Antes de nada, siento que esta entrada vaya a ser tan bleh. Sólo es un repost de los fics más largos del
meme, porque estaba leyendo a Beowulf arrancarle un brazo a Grendel y, como es lógico, ese momento de sangriento gore nórdico me recordó que el
desanonimamiento de la otra entrada no me permitía archivarlos ni editarlos. Y para hacer que esto sea un poco menos pérdida de tiempo, aquí tenéis una canción guay que no tiene nada que ver con estos fics pero sí, un poco, con Otro Fic que algún día acabaré :D
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Carry on, my lovelies!
Cuerpos terrestres
Harry Potter; Ron/Hermione; 300 palabras; PG-13
Hermione le cuenta las pecas a Ron.
Tiene tres en lo más alto del hombro, dibujando el pico que forma el hueso debajo de la piel y otras tres un poco más abajo, casi en la misma posición. Hay cuatro y media que dibujan el camino hasta la columna, y dos que bajan deprisa, como cayendo de un cuentagotas. Hay doce entre los huecos de la pelvis, desorientadas, algo rebeldes, y cinco más oscuras en el valle de su culo. Hermione las toca un poco con los labios: un, dos, tres, cuatro, cinco y
-Hermione -dice, sonando un poco ahogado-, cuando me dijiste que tenías que estudiar…
-No hay tanta diferencia entre esto y los mapas de Astronomía, sabes.
-Yo diría que sí -dice, y se revuelve un poco sobre la sábana arrugada, pero no se aparta.
-Hay… que ser… igual… de precisos.
Y Ron se enciende, como una estrella.
Memento
Harry Potter; Sirius/Remus, Lily/James; 400 palabras; PG
Sabes, Harry es igual que tú.
-Sabes, Harry es igual que tú.
James sonríe, sentado en la ventana de su habitación, el cuerpo plegado en una especie de “n” al revés. Su sombra cae larga y deformada sobre la alfombra, y la luz es tan tenue que a Sirius se le ocurre que tendría que lavar las ventanas. Un día de estos.
-Lily dice que espera que no igual.
Sirius deja escapar una o de humo hacia al suelo, mira cómo se dispersa sobre la sombra de James.
-No, no igual del todo. Mejor. Menos canalla. En serio, a veces parece el hijo de Remus y de Lily. ¿Estás seguro de que ellos no…
James le lanza un cojín y Sirius lo desvía con un movimiento de muñeca, casi sin mirarlo.
-El crío parece una fotocopia de mí. Además, me imagino que tienes a Remus mejor controlado -James levanta una ceja y sonríe, gamberro-. ¿O es él el que lleva la correa aquí?
Sirius se echa hacia atrás sobre el sillón, poniendo una pierna contra la mesita de café y pegándole una calada a su cigarrillo.
-Vaya, James. No sabía que tuvieses tanto interés en Remus. Y en mí. Y en cómo utilizamos nuestras correas.
-¡Y no lo tengo! No lo tengo. Jesús, ahórrate los detalles -James agita las manos delante de sí, como intentando borrar la idea del aire.
Sirius se ríe en el fondo de la garganta, satisfecho, y el silencio cae sobre ellos como la primera nieve del invierno.
Cuando Sirius habla de nuevo, lo hace bajito.
-Sabes, James…
-¿Qué? ¿Que Harry se parece a mí? -James habla sin mirarle, pero puede oírle la sonrisa en la voz.
Sirius suspira, apagando el cigarro en el cenicero.
-No, que te echo muchísimo de menos.
-¿Perdona? -Remus para en seco frente a la puerta, una taza humeante entre las manos. Tiene las coderas remendadas y el blanco es tan omnipresente en su pelo que cuesta creer que algún día fuese marrón. Le mira con una sonrisa algo tentativa en los labios. Hoy en día todo parece ser tentativo entre ellos-. ¿Con quién estás hablando?
