde el olor se convertiría en cuerpos de personas muertas. Bajó la mano hacia su espalda y la empujó suavemente.
-Vamos -dijo, deseando dar de una vez ese paso. Era mejor que la ansiedad de la incertidumbre.
Atenea le miró, con esos ojos amarillentos muy brillantes por las lágrimas contenidas y asintió. A Licaón le sorprendió el paso firme con el cual inició la marcha.
-o-
No fueron ni veinte minutos los que duró reconociendo la casa de Teresa. Sin embargo, dentro de ella no se trató de lo que vio o analizó de quien los asesinó; sino de una confusión de recuerdos, sentimientos y emociones que hicieron ese tiempo mucho más que solo veinte minutos.
Los nietos de Teresa, esos de los que ella le hablaba sin parar y que había visto crecer por medio de las paredes cubiertas de fotos, fueron los primeros en morir. Estaban en el sillón, frente a una televisión golpeada y quebrada en el suelo. Eran dos muchachos de entre doce y diecisiete años. («Migue ya se hizo de su primera noviecita, es una monada, pero demasiado coqueta para mi gusto» recordó la voz de Teresa. Estaban en la cocina, esperando a que las galletas estuvieran listas, y la anciana enseñaba a Atenea fotos, ufana de saber usar un teléfono celular)... Sus heridas eran consistentes con un cuchillo de caza, sin dentar, de entre veinte y treinta centímetros de largo. Ares los había cortado rápido, en zonas en que se desangraron en segundos. No tuvieron ni tiempo de entender lo que pasaba.
Atenea se levantó de verles el pálido rostro sin vida, y se dio cuenta de que hasta en la pared habían salpicaduras. Las líneas de sangre que escurrían lentamente, no ocultaban los rostros sonrientes de un casamiento cuya foto estaba amarillenta por el tiempo, una bebé muy rolliza y vestida primorosamente, un grupo riendo en una fiesta, uno de los niños vestido con toga y sonriendo al ponerse una corona romana en la cabeza... Ni las fotos se salvaron, menos los recuerdos.
Licaón le tomó la mano y la abrazó de lado, con fuerza. Ella no entendía del todo porqué lo hacía, pero hizo que se fuera parte del frío y entumecimiento en su cuerpo. Hasta ese momento se dio cuenta de que se sentía así. De hecho, no hubo algo más que pensamiento en ella desde que entró. Había estado ida, como si eso no fuera más que otro de sus recuerdos que ya no podían hacerle daño. Licaón y su calor la hizo sentir que era real pero, extrañamente, sintió que descargó algo del dolor al no temer dejar ir unas lágrimas.
Inició de nuevo el camino hacia un pasillo, mientras se limpiaba las lágrimas con las manos y aguantaba dejar ir un sollozo.
-No necesitas hacer esto, de seguro tienes gente que se puede hacer cargo -le dijo Licaón, después que ella dejó de caminar al ver un charco de sangre cerca de la entrada de la cocina.
Atenea le miró y se dio cuenta de la forma en que el músculo de la quijada le palpitaba, y la respiración difícil en su pecho.
-Lo siento, te devolveré en este...
Licaón la abrazó con más fuerza, enterrando sus dedos en el brazo de ella y la miró de vuelta, con una expresión terca en su rostro.
-No soy yo la que está pálida, fría y llorando.
Atenea iba a recordarle que era ella, que había visto y vivido cosas infinitamente peores. Pero no había ni abierto la boca para decirlo, cuando Licaón suavizó la expresión y acercó un poco más el rostro a ella. Atenea imaginó que quiso besarla o acariciarla, pero cambió de idea y dijo, con paciencia:
-Si de verdad es tan importante que hagas lo que sea que estás haciendo, terminemos con esto rápido.
Ella asintió, se quitó la última lágrima de la mejilla con los dedos, sorbió por la nariz y el dolor en pecho y garganta, por aguantar el sollozo, se aligeró. Sin importarle lo que podía significar a futuro, cómo él se lo podía tomar o si era lo que la diosa Atenea debía hacer, le pasó un brazo por la cintura para abrazarlo de vuelta.
