El único mandamiento (I parte)

Jan 16, 2009 18:16

Título: El único mandamiento
Autor: Earwen Neruda
Dedicado a: Lauranio, por su cumpleaños.
Fandom: Supernatural
Personajes: Sam!céntrico, Sam/Ruby
Advertencias: Spoilers de los capítulos 3x10 (la historia está centrada en Mystery Spot casi en su totalidad) y 4x09, nc-17
Summary: “Así que ahora que la ruleta de la vida ha girado para volver a señalar a Dean (la muy puta), Sam sabe a quién le toca traerlo de vuelta. No se permite llorar su muerte, no piensa en pérdidas ni manchas familiares. Piensa “VOY A TRAERLO”.”


El único mandamiento

“Estamos muy, muy lejos de casa y nuestra casa está muy, muy lejos de nosotros. Siento soplar un viento sucio: es sólo demonios y polvo”

(Devils & dust, Bruce Springsteen)

Si te paras a pensar en las personas que mueren cada día te darás cuenta de que, aunque utilices los diez dedos de las manos y de los pies, te siguen faltando extremidades para contar el número de gente que deja de respirar cada veinticuatro horas. Mil cuatrocientos cuarenta minutos. Muchos, muchos segundos. Un momento estás riendo con tus amigos, lavando el coche y pensando que sí, que va a llover seguro sólo para joder la marrana, cocinando y dejándolo todo hecho un asco y al momento siguiente ya no estás. Puf. Tan sencillo como eso.

Vida y muerte van cogidas de la mano como cogidos de la mano van los macarrones y el queso, o Simon y Garfunkel. Ésa es la verdadera realidad, no la de los anuncios de compresas. Ésta. Y si te parece aterradora, agárrate, porque todavía no conoces ni la mitad. Espera a que hablemos de brujas, demonios y monstruos dentro del armario. Pero eso será más adelante: ahora hablaremos de lo poco bueno que le queda a este mundo, de ellos, los que nos defienden. Los héroes en la sombra, a veces un poco descarriados, a veces un poco cansados de la vida. Los cazadores.

En concreto, yo hablaré y tu escucharás, sobre dos hermanos como otros cualquiera, solo que mucho menos comunes de lo que puedas imaginar. Huérfanos de madre y con un padre que no está exactamente vivo pero tampoco exactamente muerto porque la gente como John, no sé si me entiendes, no debería morir nunca; viajan en un Chevrolet a través de carreteras y pesadillas, sueños y sangre. Cielo e infierno. Es importante que sepas que el guapo siempre conduce mientras que el alto deja que su vista se pierda a través de la ventanilla, más allá del polvo que levanta las ruedas del coche. Y digo que es importante porque en realidad no lo es, y los pequeños detalles, amigo, son los que de verdad prevalecen en nuestra memoria. Detalles como que Dean Winchester conduce y el del asiento del pasajero cierra la boca.

Dean y Sam. SamyDean. Podría decirte que ésta es la historia de uno de los dos pero seamos sinceros, ¿ese par? no creo que existan por separado. Opuestos mucho menos opuestos de lo que ellos creen, ambos quisieron a su padre a su manera, y si algo aprendieron de él además de cómo cargar una pistola con sólo una mano fue que de nada le sirve a uno conservar el alma cuando está vacía. Si hay que venderla, pues se vende. Si hay que sudar el culo en el infierno, se aprietan los dientes y se suda.

(Las mejores lecciones de John siempre fueron las que no se pronunciaban en voz alta y se leían en sus ojos)

Los dos han muerto un poco con gente a la que no pudieron salvar y otro poco literalmente, pero se han sacudido el polvo de la tumba para matar a unos cuantos hijos de puta y levantar un poquito de infierno.

Primero murió Dean y John lo trajo de vuelta. Entonces, cuando el grandullón se hubo ido, murieron los dos. De distinta manera y a diferente intensidad, pero un trozo de cada uno se esfumó con su padre.

Luego fue el turno de Sam y Dean lo trajo de vuelta. Tenía los ojos verdes rojos de llorar y abrazó a Sam sin reservas ni fachadas de tipo duro a lo Marlon Brando. No hubieron comentarios del tipo “somos las futuras chicas Gilmore”, ni nada que cualquier otra persona ajena a la sangre maldita de los Winchester pudiera catalogar de demasiado impresionante; sólo Dean oliendo un poco a sudado y con la respiración pausada como diciendo “ahora sí que sí. Ahora puedo respirar tranquilo”. Tenía una pinta bastante penosa pero Sam no podría recordarlo más grande, más pletórico. En una escala del uno al diez Dean es un idiota del quince, pero si tiene que decir lo orgulloso que se siente de él, si realmente tuviera que explicarlo, le faltarían números.

