Olímpicos: Capítulo 6, parte final

May 06, 2012 17:19




CAPÍTULO 6, parte final

No lo miró, no lo vivió de nuevo, pero la sensación estaba ahí, el horror y el miedo, y el asco en sí mismo seguía ahí, por más que en ese momento caminara victorioso, y con una sonrisa. El rey traía un enorme plato con una cubierta de oro, y atravesó rápidamente la mesa-pasarela para ir a postrarse frente a Zeus. Le exhibió el plato, justo sobre el regazo, y bajó la cabeza en una actitud muy servicial que puso al Dios de Dioses muy contento. Zeus estiró la mano y retiró la tapa del plato, encontrando un manjar de exquisito aroma, preparado con vegetales crudos y unas lonjas de carne asada colocados en forma de una “V” sobre un colchón de hojas verdes.

-¿Qué platillo me has preparado? -preguntó Zeus, arrogante.

Licaón alzó apenas la mirada por encima del plato, y sonrió:

-Uno que seguramente disfrutará, mi señor.

El Señor del Olimpo tomó una pieza de la carne separada a un lado del plato, y se la llevó a la boca. Alzó las cejas, y masticó aún más lento... De repente, Zeus apartó la mano, y sus ojos muy abiertos volaron hasta clavarse en la mirada burlona de Licaón, el que sostenía la bandeja. El poder de una furia indescriptible, peor que cualquier cosa que hubiera sentido en su vida, se hizo presente dentro del salón.


El Señor del Olimpo usó sus poderes para arrebatar el plato y todas las cosas que contenía se esparcieron en el aire, flotando y girando suavemente en sus lugares, revelando la forma de un delgado brazo humano que había sido cocido y descarnado, debajo de los vegetales.

Un brazo menudo, que no podía ser de un hombre adulto.

Zeus se levantó del trono y golpeó el piso de mármol con el pie:

-¡¡PECADOR!! -aulló, y su voz sonó como un trueno brutal.

El rey de Acadia fue golpeado por la poderosa onda de la ira del Dios directamente en el pecho, y salió disparado, junto con sus hombres. Sus esposas, asustadas, se pusieron de pie y empezaron a retroceder y huir, igual que el resto de los invitados. El cielo se oscureció y la luz se desvaneció del recinto, de a ratos iluminado brutalmente por el feroz restallido de unos relámpagos terribles. Todas las puertas se cerraron, automáticamente, y los gritos se hicieron más estridentes. Pronto, y al sonido de otro trueno, los generales se desvanecieron en el aire, entre gritos dolorosos. Un tremendo olor a cabello quemado impregnó el aire, matando la dulzura del incienso y la belleza del salón.

Licaón estaba solo, tendido sobre la larga mesa.

Se levantó sobre un codo, para enfrentar con toda su rabia al Rey de los Dioses.

-¡NO DEBISTE IRRESPETARME EN MI PROPIA CASA! ¡SEAS QUIEN SEAS, SÓLO ERES UN INVITADO EN MI TIERRA! -le dijo, con la bravura de un soldado frente a la muerte, mientras lo observaba acercarse por la larga pasarela.

-¿¡TU TIERRA!? -repitió el Dios, escupiendo las palabras con rencor.

Los platos y los restos de comida volaban hacia los costados, estrellándose en las columnas y paredes.

Algo brillaba en la mano derecha de Zeus. Refulgía violentamente, como si retuviera un relámpago en su puño, pero era solamente un pequeño tatuaje. Afuera, la horrible tormenta eléctrica respondía a los impulsos que iluminaban ese tatuaje...

-¿¡CÓMO HAS PODIDO!? ¡¡PECADOR!! -vociferó Zeus, y los truenos fueron el perfecto acompañamiento- ¡¡SERVIR CARNE HUMANA A TUS DIOSES!! ¡¡BLASFEMO!!

Con un violento pase de la mano, el Dios levantó a Licaón en el aire.

La gente que seguía encerrada dentro del recinto levantaron más sus gritos, horrorizada.

Impotente, el otro se vio acercado a velocidad infartante hacia el rostro fúrico del Señor del Olimpo, y quedó suspendido delante de él, completamente a su merced. No podía moverse, aún antes de que Zeus apretara el puño, y una oleada dolorosamente picante y caliente recorriera el cuerpo de Licaón de Acadia, con una potencia devastadora. El dolor le hizo gritar, sus entrañas se cocían en su propio jugo, y los cabellos se le quemaron instantáneamente, ardiendo en llamas... ¿Cómo podía tener tanto dolor y a la vez verse a sí mismo, con horror?... Toda la ropa se le convirtió en cenizas, y quedó desnudo frente al Dios. Zeus detuvo el ataque, y observó con agrado la piel del hombre, cubierta de hematomas y quemaduras en forma de llagas.