-Mmm, ¿qué? -Sirius parpadea y mira hacia la ventana, donde la luz se queda un poco atrapada en los cristales sucios, como un insecto nocturno. El blanco cae sobre la alfombra en cuadrados alargados, y Sirius sonríe de medio lado, tirante y difícil-. No, con nadie.
Buenaventura
Merlin; Morgana, Merlin/Arthur; ~1800 palabras; PG
Morgan le lee la mano a un chico extranjero una tarde de verano.
El mercado tiene los colores del verano, como si la estación se reflejase sobre ese punto del planeta con toda la intención de hacerse notar: amarillo en los toldos, naranja en las frutas, el azul del cielo en las faldas de las mujeres. Morgan toca los flecos del mantel que cubre su mesa, haciéndolos agitarse sobre sus dedos, más suaves que la brisa, y levanta una ceja en dirección a las cartas que le dicen que hoy será un día importante.
-¡Morgan! -el grito de su padre le hace pegar un brinco sobre su silla, que chirría sobre el asfalto caliente-. ¿Qué haces? No te quedes ahí sentada, trabaja un poco.
Morgan esconde una mueca pero su padre le golpea la cabeza con su bastón (¡ahora!), antes de seguir tirando de Viviana, que ha sido declarada la cabra más testaruda a este lado del Atlántico. Morgan se frota la parte de atrás de la cabeza mientras suspira, sus pulseras tintineando en el borde de la muñeca. Se levanta de mala gana.
El calor se curva como una hipérbola sobre la costa, y el paseo marítimo está lleno de turistas que hablan en idiomas que no entiende mientras comen helados y se sientan en los bancos, más rojos que langostas. El aire huele a una mezcla pesada de sal y crema protectora, y Morgan esconde la nariz en su pañuelo durante un segundo para dispersarlos. Morgan aprendió muy pronto en su trayectoria profesional que los extranjeros son los más generosos cuando se trata de soltar dinero, como si esa chica leyendo palmas fuese otra excentricidad más de la ciudad costera, así que afina el oído para localizar los acentos adecuados.
No tarda ni un minuto.
-¿Cuánto ser? -el chico está inclinado sobre un puesto, agitando un collar del que cuelga una moneda frente a la cara de la vendedora, hablando demasiado alto. Lleva una camiseta de tirantes y la piel de sus hombros está pelándose por zonas, como una prenda mal remendada, y su pelo negro se riza en la base de la nuca-. ¿Dinero?
El chico se saca un puñado de billetes de colores del pantalón para ilustrar su pregunta, y la vendedora coge unos cuantos, más o menos al azar. Morgan sonríe. Bingo.
-¡Míster! Míster -Morgan corre un poco hasta alcanzarle, agarrándole la muñeca con práctica
El chico se da la vuelta, sorprendido, las cejas tan levantadas que casi desaparecen por debajo de su flequillo. A su lado, una señora se apoya pesadamente contra la baranda, mirando al mar e intentando que el aire llegue a las esquinas de su cuerpo donde se concentra el calor, mientras su hijo corre alrededor de sus piernas. Morgan mira hacia arriba y descubre, con cierta sorpresa, que el chico parece más mayor en las distancias cortas- como si hubiese algo antiguo en el borde de su iris, en ese punto en el que el azul se oscurece.
Morgan frunce el ceño y el chico frunce el ceño, y tiene la extraña sensación de estar mirándose en un espejo.
-¿Sí? -pregunta el chico, con el acento más espeso que Morgan ha oído en su vida.
Morgan carraspea, girando la muñeca del chico hasta que puede verle la palma, y sonríe con los labios.
-¿Quiere que le lea la mano, míster? -da un paso pequeño hacia adelante, invadiendo el espacio del chico lo justo para que el calor entre ellos se haga un poco más vivo, pero no insoportable-. Son sólo diez euros, míster.
El chico parpadea, sus pestañas aleteando como una polilla nerviosa, y se humedece el labio de arriba con la punta de la lengua. Morgan le aprieta la muñeca hasta que puede sentir el ritmo de su pulso, que suena tan pausado y distante como el vaivén de las olas.