Lily era la única hija de Teresa, madre de sus dos nietos. («¡Pero ven a saludar a tía Ati, vamos!» Recordó a una Teresa veintañera, llamando a una niña de tres años que, tímidamente, veía a la recién llegada pegada a la puerta de su dormitorio.). Vivía con ella desde que se divorció cuatro años antes. Atenea la había visto en todas sus visitas anuales y en varias que visitaba a Teresa solo porque sí. Nunca dejó de ser tímida con ella... Su cuerpo estaba ensangrentado y de lado cerca de la entrada de la cocina. Debió intentar ir hacia la sala cuando oyó el televisor caer. Ares jamás habría dejado que una muerte alertara a los demás, que se cayera el aparato había sido una gran falla totalmente impropia de él. En otras circunstancias habría pensado que eso no podía haber sido hecho por Ares, pero su instinto le gritaba que él era el asesino.
La mató rápidamente, más apresurado que con los niños. Lily quiso ir hacia el lado contrario, cuando lo vio llegar y no pudo. Su muerte fue un poco más lenta, pues Ares estaba apurado y no la ultimó.
-Vamos, no tienes que... -le pedía Licaón, cuando ella le dejó de abrazar para acercarse, acuclillarse en la sangre y ver el rostro de la mujer. Aunque Atenea quiso soltarle la mano también, él la tomó con más fuerza pero la dejó hacer.
«Está dormidita, por fin.» le decía una joven Teresa, más obesa y cansada. Lily tenía apenas unos días de vida. Atenea se le había quedado mirando al rostro sonrojado, ribeteado de manchitas. Fue preciosa, aunque Atenea siempre veía a todo bebé precioso. En su mente, fácilmente pudo superponer el rostro de todas las veces que vio a Lily al de ese cuerpo. Sintió de nuevo que era hermosa, y que estaba maravillada con la vida. Muchas veces lo hacía cuando veía a su gente muerta y eso hacía que el dolor fuera menor porque, bien que mal, Lily había vivido y eso era un milagro.
-No verán a sus hijos muertos -susurró sin darse cuenta.
-¿Qué?
-No han visto a sus hijos muertos... Al menos no han tenido ese dolor -repitió. Atenea le acarició la frente a Lily y se levantó. Ese pensamiento le hizo pensar que habían tenido una muerte injusta, pero al menos indolora.
Licaón la abrazó y le movió la mano para que lo rodeara por la cintura.
Podían seguir dos caminos, pero él la llevó hacia donde había olido a sangre. Como había dicho, quería acabar con eso lo más antes posible. Dieron con un patio lleno de todo tipo de plantas. Cuando vieron el cuerpo de la mujer tirada en un charco de sangre cerca de un pequeño árbol, Atenea se soltó de Licaón y casi que corrió hacia ella.
El dolor en el pecho se hizo tan fuerte que no pudo aguantar el sollozo y el llanto. Recordaba todo lo que había pasado con Teresa gracias a que, aunque era solo una empática del IMI, nunca temió de ella. Tal vez porque era una descarada chiquilla de dieciséis años cuando se conocieron. «Señora se oye muy... impersonal, prefiero decirle solo Atenea si no le importa» «Tome, sé que es una diosa pero todos hemos necesitado agua con este incendio» Atenea sonrió apenas mientras recordaba el cabello negro de ella, y sus pecas. Ahora solo tenía canas y las arrugas sobresalían mucho más que las manchas en su piel. «Como creí. Nadie de su edad quiere celebrar más años, pero todos deben tener un cumpleaños. Yo le daré uno.» «Me caso en dos meses, tenga la invitación. Sé que lo más seguro que no va a poder llegar, pero tendremos un asiento para usted...» Ella había acertado, no llegó a la boda. En alguna de las fotos que le enseñó, cuando iba a por sus galletas y hablar de todo y nada en el cumpleaños que le dio, Teresa le indicó la silla vacía que había estado para ella. Y ahí estaba, muerta en su ancianidad, ensangrentada... Atenea se abrazó más a Licaón y lloró con libertad. Por primera vez, su mente se replegaba y dejaba salir la tristeza, en vez de analizar o montar en cólera. Gracias a él, podía llorarla como se merecía.
-o-
Artemisa escuchó las voces airadas que celebraban en gritos incomprensibles, mucho antes de entrar al piso privado de Ares. El muy hijo de puta había estado mucho tiempo fuera, se había perdido a propósito los grandes eventos de las peleas de la noche, y además, estuvo bastante silencioso todo el día. La Diosa podía imaginarse que algo había estado tramando. En esos ojos verde intenso, astutos y lascivos, siempre se podía leer lo que estaba pensando.
