El signo de los cuatro, capítulo 4

Nov 26, 2012 00:30


Siento muchísimo la espera desde el anterior capítulo... La parte buena es que al fin he desanudado los nudos que no me dejaban ver la trama, y ya está casi todo escrito. La parte mala es que tengo que encontrar tiempo para pasar lo escrito de la libreta al ordenador (Nota mental: ¿qué tal si desechamos ya la libreta?).

He partido lo que llevo escrito en dos capítulos, para no alargarlo más: hoy el capítulo 4, y en cuanto pueda el 5 (espero, espero que esta misma semana).

Muchas gracias por vuestra paciencia!

El signo de los cuatro



Capítulo 4

BLOG PERSONAL DEL DR. WATSON

A la mañana siguiente, tomamos el tren de las 6:15 hacia Ewhurst, ya que Sherlock quería asegurarse de que podríamos hablar con Jack “El Patillas” antes de que saliese hacia su trabajo o sus quehaceres diarios. Así que preparé una mochila pequeña con bocadillos, un libro y una muda: con Sherlock, uno sabe a qué hora sale de casa, pero nunca cuándo volverá.

La noche anterior, tomando un té antes las ventanas abiertas de la sala de estar, me explicó que había usado con la anciana una historia similar a la que Mary usó con el camarero: se hizo pasar por un amigo de su hijo que quería comunicarle la muerte de otro amigo común. La mujer fue muy amable, le invitó a pasar a tomar el té, le enseñó los álbumes de fotos familiares y su colección de caracolas. Muchas se las había enviado por correo su hijo, desde distintas partes del mundo (“No, no conservaba los sobres, John, no todo el mundo es tan atento a los detalles como Mary Morstan”). Después de aguantar estoicamente más de dos horas, Sherlock al fin le pidió la dirección de su hijo. La pobre mujer se la dio, y añadió una fiambrera de plástico con dulces caseros para que se la entregara a Jack (“Y dígale que me llame más a menudo, ya sabe que con mi vista me cuesta mucho llamar por teléfono”). Sherlock incluso se encontró en el portal con el dueño del bar pero, naturalmente, no le reconoció.

Yo me reí ante eso.

-¡Ni tu madre te hubiera reconocido, Sherlock! Ya viste que ni la señora Hudson ni yo lo hicimos. No tenía ni idea de que fueras tan buen actor.

Sherlock se levantó riendo y me indicó que le siguiera a su habitación. Yo me quedé parado en la puerta de su sanctasanctórum: En Baker Street, los dormitorios eran terreno privado. Bueno, el suyo lo era; es evidente que Sherlock entraba en el mío a curiosear cada vez que le venía en gana. Levanté las cejas al observar el caos reinante. ¿Cómo encontraba Sherlock sus cosas cada mañana? Pero cuando abrió su armario, vi que el interior tenía más en común con el archivo de casos de la sala de estar: bajo un aparente caos, había una cierta sensación de orden. En el archivo, el orden no era alfabético, ni cronológico, pero aun así Sherlock siempre encontraba la carpeta del caso que estaba buscando. Un día que estaba aburrido me ofrecí a ordenárselo y me fusiló con la mirada.

-Ya está ordenado, gracias- me dijo.

-¿Y con qué criterio está ordenado? Yo no sería capaz de encontrar nada.

Sherlock sonrió, pero no me dio más explicaciones. Pero en ese momento, en su armario, cuando abrió una de las puertas sí supe exactamente qué había allí. No al primer vistazo, pero de repente vi un uniforme de la policía londinense. Encima, plegado, algo que parecía un mono de obrero, y en el estante de arriba, un sinfín de sombreros y gorros, amontonados unos sobre otros. Alargué la mano y bajé, al azar, un casco de minero con lámpara frontal. Me lo probé, divertido.

-¿Qué tal estoy?

-Bien, bien. Espera, ponte esto-. Y, sin esperar respuesta, me levantó el casco y me colocó algo que parecía un peluquín. Sus manos se movieron rápidamente mientras me colocaba otros complementos. Fui vagamente consciente de recibir unas cejas postizas, un pendiente y un pañuelo de cuello-. Ya estás listo, mírate ahora.

