¡Hola Gente!
Dos cosas qué decir que tienen que ver con estas viñetas sin nombres.
1. Toma el “canon” de Olímpicos, la historia original de fantasía urbana que estamos haciendo
melisa_ram y yo, donde seguimos a gente del panteón grecorromano en la actualidad. No está ambientada en estas fechas, pero son parte de la historia de los personajes que presuponemos para ellos y que son interpretaciones de los mitos.
2. Aunque las escribí hace mucho, decidí subirlas aquí como una contribución para el mes de los dioses del amor, en la comunidad
mythfreaks_esp, comunidad donde todas las mitologías del mundo son bienvenidas! Pásense por ahí, puede que los post de actividades les hagan gracia!
Y, ¡a lo que vinimos! Dos viñetas donde la protagonista es nuestra querida Afrodita, diosa del amor griega, y donde el Hefesto/Afrodita nos hace sentir amor.
Viñetita 8
Afrodita estaba llorando de nuevo. Lo hacía arrellanada en una esquina, al fondo de la habitación con ropa que Ares le había hecho llegar para ella.
Ahí nadie la vería llorar, mientras las heridas de la golpiza a su cuerpo iban curando. Las que más le dolían, las de su interior; eran las que duraban más en sanar, porque fueron las hechas con más insistencia por él, mientras le gritaba insultos y la golpeaba no a ella, sino a otra mujer.
Ares estaba en guerra con Atenea y perdiendo. Venía de malas a su casa y, para peores, la veía a ella con el rostro de la enemiga que más odiaba… y deseaba.
Ya varias veces había pasado, pero en esos tiempos era peor, después de que Hímero fuera tan abiertamente parecido a su madre. Después de haber tenido a Harmonía (a la que no volvía ni a ver), Ares estuvo alegre de que el siguiente fuera un varón para tener más fuertes guerreros a su cargo. Hasta que creció, y fue tan obvio que él no podía sobreponerse a su condición de dios fálico y doméstico, como sí pudo hacerlo el mayor, Ánteros.
“Por eso no quería tus hijos… ¡Panda de afeminados!” Le decía algunas veces Ares, “Solo los gemelos son hijos míos, al parecer. ¿Para eso me rogabas que te diera permiso de concebir? ¿Para tener hijos mariquitas? ¡No debí dejarte nunca darme ese deshonor! ¡Esos tres manchan mi nombre!”. Ella aprendió a hacer oídos sordos a sus reclamos, solo conectándose con el amor que hasta los gemelos, muy en el fondo, sentía por ella.
Pero cada vez era menos lo que los gemelos tenía de corazón. Fobos y Deimos eran su peor dolor. Entre sus juegos favoritos, se “divertían” con Hímero, aterrorizándolo con sus poderes hasta hacerlo llorar y orinarse encima; riéndose a carcajadas del pobre chiquillo. A Afrodita se le partía el corazón verlo así, y siempre lo defendía y consolaba aunque luego Ares la castigara por ello.
“Solo tiene siete años…” Se lo ocurrió suplicar alguna vez… las heridas duraron en sanar por tres días, y ella no salió de su dormitorio todo ese tiempo. Los niños no tenían que verla así.
Aunque sabía que ellos sabían. Harmonía, su niñita de 10 años, siempre la abrazaba fuerte, muy fuerte y la tranquilizaba diciéndole que todo iba a estar bien, que ella estaba ahí. Hímero también lo hacía, cuando estaba seguro que no habían personas que le pudieran contar a Ares que fue amable con ella, sobre todo los gemelos que la despreciaban, y cada vez más, a su madre y hermanos menores por ser tan débiles y emocionales.
Anteros, ya casi un adulto, estaba siempre en la guerra. No lo veía en dos años. Por eso se sorprendió mucho cuando oyó su voz abriendo la puerta y gritando.
-¡Madre, madre! -con un tono perentorio y asustado.
Afrodita salió sin importarle que aún sentía su ojo morado y el dolor de la mordida en el cuello. ¡Su hijo, su hijo estaba ahí!
Lo abrazó tan fuerte que su estómago magullado se volvió a resentir, pero no le importó. Y lo besó mucho y tendido el rostro, sin oírle lo que le decía de la felicidad.
-¡Mi niño, mi niño! -decía ella, fuera de sí- ¡Estás bien, estás vivo, mi amor!
Ares nunca le decía noticias de él. Le parecía muy gracioso “dejarla con la duda”.
Cuando lo pudo soltar para verlo, se dio cuenta de que ya no era su niño. Apenas tenía 17 años, pero, entre lágrimas, pudo ver que estaba alto, curtido, con cicatrices en el cuerpo y el alma. Afrodita lo abrazó de nuevo, llorando con gran dolor.
-¿Qué te han hecho? ¿Qué te han hecho? ¿¡Dónde se ha quedado mi muchacho!?
Fue en ese momento en que Afrodita pudo oír lo que Ánteros le decía:
-Hemos perdido… tienes que escapar. Él dijo que si no podía matar a la real, al menos disfrutaría a la otra. ¡Madre, tienes que escapar!
Afrodita lo miró con horror. Si ella no estaba, ¿Qué le pasaría a Harmonía e Hímero, sin ella para salvar su corazón? Y también, ¿a donde irían?
Ánteros la zarandeaba, de mal humor y le gritaba:
-¡Vete, vete a un lugar seguro, huye ya!
Y de repente, supo donde irse.