Por eso, ella no vaciló en acudir a su llamado cuando él la solicitó en sus aposentos. Al llegar, recordó que iba disfrazada desde que fue a las peleas con Milo. Se desconvirtió, y desapareció el collar con hechizo para quitar su aura y olor antes de tomar el picaporte. Nadie se podía aparecer dentro de un aposento de Ares más que él mismo. Medidas de protección para evitar ataques sorpresas.
Ares tenía pisos, casas y sitios «dónde quedarse» casi en todas partes. Su sistema de peleas clandestinas y séquito prácticamente en cualquier guerra activa, además de las escaramuzas entre panteones, le forzaba a viajar mucho alrededor del mundo. Dondequiera que hubiera sangre, él estaba ahí. Era uno de sus mayores placeres. Adoraba ver a la gente pelear, matarse. Eso alimentaba su ego y su acolitaje; pero más disfrutaba tener un cuchillo en la mano. Cuando tenía la oportunidad de matar por sí mismo, era aún peor. Artemisa se consideraba una mujer dura, pero a veces debía reconocer que si le temía DE VERDAD a alguien del Panteón, era al desquiciado de Ares. Ese tipo era peor que muchos otros que ella misma vio a lo largo de los siglos. Su forma de locura era de las más peligrosas: él creía que todo lo que hacía era justo, de una retorcida manera. Además, el hijo de puta era muy poderoso. La ansiedad guerrera de sus súbditos lo alimentaba con una fuerza tremenda.
La rubia empujó las pesadas puertas dobles de madera del viejo apartamento, y se metió de lleno en el salón viciado con humo de cigarrillo, alcohol, sudor y sangre. Los más allegados al séquito de Ares estaban reunidos ahí. Había seres de todo tipo, pero no vio a Minos… Siempre le buscaba con la vista, tal vez porque Ares se lo había quitado cuando ella fue la que lo domesticó.
Y el gran Dios de la Guerra presidía en su sillón favorito, un diván rojo sangre, con dos ménades temblorosas bajo sus brazos.
-Arty, te tomaste tu tiempo -le dijo al verla, con una sonrisa burlona.
-Estaba vigilando que nadie se robara el dinero de las apuestas -se excusó. Llevaba sus atuendos de guerrera amazona (lo que, para muchos ahí dentro, era como si estuviera desnuda), acariciado por su pelo rubio, larguísimo y ondulado. Sus facciones eran afiladas, hermosas, bronceada por el sol y sin necesidad de maquillaje. Ares le miró las piernas, largas y desnudas, y soltó un silbido lleno de apreciación-. ¿Dónde has estado? Te perdiste algo muy bueno hoy. Tuvimos una pelea de licántropos fantástica...
-¿De verdad? -interrumpió Ares, casi aburrido; y luego añadió, con un tono mucho más enojado-: ¡Me importa un comino! Llevo diez minutos esperándote, estúpida. ¿Qué te crees?
Las ménades sintieron con terror cuando el Dios de la Guerra apretó sus dedos en la carne de sus hombros, y temblaron entre gemidos. No les gustaba estar con él, y no les gustaba que sus amos las enviaran con él. Ares era...
Era un ser cruel, en todo aspecto de su vida. Aunque era un hombre extremadamente atractivo, de aspecto muy varonil. Dios entre los Dioses, la envidia del propio Apolo. Siempre se lo veía por ahí rodeado de mujeres fáciles y sin muchas ganas de luchar contra él, pero también era bastante asiduo a llevar muchachos jóvenes a su cama. Sus facciones eran finas, cinceladas; y su piel, blanca y sin mácula, como mármol bien pulido. Su cuerpo, sin embargo, era su mayor atractivo. Una sinfonía de músculos, tatuajes y algunas cicatrices… Replicado desde la antigüedad por los escultores, y sin siquiera acercarse a representar su verdadera belleza. Pero ni eso podía subsanar su mirada. Esos ojos verde intenso, con un brillo malsano y ácido. Su cabello castaño rojizo normalmente le caía largo y rizado sobre los hombros y la frente, pero en esos momentos lo llevaba atado en una cola de caballo algo desaliñada.