Lo hice. Desde el espejo me miró un desconocido con cara de imbécil. Me giré enfadado hacia Sherlock.

-¡Muy gracioso!

Mi amigo repuso, compungido:

-¡Si es un disfraz perfecto! ¡No aprecias mis dotes teatrales!

*          *          *

Llegamos al pueblo antes de las ocho de la mañana. Encontramos la dirección de Jack “El Patillas” enseguida; vivía en la calle principal. Llamamos al timbre y aun estaba en casa. Nos abrió, con cara sorprendida, sin afeitar y aun en bata.

-¿Quiénes son? ¿Abogados?

-No, señor Garrison, somos amigos de Mary Morstan- contestó Sherlock, empujando la puerta con suavidad y colándose dentro-. No le importa que pasemos un momento, ¿verdad?

-Pues… pues la verdad es que no es un buen momento, tengo que vestirme para ir a trabajar.

Aproveché el momento de duda del hombre para seguir a Sherlock dentro de la casa. Jack (el “señor Garrison”, por lo visto) nos fulminó con la mirada, cerró la puerta detrás nuestro y nos guió hacia la parte trasera, una pequeña cocina- sala de estar abarrotada de trastos, con una galería porticada que daba sobre el patio trasero.

-Esperen aquí mientras me visto… ¡No toquen nada!

Puso el hervidor en marcha y se fue escaleras arriba. Yo no osaba ni sentarme en aquellas sillas mugrientas, pero Sherlock no perdió el tiempo y, en cuanto el hombre se dio la vuelta, empezó a abrir armarios y cajones.

-¡Sherlock!- siseé.

-Ssssssssh, que te va a oír.

Jack Garrison bajó rápidamente, vestido con tejanos y una camisa de cuadros. Sirvió el té en unas tazas desportilladas y nos indicó con un gesto que nos sentáramos. Sherlock lo hizo sin problemas, yo hice un esfuerzo y conseguí vencer mi aprensión. Esperé a que Jack y Sherlock probaran su té antes de atreverme a beber del mío. Aun así, lo olfateé primero, todo lo disimuladamente que pude. Olía a té y solo a té. Decidí que había probado cosas peores en el ejército.

-Bueno, ustedes dirán… -gruñó Jack.

Sherlock le hizo un resumen del caso: le explicó cómo Mary se había puesto en contacto con nosotros y por qué (pareció alarmado cuando mencionamos las piedras preciosas), el resultado de aquella noche (y aquí Jack soltó un sonoro suspiró acompañado de un “Gracias a Dios”), y la visita a su madre. Jack “El Patillas” sonreía al final del relato.

-Es agradable saber que Bill, el del pub, protege tan bien a mi madre. Es de confianza, sí, señor.

-Yo le engañé- objetó Sherlock.

-Pero es el primero que le saca mi dirección desde que estoy aquí. Y no será porque otros no lo hayan intentado, créame… Les debo una, señor Holmes, por pillar a esos indeseables, me quitan un peso de encima.

Se le veía visiblemente aliviado. Ahora estaría más que dispuesto a colaborar.

-Señor Garrison- intervine-, ahora es su turno de proporcionarnos información. ¿Qué nos puede contar sobre el robo? Recuerde que ha prescrito, ya no puede ser juzgado por él. ¿Dónde se escondieron todos estos años? ¿Qué ha sido de Joseph Morstan?

Garrison gruñó y se bebió el té de un sorbo. Se quedó mirando la taza vacía entre sus manos, pensativo, supuse que decidiendo por dónde empezar. Sherlock le observaba atentamente, sin delatar ninguna emoción.