-¿La mano? Eh… Yo no sé… -la mira, incómodo, y Morgan se toma su indecisión como un sí. Después de todo, si no se aprovechase de la educación de la gente no habría negocio alguno.
-¡Claro que sabe! Veamos, um. Parece que va a tener un verano interesante, míster. Que va a encontrar una chica guapa y enamorarse de ella en esta misma playa -Morgan habla sin pensar, sin mirar las líneas de su mano, distraída por los tatuajes que tiene el chico en la muñeca. Son dragones. Son muchos dragones. Levanta la vista, guiñando un ojo-. Puede que encuentre el amor de su vida, míster.
Una gaviota levanta el vuelo entre chillidos cuando el niño intenta atraparla, dejando atrás una lluvia de plumas blancas.
-¿Sí? ¿Eso ves? -el chico la mira con una sonrisa, y entonces Morgan está segura de que tiene que ser mayor que ella, aunque a ratos parezca que no tiene más de dieciséis. Se acerca un paso, y el calor entre ellos se vuelve tan intenso que Morgan siente como si hubiese una estrella menor ardiendo donde se unen sus manos. Se inclina y susurra, sus palabras agitándole los rizos como si llegasen desde el otro lado del océano-. Mira otra vez.
Y Morgan no sabe a qué se refiere, pero sigue la mirada del chico y ve, realmente ve por primera vez, y es como si que todo el aire de la playa le entrase en los pulmones de golpe. La mano del chico es un atlas de líneas que se superponen, como si alguien hubiese ido dibujándolas las unas sobre las otras, sin un orden particular. Puede ver líneas de la vida abrirse como una estrella, desde el centro hasta los bordes, siguiendo caminos distintos cada vez, como si estuviesen intentando probar diferentes combinaciones en busca de la ganadora, y unas llevan a los finales más trágicos, y otras a los más alegres, y otras a los menos memorables. La línea de la cabeza gira sobre sí misma en espiral, la de Venus aparece y desaparece, y entre todas la línea de la suerte no está por ninguna parte, como si alguien hubiese borrado el azar del mapa de su vida. Pero no es lo único que falta.
-Míster, la línea del corazón. No está -Morgan le mira, la voz quedándose dentro de su garganta como el mar dentro de una caracola, y deben pasar sólo segundos pero es como si fuesen siglos, como si hubiese estado esperando toda su vida para decir esas palabras.
-¡Em! -alguien grita a sus espaldas, haciendo que Em gire la cabeza.
Un chico rubio les mira desde las escaleras que bajan hasta la playa, el ceño fruncido y un aura de dorada indignación rodeándole la cabeza. Atrapa las gotas de agua que caen de su pelo con una toalla roja, y grita:
-You coming, or what?
-Sure, just… -se gira hacia Morgan otra vez y separa la mano de su muñeca, donde sus dedos han dejado una marca blanca sobre los dragones de tinta. Sonríe, pequeño, como si acabase de contarle un secreto, y repite-: Mira otra vez.
El chico le da la espalda y Morgan deja escapar el aire, sintiendo la brisa curvarse demasiado fría sobre la palma de su mano. En las escaleras, el chico rubio mira a Em con una especie de puchero, que sólo desaparece cuando Em hace un truco barato y saca el colgante de la moneda del hueco tras su oreja.
Em ata el colgante alrededor del cuello del chico, que se gira para decirle algo que le hace soltar una carcajada que resuena por toda la playa, por encima de la cabeza de los niños y del filo blanco de las olas. Morgan les mira mientras bajan las escaleras a trompicones; mientras se empujan a través de la arena quitándose la ropa; mientras saltan, medio vestidos todavía, dentro del mar. Em sacude la cabeza como un perro, salpicando al chico rubio, y se gana un empujón que le hace caer dentro del agua otra vez. Si afina el oído, Morgan cree que puede reconocer las vocales largas de su acento. Les mira durante un rato, sin pestañear, y piensa que desde esta distancia parecen normales: altos y algo desgarbados, intentando hablar el idioma local sin conseguirlo, riéndose porque piensan que el otro lo hace peor, quemándose al sol en una playa lejos de casa. Piensa que parecen normales, pero Em mira en su dirección- sólo una milésima de segundo, un destello de azul a través de una playa llena de gente- y Morgan sabe que las apariencias no son más que eso.