… Prueba indudable de que había andado en algo. Siempre se recogía el cabello para matar. Y estaba vestido como si recién volviera de hacerlo, justamente. Olía a sangre, y su aura se sentía como la muerte inminente.
-Lo siento -dijo Artemisa, recuperándose de esa sensación-. ¿Qué puedo hacer por ti?
-Cariño, acabo de tener un día fantástico y quería compartirlo con todos mis buenos amigos.
Los presentes levantaron sus jarros de elixires desconocidos, altamente psicotrópicos, y hubo unos cuantos gritos de júbilo. El Dios de la Guerra los calló con un grito que sonó más bien como un feroz trueno, y desenvainó su cuchillo largo favorito. Una joya hecha por el mismo Hefesto y capaz de cortar prácticamente a través de cualquier cosa, fuera carne, hueso o roca.
El filo de diamante era lo único que no tenía sangre, el metal estaba rojo y goteante.
Apuntó a Artemisa con la larga punta del cuchillo, y se repantigó más en el diván.
-Dinos cómo va el marcador, preciosa -le ordenó.
Artemisa tragó saliva, desconforme, pero hizo lo que le pedía:
-... Ares tres, Atenea cero -respondió.
-Es un número muy bonito. Súmale uno más. -se rió Ares, y su sonrisa de tiburón adornó por largos segundos sus labios sedientos de sangre fresca-. Pero el juego se está poniendo aburrido, que esa perra no tenga ni la más puta idea de lo que estoy haciendo no es tan divertido como pensé. Es demasiado fácil, es más divertido cuando ella reacciona… ¿Podemos ver qué tanto siente el golpe? -la orden llegó de tan improviso, que Artemisa se sorprendió-. Me interesa, sobre todo, ver su reacción.
Se lo pidió con gesto exageradamente amable, bizarro en él.
Artemisa siempre supo que la había llamado para algo como eso. Odiaba que siempre fuera requerida más como sustituta de Selene que por sus propias habilidades. ¡Hasta Ares lo hacía, cuando sabía que se había unido a él para ganar respeto como diosa bélica! Sin embargo, no dijo algo mientras aparecía lo que necesitaba para el hechizo. Era un pequeño estuche de madera parecido a una polvera. Un objeto que, en manos de ella, daba risa. Abrió la «polvera» y sacó una pizca de un polvo marrón, terroso y con olor picante, y se acercó al brasero de bronce en el centro de la habitación, donde se quemaban las hierbas que se esforzaban por ocultar el olor inmundo de ese lugar. Arrojó el polvo directo al fuego mientras decía mentalmente el conjuro, y la llama se avivó con un rugido, volviéndose verde por un segundo o dos antes de regresar a la normalidad. Una nube de humo espesa y blanca se elevó.
-Dime qué deseas ver.
-Muéstrame dónde está Atenea ahora mismo. Muéstrame la hermosa cara de mi zorra hermana.
Se relamió los labios fríamente al hablar de Atenea, como siempre. Artemisa no podía ver dentro de su mente, pero cada vez que mencionaba a la Diosa de la Sabiduría y la Guerra, los ojos de Ares expresaban un deseo enfermo de hacerle cosas innombrables. ¿Qué quería de ella, realmente? Artemisa no estaba segura y, francamente, no le importaba. El sexo con Ares ya era muy violento cuando los dos estaban de buen humor como para hacerlo, casi siempre después de una victoria. Pero Artemisa sabía que Ares hacía cosas con sus perras «pensando» en Atenea; y la gran mayoría de ellas no sobrevivían la noche… Si tenían suerte.
-Está bien -convino Artemisa, y recitó otro hechizo. La magia de Selene fluyó a través de ella, y en la espesa nube remolineante de humo blanco apareció una imagen muy nítida, a colores. El humo se transparentó y expandió hasta tomar la forma tridimensional de las imágenes que se proyectaban, como un vívido holograma en el centro de la sala- Eso es ahora mismo. ¿Dónde está?
-Espero que en la casa de esa vieja e inútil que acabo de matar. Quiero ver la cara de Atenea cuando vea el regalito que le dejé en el patio.