-El robo no salió como estaba planeado. Ya saben quién lo había ideado y quién nos había proporcionado las armas. Joseph, yo y dos chavales más, de confianza, amigos nuestros desde críos, teníamos que entrar en la joyería y montar el espectáculo. Uno de los encargados de la joyería estaba comprado: tenía que convencer a su compañero para que se tranquilizara y se colaborase, entonces nosotros atábamos y amordazábamos al compañero, él nos abría las vitrinas antirrobo y la caja fuerte, y luego le atábamos a él. Ese era el plan, cada uno se llevaba su parte y todos contentos. Pero el encargado insistió en que encerrásemos a su compañero en la sala de limpieza, para que no viera ni oyera nada. Y, mientras lo hacíamos, el tipo hizo sonar la alarma. En aquel momento, Joseph y yo pensamos que se había rajado, que no se veía capaz de pasarse al otro lado, ¡menudos idiotas éramos! Cogimos cada uno lo primero que pillamos y salimos corriendo. Nos metimos en el coche, nerviosos. Todo el mundo nos miraba, se oían sirenas de policía a lo lejos, la alarma de la joyería hacía un ruido ensordecedor y no nos dejaba pensar. No nos atrevíamos a volver a nuestras casas, el líder de la banda no se iba a creer que no habíamos conseguido vaciar la caja fuerte. Ese hombre nos daba más miedo que la policía.

Gruñí, asintiendo. Le recordaba en la sala de interrogatorios. Yo no me hubiera atrevido a estar a solas con ese tipo sin mi pistola en la mano.

-Así que- siguió- fuimos hasta el puerto y un amigo nos coló en un carguero que estaba a punto de zarpar. Así conseguimos salir del país-. Jack encendió un cigarrillo negro y se quedó pensativo, perdido en sus recuerdos. Sherlock se removió impaciente en su silla y abrió la boca para hablar. Le pisé, bajo la mesa, para que no osara interrumpir. Me miró, enfadado, pero mantuvo la boca cerrada. Jack continuó-. Nos pasamos tres meses en ese barco. ¡Como polizones!- soltó una risotada-. Conseguimos bajar sin ser vistos en Noruega. Decidimos que lo mejor era permanecer juntos. Fuimos en tren hasta Francia, y una vez allí nos atrevimos a llamar a algunos amigos para tantear el terreno. Nuestro plan inicial era volver a casa, tres meses deberían ser suficientes para que las cosas se hubieran aclarado un poco. Imagínense nuestra sorpresa cuando descubrimos que tanto la policía como la banda nos estaban buscando por un botín de 650.000 libras. ¡Ja!

Fruncí el ceño, ligando cabos. Sherlock se me adelantó, como siempre.

-Debieron darse cuenta del plan del encargado de la joyería en el momento del robo, Jack, tres meses más tarde el pájaro ya habría volado.

-Evidentemente, señor Holmes, pero me temo que nosotros no fuimos tan rápidos pensando. Y estábamos muy asustados.

-Así que se quedaron en Francia definitivamente- dijo Sherlock.

-Sí. Encontramos trabajo como estibadores en Calais. Los cuatro juntos. Pero yo solo me quedé un año, Bill me llamó para decirme que mi padre había muerto y que mi madre no estaba bien. No me atreví a volver a Londres, pero conseguí esta casa y Bill me trajo a mi madre aquí una temporada, hasta que se recuperó. Después tuvo que volver a Londres; Bill me dijo que la casa de mi madre seguía vigilada y que estaban empezando a preguntar demasiado. Así que, para no levantar sospechas, mi madre volvió a su vida normal y yo me limité a visitarla de vez en cuando, disfrazado, y normalmente en el pub, no en casa. Conseguí trabajo en un almacén de carne, aquí en el pueblo, y me he mantenido fuera de problemas desde entonces.

-¿Qué hizo con su parte del robo, lo poco que cogió?- preguntó Sherlock.

El viejo hizo un gesto despreciativo con la mano.

-Lo que cogí yo no valía más que unos cientos de libras. Lo vendí en Noruega y apenas cubrió mis gastos del viaje hasta Francia. Joseph tuvo más suerte.

-¡Los topacios!- grité yo-. Eso fue lo que robó Joseph Morstan, ¿verdad? ¿Dónde está él? ¿Volvió a Inglaterra después de usted?

La forma en que me miró no anticipaba una respuesta muy satisfactoria.

-Joseph Morstan está muerto, señor Watson. Murió de una insuficiencia cardíaca hace seis años.

Sentí mi mandíbula caer. Mary. Pobre Mary. De nuevo iba a ser portador de malas noticias.

-Dénos más datos, Jack- dijo Sherlock secamente-. Nuestra cliente querrá saber cómo murió su padre.