No lo había matado aún, pero eso bastaba para explicar el punto.

-Y pensar que si solamente hacías lo que yo te decía, y lo hacía bien, hubieras tenido el apoyo incondicional de Ares, aún si fueras un maldito hijo de puta…

Licaón descubrió que aún podía mover los ojos, pero no hablar.

El cuerpo se le retorcía de dolor, pero no podía moverse.

El olor era lo más espantoso.

El estómago se le revolvió, peor si hubiera visto la más cruenta escena de cadáveres putrefactos en cualquiera de todas sus guerras. Pero hasta el reflejo del vómito tenía negado...

-Sé que los mortales tienen códigos distintos, pero algo siempre es igual: USTEDES deben respetarnos... Acabas de experimentar una parte del precio de desobedecer. -susurró Zeus, hablándole al oído, que despedía tenues volutas de humo... ¿Por qué no había muerto, por qué siguió consciente, dolorido, humillado?...-. Te he visto antes, Licaón de Acadia, y sigo tus victorias. Peleas como un animal, fornicas como un animal, y te comportas como un animal. Incluso me has servido una carroña, que como buen animal que eres, seguro creíste que sería apropiada para expresarme lo que sientes. Mala elección.

Zeus lo elevó un poco más en el aire, y lo soltó sobre la mesa de mármol blanca.

Licaón impactó con un aullido de dolor, y se retorció en su lugar hasta alcanzar una posición más o menos fetal, azotado por los estertores del sufrimiento. Le costaba tanto respirar, que no dudaba de que su muerte estaba muy próxima. Oía débilmente los gritos de sus esposas, y de los hombres y mujeres que habían asistido a la comida...

-… debería matarte por esto. -continuó el Rey de los Dioses.

Los relámpagos seguían iluminando el salón uno tras otro, aterrando más a la gente reunida. Los llantos de las mujeres eran histéricos.

Licaón quiso estirar una mano hacia Zeus, para tocarle la sandalia.

La piel de sus dedos se había cubierto de llagas, y se estaban reventando una tras otra. La sangre goteaba. Alcanzó a tocar el pie del Dios, y lo miró, pero en sus ojos no había súplica. Seguía irradiando ira. Si hubiera sido capaz de levantarse, habría tomado una espada para pelear...

Por alguna razón, el señor del Olimpo se detuvo, y al parecer tuvo una mejor idea que matarlo:

-… Matar a uno de tu propia raza para servirlo a un Dios, ¡Es despreciable! Debería matarte y hacer un trato con mi hermano Hades para que te torture personalmente en lo más horrible del Tártaro. -empezó el Rey de los Dioses, con tono muy molesto- Siento que me ha insultado un animal. Una bestia. Un monstruo, que no merece ser llamado “humano”.

Licaón quiso arrastrarse, sangrando sobre el mármol, buscando con más frenesí una forma de atrapar el pie de Zeus. El Dios hizo una mueca de desagrado, y añadió:

-Supongo, entonces, que no les importará SER animales, ¿No Licaón?

Los ojos de Zeus relampaguearon por última vez, en amenaza, y desapareció del salón cuando otro relámpago iluminó los cielos. El salón quedó a oscuras. Rápidamente, el silencio cayó en el recinto y el cielo se limpió, de manera que la luz del mediodía entró por las claraboyas a raudales. Algunos se acercaron a ver el cuerpo de su rey, la mayoría seguían buscando cómo salir del salón, pero las puertas seguían cerradas. Nadie entendía lo que estaba pasando.

Licaón de Acadia pareció volver a la vida, y abrió la boca para gritar, atravesado por un dolor indescriptible que le transformó el cuerpo. Las mujeres retrocedieron de inmediato. Lo vieron contorsionarse, afectado por un mal que no tenía explicación, retorciéndose, gritando… crujiendo, aullando.

Lo que aquellas personas vieron, fue lo último en sus vidas. El rey que una vez les gobernó reventó su piel quemada y en lugar de sangre, brotó un pelaje oscuro como la noche de las heridas. Le creció colmillos, uñas, y unos ojos azules, capaces de paralizar.

El aura de una bestia les invadió, y el horror los dejó congelados como presas indefensas.