Ares se inclinó hacia delante, cada vez más ansioso. Artemisa vio un bulto en sus pantalones. «Qué monstruo más desagradable.» pensó ella. «¿Cómo tártaro Padre permite que semejante bestia siga viva? ¡Es útil como Dios de la guerra, sí! ¿¡Pero por qué tengo que estar bajo sus órdenes si yo soy más útil que él!?». Pero su rostro no reflejaba sus pensamientos mientras miraba las imágenes, como una nítida película. Mostraban el interior de una casa sencilla y a una Atenea pequeña y encogida, vestida de civil, arrodillada frente al cuerpo de una mujer de mediana edad. Aunque por lo general no sentía nada cuando se refería a Atenea, Artemisa no pudo evitar sentir algo parecido a la pena. O no. No sabía decir, ella no sentía pena muy a menudo. Pero nunca había esperado ver el rostro de su «hermana», la favorita de Zeus, surcado por lágrimas. Parecía tan frágil en ese momento, tan devastada y desolada, como si estuviera a punto de desmoronarse y no volverse a levantar nunca más. Si no la hubiera reconocido por el rostro, hubiera dicho que esa mujer doliente y desgarrada emocionalmente no era Atenea. Artemisa tuvo que apartar la mirada de las imágenes, pero al hacerlo se encontró con los ojos venenosamente brillantes de Ares, que miraba el espectáculo con una ansiedad casi desesperada.
-Sí, eso es. Llora, preciosa. Llora, hasta que sangres -siseó Ares, profundamente complacido. Los otros seres a su alrededor sólo miraban, boquiabiertos y sin hacer ningún ruido. Ver esas imágenes era bastante contundente, pero faltaba algo-: Maldita sea, ¡Dame audio, Artemisa! ¡Esto no significa nada si no puedo oírla llorar y gritar!
La Diosa de la Caza y la Magia hizo lo que le pidieron, y echó otro polvo, blanco, al fuego.
Esa vez, el sonido hueco de una habitación vacía se hizo presente, y el llanto quedo de Atenea llegó a los oídos de todos los presentes. Artes cerró los ojos al percibirlo, como si disfrutara en extremo de un sonido excitante que lo dejaba en éxtasis.
-¿Los mataste a todos? -preguntó Artemisa, suavemente.
-¿Qué quieres decir? -gruñó Ares, molesto porque ella no lo dejaba oír, Atenea había dicho algo justo en ese momento.
-Seguro había niños ahí. Los héroes de Atenea tienen familias. ¿Los mataste también?
-¿El sol sale por el Este? -se rió el otro, dándole su respuesta sin rodeos.
El estómago de Artemisa se contrajo en un acto reflejo. Aunque no se la tragaba, no quería ver a Atenea gritar con desesperación cuando viera los cadáveres de los chiquillos. Todo el mundo sabía bien que era una diosa muy comprometida a sus causas y que adoraba a los niños. Hasta era madrina de más de la mitad de los hijos deformes y tontos de Afrodita y Hefesto… Por eso le gustaba irse apenas terminaba una guerra. Detestaba todo el griterío y lloros de las madres, esos siempre eran los peores. Así que cerró los ojos y esperó el chillido que no llegó. En cambio, el grito que oyó fue el de un Ares extremadamente furioso:
-... pero, ¿¡Quién es ese hijo de puta!? ¡ARTEMISA! ¿¡QUÉ MIERDA ES ESTO!?
Ella se giró hacia las imágenes, sin entender, y también se quedó muy sorprendida.
Un hombre alto y de pelo muy claro, casi blanco, de rasgos fuertes y atractivos, también vestido de civil, estaba con Atenea. Él tenía el protector gesto de sostenerla contra su cuerpo a medida que avanzaban por un jardín. Ella lloraba, sí, pero abrigada por ese sujeto que mantenía la compostura con una firmeza envidiable. Debía estar muy acostumbrado a ver a la Muerte directo a los ojos... esos ojos. Artemisa frunció el ceño, confundida. Conocía esos ojos…
-¡ARTEMISA! ¿¡SABÍAS DE ESTO!?
Ares se había levantado del diván, con el cuchillo largo en la mano, e iba hacia ella. Artemisa lo enfrentó con estoicismo, pero trató de no mirarlo a los ojos; la expresión de su rostro estaba llena de una ira que ya se sentía simplemente a través de su aura, ella no necesitaba que toda esa furia entrara a su mente de otro modo.
-¿Cómo voy a saberlo? Atenea siempre mantiene todo muy en secreto...