-Vino a verme hace seis años. En Francia, los médicos le habían desahuciado, y quería ver a su mujer y a su hija por última vez. Le escribió una carta a su mujer, pidiéndole permiso para visitarla. Se quedó aquí varias semanas, esperando una respuesta, pero la muy bruja nunca le contestó. Una noche se fue a dormir y ya no se despertó.

-¿Está enterrado aquí, en el cementerio del pueblo? -pregunté, suspicaz.

El hombre asintió.

-Les puedo enseñar la tumba, si quieren. Su hija querrá visitarle, si es que la bruja le deja.

-Vendremos otro día con ella, si no le parece mal, señor Garrison.

-Claro, me encantará verla. Aunque… hay otra cosa.

“El Patillas” parecía angustiado. Sherlock se anticipó a su respuesta.

-¿Ha vendido los topacios que su padre le dejó, verdad? Joseph Morstan le dejó un collar de topacios para que se lo diera a su hija, pero usted necesitaba dinero y vendió algunas de las piedras. Por eso solo le envía un topacio cada año.

Garrison se puso completamente rojo. Me pregunté si tenía problemas con su tensión arterial, no le veía buena cara.

-¿Cómo sabe usted eso, señor Holmes?

-No lo sabía, solo he hecho una suposición lógica. Consiguió dejar las drogas, Garrison, eso está claro, pero el alcohol fue más difícil, ¿verdad? Viendo esta casa y la de su madre, está claro que nunca ha nadado en la abundancia. Con el alcohol, además, como agravante…

-¡Está bien, Holmes, lo admito!- gritó Garrison, levantándose de la mesa y cogiendo su chaqueta de punto-. Tenía deudas, y me quedé unos cuantos topacios, ¿contento? Quedan tres topacios más, pensaba enviárselos a Mary Morstan como hasta ahora, uno cada aniversario de la muerte de su padre, pero si viene ella en persona no tendré ningún problema en entregárselos en mano. Y ahora, si me disculpan, me temo que tengo que irme al trabajo. Ya llego tarde. Y, como muy bien ha señalado, señor Holmes, no puedo permitirme que me despidan.

Hablaba en tono seco y mordaz, pero me pareció más dolido que enfadado. Nos acompañó a la puerta y salió con nosotros. Cerró la puerta con llave, se caló una gorra con visera y se despidió con rapidez, alejándose por la calle principal. Sherlock y yo nos quedamos allí mirando cómo se alejaba, hasta que mi amigo me dio un golpecito en el brazo con el dorso de la mano y me señaló el pub.

Entramos y nos sentamos a una mesa cerca de la ventana. Lo cierto es que estaba bastante hambriento, y prefería algo caliente en vez de mis bocadillos fríos. Además, el olor que llegaba de la cocina era delicioso.

-Pide algo rápido, John, no nos vamos a quedar mucho rato.

Suspiré. Mi gozo en un pozo.

-¿Puedo pedir un sándwich de queso fundido, supongo?

Sherlock asintió, así que pedí mi sándwich y dos tés. Mi compañero seguía pensativo pero no soltaba prenda, hasta que me cansé del silencio y decidí interrogarle.

-¿En qué estás pensando? Yo diría que nuestro trabajo ya ha acabado. ¿Podemos volver a Londres, ir a ver a Mary y darle la dirección del “Patillas”?

Sherlock despertó de su ensimismamiento y parpadeó, extrañado.

-¿Acabado? ¿Volver? ¡Pero si aun acabamos de empezar aquí, John!

-¿Có… Cómo?- pregunté, tartamudeando.

Sherlock miró al techo, poniendo esa expresión de impaciencia y de desespero que pone siempre que tiene que explicar cosas que, para él, son absolutamente obvias. Por desgracia, yo estaba “in albis”, y además tenía muchas ganas de volver a Londres y quedar con Mary, así que una buena explicación iba a ser imprescindible.

-Escucha atentamente, John. La verdad, pensaba que ya te habías dado cuenta de que Garrison ocultaba algo más.

-¿Aparte de haber sisado unos cuantos topacios?