Así que ahora que la ruleta de la vida ha girado para volver a señalar a Dean (la muy puta), Sam sabe a quién le toca traerlo de vuelta. No se permite llorar su muerte, no piensa en pérdidas ni manchas familiares. Piensa “VOY A TRAERLO”.

En sus libros de derecho no pone nada sobre qué hacer cuando tu hermano se muere en tus brazos un miércoles cualquiera en un aparcamiento, pero Sam sabe donde debe buscar.

Nada de bibliotecas. Nada de Internet.

John trajo a Dean. Dean trajo a Sam.

Los chicos Winchester no sólo saben cargar una pistola con una mano. Y aprenden rápido.

oOoOoOoOo

Hay una canción. No es que a Sam le gusten las viejas glorias ni todo eso del rock n’ roll (mucha guitarra, mucho “ey, nena”), pero hay una. Ni siquiera sabe cómo se llama, sólo recuerda haberla escuchado un par de veces cuando todavía era un crío, en el asiento trasero del Chevrolet, viendo como las rodillas de papá y Dean se movían al unísono con el solo de guitarra.

Si tiene que explicarte de qué va la letra posiblemente te conteste que dice algo sobre una escalera al cielo. Si le preguntas “eh, Sam, ¿y tú qué crees que dice?” te dirá que habla de la esperanza. “De no rendirse nunca, eso es de lo que habla”.

Sería una banda sonora perfecta para la larga y tramposa carretera si la radio estuviera encendida, pero no lo está desde que Dean se fue. Y la llama tramposa porque con Dean era dócil como un corderito, pero con él no deja de cambiar y dar coces, como si oliera el miedo, la condenada. (Entre tú y yo, la llamaría de otra manera si pudiese pero no va mucho con Sam Winchester, eso de los tacos). Su hermano conocía todos los atajos y carreteras secundarias mientras que él tiene que marcar mapas en bolígrafo bic rojo, darles mil vueltas, pararse a preguntar ahora que la (cuestionable) voz de la conciencia del hermano mayor no está cerca para decir que de eso nada, pistolero. Cuando quiera salir del armario me daré al punto de cruz y escucharé a Bryan Addams.

Así que ahí está él, sentado en el Chevrolet, conduciendo a través de un camino de grava que se le está haciendo largo como un infierno con el asiento echado demasiado hacia delante, pero sin querer nivelarlo. En una situación normal se hubiera permitido pinchar un poco a Dean sobre la longitud tirando para escasa de sus piernas, verlo sonreír y relajarse, hermano contra hermano, “idiota”, “puta”, pero Dean no está. La radio en silencio, la guantera llena de sus cosas (la pistola, la bolsa medio vacía de M&M, el dni falso a nombre de Michael Mouse que Sam se negó a usar), el asiento. Tocarlos sería como enfrentarse a la pérdida, como abrir las heridas con un buen par de alicates para dejarlas sangrar, y él es capaz hacer muchas cosas, cosas horribles como desenterrar cadáveres llenos de gusanos o exorcizar demonios escondidos en cuerpos ajenos que harían llorar al hombre más valiente que hayas conocido si es que realmente has conocido alguno, pero eso no. Dar por muerto a Dean no. Nunca, mientras quede sal en los bolsillos y la misma sangre, su sangre, saltando de vena en vena.

Pero si realmente se parase a pensar, si dejara que las heridas supurasen un poquito, lo escucharía alto y claro. “Nosotros tres, Sam, eso es todo lo que tenemos”.

(Un Winchester solo es como una silla coja; sigue funcionando, pero trastabilla y con el tiempo termina por ceder)

Tan concentrado está el chico universitario en no pensar que no se da cuenta de que se ha pasado la salida a Denver hasta diez minutos después, cuando la aglomeración de árboles es tan grande que no es capaz de saber si realmente es de noche o son las hojas las que tapan la luz del sol. Así que para el coche y baja para sacar una linterna del maletero, una tarea que le lleva más de cinco minutos -pistola, sal, balas de plata, cuchillo, ametr…ah, sí, ahí estás-, y poder mirar el mapa sin quedarse bizco para el resto de su vida. Pasa media hora intentando localizar el camino con los labios apretados y otra media subido encima del capó como cuando era un crío, mirando el cielo (solo que no es cielo, son árboles) y esperando que haya algún tipo de señal que lo solucione todo como en las películas que le gustaba ver a Jess, un halo de luz blanca o algo, lo que sea.