-¿¡QUIÉN. ES. ESE. TIPO. Y. PORQUÉ. ESTÁ. TOCANDO. A. ATENEA. ASÍ!? -gritó el otro, entre dientes.
Artemisa dio un paso atrás. Lo tenía justo en frente, y la punta del cuchillo indicaba su cuello.
-¡No lo sé, Ares! -se defendió la Diosa, con cautela- ¡Jamás lo había visto!
Pero no era así. Artemisa sólo había tenido que concentrarse un segundo de más en esos ojos azules, para saber que era el lobo blanco que derrotó a Milo y lo dejó temblando y lloriqueando como un cachorro reclamando la teta de su madre. Licaón de Acadia, el primer licántropo, una de sus presas más ansiadas. Miró hacia las imágenes, Atenea se refugió definitivamente en el pecho de ese hombre, y él la abrazó. Le decía cosas para calmarla. Su voz era magnífica.
… Se olvidó del cuchillo y de Ares de la rabia, ¡Quería patear y gritar! ¡Atenea le había robado a Licaón! Estaba con ella y lo dejaba acercársele de esa manera… Luego, comprendió tan rápido que logró tranquilizarse de la impresión. Si Atenea se estaba haciendo cargo personalmente de las muertes de sus héroes, y Licaón fue a pelear e uno de sus torneos… Atenea había estado en el coliseum. El lobo blanco, ese hombre monumental y dominante que había derrotado tan fácilmente al estupendo Milo, era un infiltrado de ella. ¡Maldita fuera! ¡MALDITA! ¡Esa desgraciada de Atenea iba a arruinar todo! ¡TODO! La ira fue tal que empezó a hacerle hervir la piel… aunque la Diosa de la Caza y la Magia no se sentía ni un octavo de lo salvajemente iracundo que Ares estaba.
El Dios de la Guerra lanzó su precioso cuchillo hacia un lado, con un grito de frustración, y el arma se clavó en el pecho de una de las ménades que habían estado con él en el diván. La criatura cayó al suelo instantáneamente, y Ares cerró los ojos al recibir la subida de acolitaje por esa muerte, como si fuera el mejor sedante. Los demás seres presentes se apretujaron y salieron de la habitación atropellándose unos a otros con infinito terror. Ninguno quería ser el siguiente...
Imperturbable a eso, Ares fue hacia el cuerpo de la mujer. Con una patada, puso el cadáver boca arriba y arrancó el cuchillo de su pecho.
-... es una zorra, ya lo sabía yo. ¡Diosa Virgen, mis pelotas! -gruñó entonces, respirando con rapidez.
-Ares, cálmate. ¡Ares! -intervino Artemisa, cuando logró recuperarse de la impresión- No lo arruines ahora que estás tan cerca de alcanzar tu objetivo...
Ése objetivo que ella aún desconocía, porque él insistía en mantenerlo en absoluto secreto.
Ares se detuvo en el acto de limpiar el cuchillo con el faldón de su camisa, y se volvió a mirarla.
-... oh, Arty, yo no sé de dónde saca la gente que eres una perra loca y sin escrúpulos. Siempre sabes qué decir para ponerme de buen humor -comentó, con una sonrisa de niño bueno que había aprendido a poner para su madre, la Reina. Se acercó a ella y envainó el cuchillo en la funda que llevaba sobre la pierna izquierda-. Lo tienes todo; eres hermosa, ruda, inteligente, fría, sexy... no sé por qué no eres tú la Diosa de la Guerra, ¿Te imaginas el par que haríamos?
Ella tragó saliva, temiendo cualquier cosa. Cuando Ares hablaba así, algo peor tramaba.
-... no lo arruines, la misión de la próxima semana es una de las más importante. -le recordó Artemisa, con un gesto muy serio-. Pronto tú serás el vencedor absoluto. Hasta ahora, estás ganando. Ella se debilita. Atenea no durará mucho después del gran golpe, tú mismo me lo aseguraste... ¿Es que lo vas a echar todo por la borda, porque ella se ha conseguido un juguete nuevo?
-Claro que no, tienes razón.
Ares respiró hondo y se pasó lentamente las manos por el cabello. Se quitó la coleta, y sus rizos rojizos cayeron sueltos sobre sus hombros. Con un chasquido de dedos, se cambió de su ropa de matar, sucia de sangre y sudor, a una más formal y limpia, una camisa de seda rojo vino y pantalones de vestir negros, elegantes. Casi parecía un hombre decente. Cualquier mujer (y muchos hombres) hubieran querido estar a su lado cuando se presentaba así y jugaba a ser galante, impresionante, y más cuando se ponía en el papel del estratega conquistador.