Y el monstruo los mató, a todos y cada uno, y se comió sus corazones…

-o-

Con un grito nacido del espanto, se despertó violentamente y se alzó sobre el colchón como si un resorte lo hubiera empujado desde la espalda. Todo su cuerpo estaba cubierto de sudor, y las manos le temblaban de forma incontrolable. Las aplastó sobre sus piernas, histérico, a ver si conseguía calmarse, y recién cuando creyó que tenía algo de coordinación, se estiró para encender la lámpara de la mesita de noche.

Se bajó de la cama rápidamente.

Cada paso le costó horrores. Las piernas se le doblaban.

¡Qué pesadilla más horripilante!

Llegó hasta el baño, y tras encender la luz, lo primero que hizo fue lanzarse sobre el lavabo, porque tenía el estómago revuelto. No vomitó, pero estuvo muy a punto. Cada vez que recordaba el olor putrefacto de la carne y los cabellos quemados, o el sabor de la carne y la sangre, una imagen se le venía a la mente, y el asco lo embargaba. Se apoyó en el lavabo y respiró profundo hasta calmarse.

Se miró al espejo, y encontró sus ojos azules, intensos.

-… cálmate -se dijo, con la voz temblorosa.

Apretó los dientes, forzándose a creérselo. Todo estaba bien. Por favor, ¡No podía ser real! Cualquiera pensaría que ya había terminado con todo eso, que no lo viviría de nuevo, que…

-Cálmate, Licaón. -susurró, hablándole al espejo-. No eres un animal. Tú no eres… un monstruo. Ya no. Ya no eres así. Ya…

Cerró los ojos, sintiéndolos húmedos por la rabia y la impotencia.

Apoyó la frente en el pequeño saliente donde colocaba su cepillo de dientes y las cosas de afeitarse, y el frío de la cerámica le invadió todo el cuerpo. Creyó que no sería capaz de soportarlo. Otra vez se le retorció el estómago, y quiso vomitar. Otra vez, no lo consiguió.

Volvió a mirar el espejo, desesperado:

-Ya no eres ese hombre, ese monstruo, y nunca volverás a serlo -sentenció, y lo repitió en voz baja muchas veces, como un mantra que le ayudó a canalizar el miedo, convirtiéndolo en ira, y luego en fuerza.

Partió el lavabo de cerámica sólo con la presión de sus dedos.

Y le hizo sentir mejor el destruirlo, y sentir la fría cerámica en la piel.

Por lo menos, no era un hueso humano.

Hacía por lo menos doscientos años que no soñaba con esa estúpida pesadilla... Aunque el estúpido era él al pretender creer que sólo había sido una pesadilla. No lo era. Aquello que tanto le atormentaba, era el recuerdo de lo que había sucedido hacía tres mil años, en su propio palacio, el inicio de la maldición no solo de él, sino de sus hijos y de su reino... Era el relato vívido de cómo había terminado maldito, pagando por más crímenes de los que podía recordar.

Durante un tiempo, habían actuado como las bestias que Zeus les designó ser. Habían arrasado pueblos, asesinado personas, violado mujeres, devorado carne de cualquier raza... Zeus se llevó a sus hijas y maldijo también a todos sus hijos, convirtiéndolos en la misma bestia en que lo convirtió a él. Su familia entera y su reino, quedaron destruidos a manos de su mal juicio y, luego, de sus garras y colmillos...

Junto a sus hijos, formó una invencible manada destructora de cincuenta hombres-lobos. Por quinientos años, arrasaron con todo lo que había a su paso.

Hasta que su manada empezó a decrecer. Cuánto más empezaba a tener conciencia de sí mismo, sus hijos eran más incontrolables y peligrosos. Empezaron a asesinarse entre ellos, luchaban por ser el mejor y por ser mejores que él, incluso. Como todo en esos años, era borroso en su mente, pero sabía que habían sido muchas la cantidad de veces que sus propios hijos lo quisieron matar. El único que lo defendió alguna vez fue Acontes, aunque lo había repudiado mil veces, como humano y como lobo...

Pero, ¿Cuándo fue eso?

¿Cuándo, realmente, se dio cuenta de lo que hacía?

Ah, sí. En el último gran saqueo.

Cuando iba a rematar a ese bebé indefenso. Iba a bajar sus garras sobre la cabeza del niño, para arrancársela, y vio en sus grandes ojos negros y llorosos el reflejo de una criatura horrenda, con el pelaje negro y los ojos de un azul profundo y colérico. El pelaje, manchado de sangre, y los ojos, aterradores. Lo que vio le asustó tanto, que huyó despavorido. Abandonó a sus hijos, en otro momento de locura irracional, y desapareció en el bosque.