Mucho después una cosa queda clara: o las películas de Hollywood no son más que una sarta de mentiras o alguien influyente ha apuntado a los Winchester en la lista negra ahí arriba. De las dos opciones, no puede decir que ninguna sea una novedad.

Hay una casa de madera en medio de un claro que no se parece demasiado a la luz blanca que estaba esperando, pero a esas horas el frío y la desesperación le hielan los huesos, así que sube la cremallera de la chaqueta hasta la barbilla, se guarda las llaves en el bolsillo y se dirige hacia allí, girándose cada dos por tres para mirar el Chevrolet. Hay algo especial en ese coche que hace que te apegues a él; Sam cree que es su historia (toda la que tiene está escrita en esa carrocería de los setenta, metalizada y llena de polvo del camino) pero lo mismo hay algo más.

“- En serio, Dean, puedes dejar de mirarlo. No va a irse si tú no lo llevas.

- Ella puede hacer lo que quiera, es la que conduce. Además, es mi coche, pardillo, y lo miro cuando quiero, ¿te he dicho yo que dejes de mirarle el culo a la camarera?

- Idiota.

- Eso pensaba.”

Ni siquiera hace falta que mienta para que el hombre que vive en la casa le deje pasar, con un simple “me he perdido” basta. Secretamente, Sam desea sacar la placa falsa con uno de los nombres de Dean (Syd o Ronnie o hasta Steven) y contar una de esas historias increíbles para convencerle de que es el chico bueno. Pero no hace falta, porque Bill le sonríe con todos los dientes, saca una taza caliente de café y Sam siente como si otro de los trozos que guardaba de su hermano se hubiera ido, con esas historias.

- Espera un poco antes de bebértelo, hijo,- dice mientras le pasa el vaso- quema como el demonio.

Parece un buen hombre, Bill. Seguro que Dean habría encontrado algo gracioso que decir sobre su nombre.

Cuando le da el primer sorbo al café, Sam se quema la lengua. Bill se rasca la barba pelirroja y achina los ojos, pero ningún te lo dije escapa de sus labios agrietados de fumar hierba; el vecino que toda familia quisiera tener.

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- ¿Y dónde dices que vas?

- Denver.

- ¿Cosas de familia?

Mentir es mucho más fácil cuando no tienes nada que perder, lo único que hace falta es cuadrar los hombros, mirar a los ojos y parecer muy seguro de uno mismo. No hay problema, porque aprendió a mentir estudiando para ser abogado. Encuadraba los hombros en casa, frente a papá (a Jess siempre la miraba a los ojos).

- Algo así. Mis padres viven en las afueras y no tienen teléfono. No se me da bien escribir cartas.

- Eso es raro, porque pareces el tipo escribe-cartas de crío, de los que van a la universidad y sacan notas vergonzosamente altas.

Sam se encoge de hombros.

- La vida es rara, señor.

- Que me maten ahora mismo si no tienes razón.

Pasan diez minutos hablando sobre nada en particular, fútbol y caza, ninguno de ellos de los del tipo al que está acostumbrado (lo más parecido al fútbol que ha conocido nunca son esos recuerdos que tiene de cuando Dean y él eran pequeños y se pasaban una pelota de cuero raído de una cama a la otra de la habitación minúscula de motel, y la familia Winchester lleva la caza mayor a otro nivel). Después, Bill marca el camino que tiene que coger para volver a la carretera principal en el mapa y le aconseja que espere a que salga el sol para reanudar la marcha.

- Uno nunca sabe lo que se puede encontrar en esos bosques, chico.

A mí qué me vas a contar.

Sam mira por la ventana hasta que sus ojos se encuentran con el follaje oscuro de los árboles, y no es hasta que sus pupilas se reajustan a la luz de la habitación otra vez cuando ve las fotos. En todas ellas, que no es que haya muchas, el mismo hombre pelirrojo sonríe a la cámara con las manos entrecruzadas en el regazo y el alzacuellos asomando por encima de la camisa, aunque tarda un poco más de lo normal en darse cuenta de que realmente es un alzacuellos. Un alzacuellos como los que llevan los curas.

¿Cuántas posibilidades hay de que a Bill le gusten las fiestas de disfraces?