[En algún momento empieza a tatuarse dragones en la base de la muñeca, diminutos y negros, uno por cada vida en la que consiguen esquivarse. Se dice que es para no olvidar, pero Merlin no olvida y de todas formas él nunca ha guardado a Arthur en la memoria. Cuando esa excusa se le acaba (pronto, como suele pasar con las excusas poco convincentes) se dice que una manera de llevar la cuenta, de medir su tiempo, y que cuando no haya espacio habrá llegado el momento. Después de todo, cualquier mago sabe que los pretextos son más poderosos que ningún hechizo.
-Lo siento, chico -dice la mujer, masticando chicle y frotándose la parte de atrás de su cabeza rapada. Agita una aguja en el aire y le inspecciona la mano-. Pero no creo que te quepa ni uno más.
Merlin mira su mano con un sentimiento descendente en el estómago.
-¿Estás segura?
-A no ser que hagas aparecer otro trozo de piel por arte de magia -hace explotar una pompa rosa en mitad de su frase-, sí, estoy bastante segura. Y tengo un cliente dentro de poco -dice, mirando su reloj de muñeca sin ningún tipo de sutileza-. Se me está haciendo tarde.
Merlin se ríe, aunque no le hace gracia, y toca la cola del dragón que se enrosca sobre su pulso. Se pregunta cuántas combinaciones de hechizos le costaría encontrar otra excusa nueva, y suspira.
-Sí, supongo que a mí también.]
El silencio de los ositos
Winnie the Pooh; Christopher Robin, Winnie the Pooh; 500 palabras; G
Christopher se hace mayor.
Cuando tiene diez años, Christopher Robin se enfada con Winnie the Pooh.
Es una de esos enfados que duran veinticuatro horas, como un constipado pasajero, y cuando se despierta al día siguiente (el sol llenando la habitación con una luz dorada y espesa, como miel) ni siquiera se acuerda. Se ducha, se lava los dientes, se pone un calcetín de cada color porque no encuentra la pareja, y sólo resopla un poco cuando su madre le besa antes de acompañarle a la puerta, la mochila lista en su espalda.
-¿Dónde está tu amigo hoy, Robin?
Christopher pone los ojos en blanco cuando Christopher Maloway, que decidió ser su enemigo mortal a los cinco años por tener la mala fortuna de compartir su nombre, acelera y le alcanza con su bicicleta. Hace años que Christopher no lleva a Pooh al colegio, pero Maloway posee esa memoria reservada para los abusones innatos: no recuerda cuál es la capital de Francia, pero puede recitar todas las cosas embarazosas de su vida de carrerilla y en orden cronológico.
-¿Mmm? -le evalúa, levantando la barbilla-. No me digas que ahora eres un niño mayor que ya no juega con muñecos.
-Al contrario que tú -murmura, sintiéndose mal el segundo que lo dice.
Cuando suena la última campana del día Christopher recoge todas sus cosas y corre hasta casa, los arbustos del camino pasando borrosos por el borde de su visión, como una gota de acuarela en un vaso de agua. Abre la puerta con más fuerza de la necesaria y sube las escaleras de tres en tres, gritando un ¡lo siento! preventivo cuando se encuentra a su madre en el piso de arriba. Su puerta espera al final del pasillo, y Christopher no presta atención a la señal de “NO ENTRAR” que cuelga del pomo.