-Sí, sí, aparte de eso- me cortó, impaciente-. Hay más. Quizá otro botín; ¡sí, seguramente se trata de eso! Hay algo que cree que Mary podría reclamar, o que nosotros podríamos quitarle… porque no lo posee de forma legal, estoy dispuesto a afirmar que es algo robado. Y- me miró haciendo una pausa dramática- sea lo que sea, está en la casa.

-¡Pero eso no cuadra, Sherlock! ¡Mira el estado de su casa! Si tuviera ese botín del que hablas, haría reformas, cambiaría los muebles, contrataría a alguien para hacer las tareas de la casa…

-Sí, ya he pensado en eso… De acuerdo, entonces el botín está en la casa, ¡pero no pude abrirlo! ¡Eso es! Rápido, John, termina de comer, vamos a entrar otra vez en la casa y a encontrar ese botín.

Mi móvil sonó en ese momento. Mi cara se iluminó al ver el identificador de llamada. Sherlock puso cara de fastidio.

-¡Hola, Mary! ¡Adivina dónde estoy!-. Le hice un resumen de nuestra conversación con Garrison. Pareció molesta cuando le dije que estábamos allí, quizá esperaba acompañarnos en toda la investigación. Sherlock levantó las cejas ante eso, y soltó un “¡Ja!”. Intenté no contarle la noticia sobre su padre por teléfono, pero ella lo adivinó, no tenía sentido mentirle. Reaccionó quedándose en silencio.

-¿Mary?- tanteé-, ¿estás bien?

Oí un suspiro al otro lado del móvil.

-Estaré bien, John, no te preocupes. En el fondo me esperaba esto, que estuviera muerto, pero me aferraba a al esperanza de volver a verle.

Escuchó atentamente lo que tenía que ver con la tumba de su padre y lo referente a su “herencia”.

-¡Oh, Dios mío, son robadas! ¡Suerte que no las he vendido, supongo que tendré que devolverlas!

-Pues… habrá que consultar con un abogado. El crimen ha prescrito y la joyería seguramente cobró una buena cantidad del seguro.

-Pero ayudará a limpiar un poco el nombre de mi padre, ¿no? Si pudiéramos conseguir el resto de topacios y devolverlos…

No estaba yo muy seguro de que eso sirviera para algo… Le prometí consultarlo con Lestrade. De todas formas, me alegró comprobar la recta moral que seguía Mary, y su insistencia en limpiar el nombre de su padre. Le expliqué que Sherlock y yo íbamos a volver a entrar en casa de Garrison. Sherlock me hizo un signo de unas tijeras con una mano, asentí con la cabeza. Siguió haciendo el signo de las tijeras, con expresión impaciente, y yo le enseñé mi dedo corazón y me giré hasta darle la espalda.

-¡Me estoy perdiendo toda la diversión!- se lamentó Mary.

-No seas así… Te vuelvo a llamar en una hora, en cuanto encontremos algo en casa del “Patillas”.

-Está bien, ¡qué remedio! ¿Volveréis a Londres esta noche?

-Supongo que sí. ¿Quieres… Quieres que pase por tu casa cuando lleguemos?

Sherlock bufó detrás de mí. Pero me dio exactamente igual: casi podía OIR a Mary sonreír a través del teléfono.

-Claro- respondió-. Pero llámame en cuanto tengáis algo en esa casa. ¡Tened cuidado!

Me volví hacia Sherlock con una sonrisa triunfal.

-John…

-Sí, lo sé, ya estoy listo, podemos irnos cuando quieras.

-No es eso-. Seguía allí sentado con la barbilla apoyada en sus manos entrelazadas, mirándome fijamente-. John.

-Sherlock- respondí, guardándome el móvil e imitando su postura, los codos apoyados sobre la mesa y el mentón sobre mis manos.

-Si bien puedo comprender, objetivamente, por qué te gusta Mary Morstan… ¿te importaría mantener una relación estrictamente profesional hasta que termine este caso?

Me levanté rápidamente y me dirigí a zancadas hacia la puerta.

-¡John!- me llamó Sherlock, sorprendido.-

-¿A qué esperas? ¡Date prisa!- contesté-. ¡El caso tiene que estar resuelto esta noche!

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