- Esos sí que eran buenos tiempos, cuando la parroquia todavía estaba en marcha. - el hombre mira en su misma dirección, rascándose la barba.

- ¿Es usted cura?

- Lo soy, sí.

No ha visto un solo rosario en toda la casa, ni un ejemplar de la biblia perfectamente conservado como en casa del Pastor Jim. Nada. Sólo hay un crucifijo al lado del reloj, y está boca abajo.

Venga ya, tienes que estar de broma.

- Cristo. - susurra.

Bill sonríe.

- Me sorprende que no te hayas dado cuenta hasta ahora. - sus ojos son negros como el cielo que se ve desde la ventana de la cocina, pero sin estrella ninguna. La voz ha perdido toda su amabilidad.

Sam se levanta y lo primero que piensa es que si no llega hasta el coche va a estar muy jodido, pero el demonio le coge por el brazo y le empotra contra la pared son una facilidad casi obscena, clavándole el mueble-bar en la pierna derecha y haciendo que gima de dolor.

Aún así, se las arregla para sacar la pistola que siempre lleva encima y dispararle a la lámpara que hay encima de sus cabezas, apartándose justo a tiempo para que no llegue a rozarle. Bill- el demonio, cae al suelo entre el rumor de los cristales y los huesos rotos, y él aprovecha los segundos de ventaja para correr hacia la salida.

En seguida lo tiene encima, pero esta vez, cuando el demonio alarga su mano para alcanzarle, no llega a rozarle la cara.

- Un chico astuto, ¿lo has hecho mientras yo preparaba la cafetera, uh? - murmura mientras mira la trampa que hay pintada debajo de la alfombra. - Qué chollo, si además eres rápido.

No se molesta en contestar antes de dejar la pistola descargada encima de la mesa y empezar con el exorcismo.

oOoOoOoOoOo

Cuando sale de la casa, el aire helado le da de lleno en la cara calmando el dolor de la mitad de sus heridas (las que duelen de verdad van por dentro, donde la brisa de la noche no puede llegar a tocarle), y lo primero que ve es una sombra reclinada contra la puerta del copiloto en el coche, esperando. El aroma dulzón del azufre es demasiado sutil para que cualquier persona sea capaz de notarlo, se mezcla con la gasolina y el eucalipto, pero él ha crecido con ese olor alicatado a la fuerza en las fosas nasales.

Sam se palpa el final de la espalda, bajo la chaqueta, pero ahí es piel todo lo que encuentra; su piel y el borde de los calzoncillos. Se le había olvidado que ha dejado la pistola dentro, sobre la mesa. Muy listo, Sammy, ¿por qué no te dibujas una diana en el culo y echas a correr en pelotas por el bosque?

(Cállate, Dean)

(O mejor no, no te calles y vuelve, malnacido)

El chico universitario analiza sus posibilidades, se plantea la vida como una pregunta de a, b o c. Podría volver dentro a buscar su pistola, pero el demonio se daría cuenta de sus intenciones en lo que dura un latido del corazón y llegaría a la puerta de la cabaña del viejo Bill mucho antes. O podría arriesgarse a una pelea cuerpo a cuerpo y morir ahí mismo, luchando.

Podría salir corriendo hasta llegar a la carretera principal, pero la verdad es que nunca se le dio bien, eso de saltarse clases.

- Hola, Sam. - dice la aparición, y puede que la pistola no le haga falta después de todo.

- Ruby. - O eso cree.

Ella sonríe y los faros del Chevrolet se ponen en marcha, iluminándola.

- Me alegra ver que sigues de una pieza, o bueno, ya sabes.- le mira de arriba abajo, desde el corte de la ceja hasta la pierna derecha, ligeramente arqueada por el dolor. - Casi.

- Podrías haberme ayudado.

Cuando Ruby se acerca a él en dos largas zancadas que hacen que los tacones de sus botas repiquen contra el suelo, todo rastro de humor le ha abandonado.

- Y tú podrías dejar de ser un suicida descerebrado pero ya sabes lo que dicen, no siempre conseguimos lo que queremos. - Sam intenta llegar hasta el coche para meter la llave en el contacto y conducir hasta el primer motel de carretera en los próximos tres, diez, cuarenta quilómetros, lo que sea con tal de no seguir escuchándola, pero ella le bloquea el paso y es más, sigue hablando. - Era un demonio de manual, Sam, con cruces invertidas y todo. ¿Qué estabas esperando, una invitación? ¿que Friedkin hiciera una película?