Los preparativos se hicieron en secreto y muy rápidamente, con una rapidez vertiginosa y caótica, que la hicieron centrarse en cada paso antes que pensar en el futuro.
Logró que Ánteros fuera con ella y los dos menores (Los gemelos los lloró al irse. Ellos eran felices con su padre, no con ella. No tuvo ni fuerza para despedirse de los dos). Con el favor de Hermes, los cuatro lograron llegar a la entrada en la fría y oscura cueva. Viendo con solo la ayuda de la luz nocturna, al adentrarse más y más en la negrura, cada vez más amplia y oscura. A su paso, las piedras se abrían como si fueran puertas mientras runas olímpicas se iluminaban.
Y Ánteros se dio cuenta a dónde iban…
-Madre, ¿¡Estás loca…!? ¡Salgamos de aquí ahora mismo! -su grito reverberó en toda la cueva, e hizo moverse a una bandada de murciélagos, chillando.
Él intentó cogerla a la fuerza y hacerla devolverse, pero Afrodita peleó por seguir. Nunca había peleado pero… pero ahí era el único lugar seguro. Él era su único lugar seguro.
Hímero se puso a llorar por la discusión entre ellos dos, y la mirada de Harmonía sobre su hermano mayor lo hizo tranquilizarse y dejarla ir. Afrodita tomó en su pecho al menor, que tenía sus alitas plegadas rodeando su cuerpo de miedo, y siguió.
EN el último recodo, la roca se abrió antes de ella tratar de hacerlo con el hechizo hablado que había estado murmurando todo el tiempo. Él estaba al frente, serio, irradiando calor. Afrodita lloró mientras imploraba:
-¡Heffy, por favor, por favor…!
Ánteros se puso al frente de la comitiva, con la mano sobre la empuñadura de su espada, y en silencio, esperó la reacción del dios al que su madre pedía refugio.
El dios vulcánico se quedó en silencio por minutos, y todos lo hicieron a a la vez; mientras él la veía con furia y el aire a su alrededor se calentaba más y más. Pero, con un carraspeo, se puso de lado para darle espacio de entrar, sin decir ninguna palabra.
… Y nunca más la dejó ir de su lado.
Viñetita 11
El sonido del repicar constante de metal contra metal se oía por toda la caverna. Así de fuerte estaba golpeando en su trabajo.
Ese sonido se había oído por más de dos días seguidos, solo con pequeños interludios de silencio, para empezar de nuevo con fuerza renovada.
Afrodita estaba preocupada, y mucho. Mientras veía a sus niños dormir, después de que habían pasado varios días muy nerviosos, supo que no les había mentido. Él los protegería, los dejaría vivir ahí, guarneciéndose mientras la guerra entre Ares y Atenea terminaba y su odio hacia ella, por la huida con sus niños, no fuera tan acuciante.
Sin embargo, lo que la hacía sentir muy preocupada y culpable, fue que Hefesto echara a Atenea de la casa, y no tuviera el coraje de ponerse en pie y decir que ella y sus hijos eran los que se iba de ahí. Eso debió hacer. Ella era la que había conseguido traer discordia en esa pareja. Y por más que quería proteger a sus hijos, no tenía derecho a hacer que los demás sufrieran por su culpa.
Pero no lo hizo, porque no quería irse. En tantos años lejos de él, se dio cuenta de lo tanto que lo amaba. En verdad, como amaban los demás sin necesidad de dejarse llevar por una imagen falsa. Hefesto la veía a ella, y solo estando sin él, se dio cuenta de que eso era el amor y era lo que más deseaba. No lo iba a volver a dejar, y menos en ese instante en que él se sentía tan mal, que no hacía más que hacer más y más, y más escudos.
El sentir el vacío en su corazón, la rabia e impotencia contra sí mismo y ese tan terrible dolor de pérdida; no la dejaba en paz. Era su culpa, y aunque lo sabía, por primera vez en su vida no quería arreglarlo. Una pareja que se quería y respetaba, había roto y ella no quería remediarlo. Porque él la amaba a ELLA, a Afrodita, y curiosamente, por él pudo darse cuenta de que Afrodita no era solo el amor de los demás, sino que podía amar y decidir también.
Por eso, al amanecer del tercer día, en que parecía que los golpes iban a oírse hasta el infinito, pequeños retumbos por todas las paredes de piedra; Afrodita dijo que ya era suficiente.
Y ahí estaba, en la entrada de su honda cueva, con el fuego amarillento al fondo, calentando más y más el aire del lugar. Iba con ambrosía líquida para él, aunque no solo quería hacerlo alimentarse sino… Hefesto vio solo un instante hacia atrás, carraspeó y Afrodita se sintió golpeada por su enojo contra ella, su exasperación contra él mismo… pero dentro de todo ello, su amor.
Afrodita se sintió iluminada por éste, aunque no supiera que estaba a oscuras; y lo guarnecida, protegida y cálida que supo que ella y sus hijos estaban la hicieron estar a punto del llanto.
Aunque Hefesto le dedicó un gruñido bajo, exaltado como estaba, ella puso la ambrosía a un lado. Sin más, le abrazó la cintura por detrás y puso su cabeza en su hombro. El calor del fuego y los metales incandescentes era enorme, su piel casi se quemaba, pero no le importó. Porque, por más que Hefesto seguía enojado con ella, no se la quitó de encima y siguió su trabajo.
Afrodita no lo soltó por varias horas, hasta que él terminó su trabajo, tomó la ambrosía y salió. Lo miró irse sin decirle nada, y Afrodita lo siguió, sabiendo que él era su hogar.