Cuando encontró un río, quiso lavarse, pero la sangre había manchado su pelo hasta el punto de que no podía quitarse…

POR LO QUE DECIDIÓ CAMBIAR.

Y fue en más de un sentido.

No fue sólo un cambio de piel. Fue un cambio de rostro, un cambio de edad. Desde que Zeus le convirtió en ese monstruo, no había reparado en que tenía también capacidad de volver a su forma humana, y cuando lo pudo hacer, supuso que era un milagro. Aún al día del hoy, nunca entendió como pudo dejar de ser el animal y volver a su forma humana, pero cuando se dio cuenta de que podía pensar con cierta claridad, se hizo un juramento: No volver a posar sus manos sobre una persona. No era un animal, pero sentía que si tocaba, olería y podría tener hambre de nuevo... Tenía un lado humano, y debía aprender a usarlo. Eso fue mucho más duro y largo de lo que podría explicar nunca, pero finalmente, tres mil años después, podía decir sin dudas que había logrado controlar al animal...

Todavía temblando un poco, Licaón de Acadia se miró al espejo del botiquín.

Sí. No sólo había sido un cambio de piel. En tres mil años, había tenido muchos rostros, colores y tipos de cabello, y tonalidades de piel según en donde se quedara. Pero lo único que no podía cambiar era el color de sus ojos, que siempre permanecía igual. Desde hacía unos ciento cincuenta años era Lance Hewlett, y había hecho de todo un poco. Era un hombre de uno noventa, con el cabello rubio muy claro y facciones anglosajonas, con la piel dorada que fácilmente se tostaba con el sol, y un atractivo físico que no había sido capaz de eludir en ninguna de las formas que tomaba su cuerpo... Las mujeres lo seguían, y no podía acercarse a ninguna. Jamás. No desde que SABÍA inconscientemente que había mancillado a muchas, cegado por la ira del monstruo.

Si hubiera podido cambiar en alguien feo, que nadie recordara ni mirase, sin duda lo hubiera hecho. Pero Zeus tenía mucho sentido del humor y vanidad, al parecer, como para que una de sus creaciones fuera fea.

Licaón se sentó en el váter y se mandó a recordar más de porqué ya no era ese monstruo. Su carácter belicoso ya no existía, no para con los humanos. Se había domesticado, sin tener realmente un amo. ¿Acaso no era eso lo que el Señor del Olimpo pretendía de él? ¿Domesticarlo? ¿Convertirlo en una persona servil, como los idiotas que le rendían pleitesía y lamían sus sandalias todo el día?

La ira volvió a envenenar su sangre, y se dio una cachetada para calmarse, y dejar de pensar como quién fue.

-¡NO ERES ESE HOMBRE! ¡BASTA! -se gritó, y le mostró al espejo unos colmillos anormalmente largos y agudos que sobresalían en su perfecta dentadura blanca y pareja. No pudo evitar que algunas lágrimas bajaran sobre sus mejillas, destrozado por la culpa y el rencor- ¡YA NO ERES ESE MONSTRUO!

Pero no sabía si, en el remoto caso de que volviera a ver a Zeus, le gustaría darle una patada en el culo o agradecerle lo que le había hecho. Su orgullo no se lo permitiría, por supuesto, pero sin duda le había dado la inmortalidad y tiempo para redimirse... Aunque también había “inventado” una de las más destructivas raza de monstruos en el proceso...

Nunca más volvería a ser lo que fue gracias a miles de años en su vida entrenando y mejorando como persona para no serlo, pero tampoco sería realmente un hombre. No había mujer mortal que quisiera tener al hijo de un monstruo. ¿Quién iba a creer eso? ¿Quién iba a convivir con eso, sin enloquecer?

¡NADIE!

Tenía que pagar su condena solo, le parecía hasta correcto. Ya no le importaba nada, excepto no lastimar a nadie inocente, no seguir manchando sus manos. No tenía forma de retribuir el mal que había hecho, lo menos que podía hacer era seguir adelante sin crear más problemas, y aceptar lo que Zeus le había hecho, como que aún no había logrado. Porque estaba completamente resignado a su vida, pero eso no quería decir que la agradeciera.

No iba a envejecer nunca más. No iba a morir. No iba a ser perdonado… jamás.

Eso era lo que hacían tres mil años de castigo.

TRES MIL AÑOS DE CULPA.

... y sólo dos mil quinientos de arrepentimiento verdadero.

(¡VAMOS AL CAPÍTULO SIETE!)

cuento, olímpicos, tipo: fantasía

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