Pero Artemisa sabía bastante bien la clase de juegos que a ese enfermo le gustaban de verdad… Y debía tener mucho cuidado, de eso dependía llegar a ser la nueva Diosa de la Guerra.
Artemisa se volvió a mirar un instante las imágenes del hechizo: Atenea estaba llorando a lágrima viva en los brazos de ese hombre de cabellos albinos, junto a los restos de una mujer mayor. Él dijo algo y ella negó con la cabeza. Artemisa movió la mano, y las imágenes se fundieron en un remolino de colores desteñidos hasta volverse humo blanco otra vez, y finalmente, el sonido desapareció. Ares tenía los ojos fríos, acariciaba el mango de ese cuchillo como si lo amara. Se acercó a su media hermana y la miró con un cariño engañoso.
-... voy a hacer que esa desgraciada pague. Cuando la tenga en mi poder, sometida y débil como la pequeña zorra que es, voy a hacerla gritar tanto que va a desear nunca haberme despreciado. -levantó la barbilla de Artemisa con la punta del índice, y observó los ojos negros de la Diosa con fascinación-. Va a llorar, y a sangrar. Cantará para mí en gritos de dolor tan deliciosos, y la violaré tantas veces... tantas... todo encontrará su lugar, ya lo verás.
Artemisa sintió un escalofrío en la espalda.
-... ¿Qué vas a hacer con ella, la matarás?
-No quiero matarla, Arty. Quiero someterla. Humillarla. Aplastarla. Hacerla mía -repuso él, con suavidad-, para hacer lo que me venga en gana con ella. Mi madre estará feliz con la caída de la usurpadora y nada me satisfaría más que hacerla mi perra por el resto de la Eternidad. No importa lo que pase, ella siempre se para sobre mi cabeza. No podemos tener una guerra en paz, porque esa maldita siempre arruina la fiesta. Que justicia y qué sé yo... zorra orgullosa, siempre se ha creído mejor que yo; más justa, más digna del amor de nuestro padre, más valiosa para el Panteón, más merecedora de honores, más inteligente...
Artemisa reconoció que era cierto que Atenea era una estúpida engreída, pero...
-Es hora de tener una nueva Diosa de la Guerra -dijo Artemisa, más para sí, afianzándose en su plan.
-Tú serás una magnífica Diosa de la Guerra, Arty. -se rió Ares, con una sonrisa ancha y contenta, ya se le había pasado el ataque de ira. Acarició la mejilla de Artemisa con los labios, y sin mediar palabra o gesto de advertencia, le apretó el cuello con devastadora fuerza, al tiempo que comprimía los dientes. Ella gimió- Pero si no te portas bien y me obedeces, vas a terminar como Atenea, ¿Me entiendes?
Artemisa trató de no empujarlo, de no golpearlo... No quería tener que recuperarse de nuevo de las heridas por otra pelea entre ellos.
-... entiendo -dijo, en un quejido.
Ares le besó la mejilla y la soltó.
-... muy bien -convino, y dio media vuelta, para volver a su diván. El cuarto estaba desierto y eso hacía más fuerte su aura de muerte, terror, miedo y furia. La guerra-. Averigua quién es el nuevo juguete de Atenea, quiero cortarle las pelotas y la cabeza yo mismo. Me apetece hacerme un collar con sus tripas, ¿Está claro?
-Más claro que el agua, Ares -aceptó ella, con un carraspeo y una leve reverencia.
Temblando de ira y temor a partes iguales, Artemisa se apuró a salir del departamento, rabiosa, frustrada. Atenea estaba a punto de arruinar sus planes. Necesitaba encontrar la manera de hacer tiempo, porque no podía decirle a Ares que el «juguete» era Licaón; y quería encontrar la ventaja de saber que era un infiltrado. Si Ares tenía la menor sospecha de que sus actividades estaban en peligro, dejaría el juego y ella no llegaría a ser Diosa de la Guerra en mucho tiempo. Golpeó con un puño una columna de mármol que se cruzó en su camino, haciéndola añicos… Necesitaba pensar bien su siguiente movimiento.