- No me di cuenta.

- Oh, no te diste cuenta.

- ¡NO ME DI CUENTA! - Grita. Cuando respira por la nariz, lo hace como los toros, con toda la fuerza que le da el cansancio de los músculos tensos y el corazón encogido.

Si se ha mantenido lejos de Bobby, si no ha contestado a sus llamadas y mensajes ha sido precisamente por esto, para no tener detrás a alguien que cuestione sus pasos y le diga cosas como “así no, chico” o “eso es demasiado peligroso incluso para ti”. Sam sabe que está corriendo un riesgo innecesario, muchas gracias, pero también sabe que es imposible llegar a la meta sin tropezarse alguna vez en el camino y que lo aspen si va a dejar de lado esta carrera por miedo a torcerse un tobillo. De pequeño ya era tozudo como una mula, llevándole siempre la contraria a su padre, y las cosas no van a cambiar ahora, ni siquiera cuando ya no hay nadie a quién decirle que “¿usarte a ti mismo como cebo? Con el debido respeto, señor, está usted como una cabra”.

No necesita de ningún Pepito Grillo si es la vida de su hermano la que está en juego.

Sam da un paso adelante y Ruby tiene la decencia de apartarse de su camino; no deja de mirarle con esos ojos suyos (como si en cualquier momento fuera a romperse en un montón de pedazos minúsculos y ella quisiera, tuviera que estar cerca para recogerlos con su magia negra) ni siquiera cuando enciende el motor y las manos le tiemblan en parte por la inercia. En parte, porque no han dejado de temblarle desde aquel martes.

Cierra los ojos, ahoga un suspiro que le llega hasta los huesos y lo siguiente que sabe es que Ruby está sentada a su lado con los brazos cruzados.

- Qué haces.

- Hay cinco demonios siguiéndote desde hace más de una semana y no llevas pistola. - contesta ella. - Voy contigo.

La verdad es que Sam lleva suficiente munición en el maletero como para declararle la guerra al infierno y ni siquiera parece convencerla a ella, esa excusa, pero puede que tener a un demonio en el equipo le sea útil, quién sabe, así que le echa un vistazo al mapa antes de girar el volante y se calla.

(Puede que declararle la guerra al infierno no sea una mala idea, con el tiempo)

Suena una canción de uno de los discos de Dean en la radio cuando Ruby la pone en marcha, exactamente igual de horrible que la última vez que la escuchó hace tanto tiempo que escuece el solo pensarlo, pero Sam intercepta su mano antes de que pueda cambiarla.

Casi le duele decir

- Lo siento, son normas de la casa.

oOoOoOoOoOo

Lo de Denver resulta ser una falsa alarma, como West Valley, Wyoming y las experiencias extrasensoriales de un grupo de adolescentes en el condado de Liberty, Montana. El Trickster se está divirtiendo a lo grande jugando con él al gato y el ratón y Sam está cada vez más cansado de ser Tom mientras el muy cabrón se pide siempre a Jerry, pero si cree que puede ser más obtuso que un Winchester es que nunca ha escuchado hablar de su padre.

Aunque que no se dé por vencido no significa que no se venga abajo de vez en cuando.

Hay noches, cuando las pesadillas se repiten en bucle y cree que va a ahogarse, en las que pone en marcha el Chevrolet y conduce hasta el bar más cercano con las ventanillas bajadas para que el viento rebelde, menos rebelde sin Dean, le revuelva el pelo y le aclare las ideas. Paga una botella de whisky con la primera tarjeta que encuentra en la guantera, vuelve al coche y bebe como un pirata, una mano aferrada en el volante como si fuera un timón y la otra en cuello de la botella, con cuidado de no derramar nada; Sam no se atrevería a manchar la tapicería de cuero. El mismo Sam que ha matado vampiros con sus propias manos.

A veces, bebe tanto que se queda dormido y no se despierta hasta que el sol le quema la cara. A veces Ruby aparece con un pestañeo, lo empuja hasta el asiento del copiloto y conduce en dirección a la habitación de hotel que tiene alquilada con un “ya eres un poco alto para tener niñera”.

En Wisconsin le pega un puñetazo a un tío con las proporciones de un cuatro por cuatro blindado y se destroza la mano; dos semanas más tarde tiende una emboscada que no funciona y dos días después, es él mismo el que cae en una. No pasan ni diez minutos antes de que Ruby esté de pie delante de él con la chaqueta de cuero llena de sangre y el cuchillo en la mano, burlándose de él a la luz de la luna.

- No necesito tu ayuda, sé apañármelas solo.

- No es que yo sea una chica incrédula, pero la sangre le quita credibilidad a tu discurso. - limpia la hoja del cuchillo en la pernera de sus pantalones vaqueros y vuelve a enfundarlo sin perder el contacto visual. Sin perder nunca el condenado contacto visual. Jesús. - No estaría mal que me dieras las gracias.

En vez de eso, Sam se sube en el coche y pregunta “¿vienes o qué?”.

oOoOoOoOoOo

A Sam le es difícil distinguir el asfalto de la tierra en la carretera a Nebraska. El sol está a punto de salir y, como pasa siempre antes del amanecer, todo está en la más completa penumbra como si ningún astro hubiera existido nunca: ni la luna ni las estrellas, ni siquiera las fugaces a las que solía pedirles deseos cuando era un crío.

“-¿Seguro que se me cumplirán si los pido a tiempo, Dean?

-Tan seguro como que mañana saldrá el sol y eres adoptada, Samantha.

- ¡Deaaaaaaaaaaan!”

La radio está apagada y lo único que puede oírse son sus respiraciones desacompasadas y el crujido ocasional de los asientos de cuero cuando cambian de postura. Más de tres horas de camino, un frío que se cuela bajo la piel cuando menos te lo esperas y Ruby ni siquiera se ha molestado en preguntar adonde se dirigen, como si no importara realmente.

Como si fuera capaz de seguir a Sam hasta la otra punta del mundo porque sí, porque puede hacerlo, y después no fuera a decir otra cosa que “bien, ¿ya hemos llegado?”.

- Un hombre de cuarenta años ha visto un dinosaurio en el salón de su casa, en Nebraska. - ofrece, rompiendo el silencio.

- Así que ahora vamos a intentar que nos maten en Nebraska.

Entonces se oye un quejido como de animal herido y el coche se para entre una nube de humo gris oscuro que se recorta en el cielo ligeramente anaranjado, de película de vaqueros antigua.

Acaban los dos de pie en la carretera: Sam inclinado sobre el capó abierto con las manos llenas de grasa y Ruby de espaldas a él, toda llena de polvo y sangre, pletórica y vigilante (es difícil para Sam admitirlo, pero la verdad es que está guapa, con los primeros rayos de sol despuntando en su pelo dorado). Gira la llave inglesa un poco aquí así y otro poco allá, se equivoca varias veces de pieza y el Chevrolet se resiente, le gruñe y escupe más humo; casi puede ver a Dean de pie a su lado disimulando sin mucho esfuerzo una sonrisa “trátala con cariño, Sam” y “es mi trabajo, ¿verdad? Enseñarle el oficio a mi hermano pequeño”.

Con todo, tarda menos de media hora en tenerlo…la. En tenerla lista.

- Tendremos que esperar por lo menos dos horas hasta que el motor se enfríe. - A pesar de todo (de todo, que no es poco), se siente bien. Tiene la sensación de que ha hecho mucho más que arreglar el coche. Tiene la sensación de que, de alguna extraña manera disfuncional relacionada con su apellido, se ha arreglado un poco a él mismo.

- Eres fuerte. -dice Ruby cuando menos se lo espera. - Puedes seguir adelante sin tu hermano.

Y puede hacerlo. Sam Winchester, que sobrevivió a la sangre de demonio cuando estaba en la cuna, vio a su novia consumirse entre llamas por encima de su cabeza al acabar la universidad y disparó a una chica licántropo a quemarropa después de haberse acostado con ella. El pequeño de Sam -a veces Sammy, las menos, que huyó de las órdenes de su padre durante toda su vida y en realidad no hacía otra cosa que esperar a que le dieran la orden de volver a casa porque eso significaría que hay una casa a la que volver. Por supuesto que podría vivir sin Dean, ese cúmulo de palabras malsonantes, comida con mucha grasa y un montón de revistas guarras; podría hacerlo, aunque terminara dejándose una parte de sí mismo en el camino. Saldría adelante y se repondría porque, ¿no es eso lo que ha hecho siempre? Podría, claro.

Lo que pasa es que no quiere.

- Voy a ver a cuánto queda el motel más cercano. - ante la cara de extrañeza de Sam, añade: - Soy un demonio. La súper velocidad y los comentarios mordaces venían con el paquete.

Segunda y última parte

pairing: sam/ruby, fandom: supernatural, fic: el único mandamiento

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