-¡Pooh! -grita nada más entrar, suspirando aliviado cuando ve al oso sobre su colcha, sonriendo de oreja a oreja. Christopher salta sobre la cama, haciendo al osito botar con él-. Pooh, no te vas a creer lo que le he dicho hoy a Maloway.
Pooh le mira y su sonrisa parece ensancharse durante un segundo, pero no contesta. Christopher frunce el ceño y lo sujeta entre sus manos, haciendo que el relleno de su barriga se hunda bajo la presión de sus dedos.
-Vamos, Pooh, ¿no quieres saberlo? -Christopher le sacude un poco, pero Pooh sólo le mira con ojos vacíos y negros. Christopher se da cuenta por primera vez de que sólo son un par de botones, cosidos con cuidado sobre el pelo marrón. Traga saliva-. ¿Pooh?
Esa noche Christopher llora hasta que se duerme, y su madre no es capaz de hacer que baje a cenar ni ofreciéndole todas sus comidas favoritas. Se pasa toda la noche con el osito presionado contra su pecho como si esperase devolverle la vida a fuerza de voluntad, y no se lo dice a nadie, pero juraría que, en ese punto mágico entre el sueño y la vigilia, siente algo cálido, y breve, y un poco peludo en la piel de la mejilla. Como un amigo diciendo “hasta luego”.
Balada de Brian Kinney
Queer as Folk; Brian/Justin, Michael; 800 palabras; R
Brian descubre lo que quiere.
El gris siempre cuelga del cielo de Pittsburgh, bajo y ondulante como el péndulo de un reloj, y Brian lo sabe bien porque se pasa horas enteras mirándolo. Su habitación es un cuadrado blanco, impoluto, tan puro como la devoción de Joan Kinney, pero afuera, sobre las luces intermitentes de la ciudad, las nubes se revuelven sin ningún orden en particular, sometidas a una fuerza caótica y elemental. Y aunque a Brian no le entusiasma el gris (gris mañana de domingo, gris traje de iglesia) descubre pronto que hay algo atrayente en las cosas incontrolables.
Descubre bastante pronto, también, que los colores brillantes de Liberty Avenue hacen que el gris parezca inconsecuente; y más aún: que por la noche no hay ningún color que importe. Así que Brian arrastra a Michael hasta Babylon, aunque tiembla cada vez que enseñan sus carnés falsos y un día nos van a pillar, Mikey, intenta no mearte encima, y los dos beben bebidas rosas y verdes y azules, bailando bajo purpurina hasta que Michael empieza a bostezar y a hablar de cama.
-Eres patético, Mikey -le susurra, lento y pesado por el alcohol, pero Michael se va de todas formas y Brian descubre que la mejor manera de llenar las horas hasta el amanecer es con sexo sucio y anónimo, con hombres sucios y anónimos a los que les deja hacerle de todo- les deja follarle, ponerle de rodillas, y al día siguiente se tambalea hasta el instituto, donde Michael mira con ojos como platos las manchas de hierba en sus rodilleras.
-¿Te has pasado toda la noche fuera? -pregunta, suspendido entre la envidia y la admiración y esa otra cosa, esa que se le descolgará de la lengua cada vez que hable de Brian Kinney, por el resto de sus vidas y amén.
-Tooooooda la noche -le contesta, le pasa una mano por el cuello, le lame un poco una oreja, sólo porque puede. Está un poco colocado todavía. Michael le aparta con una mano firme, pero está rojo hasta la raíz del pelo.
-¿Y qué pasa con el examen de Álgebra? El señor Schnauzer va a cabrearse mucho contigo.
-El señor Schnauzer -pausa, para dar efecto y para encender un cigarro-, me folló ayer durante horas en el cuarto oscuro de Babylon.
Brian saca un diez en su examen.
Y con el tiempo, Brian descubre lo que le gusta. Descubre que hay algo que no falla en la combinación de flequillo sobre los ojos y sonrisa sardónica, algo en el filo de su mandíbula que hace que a los chicos se les hagan gelatina las rodillas y quieran comerle la polla como si fuese una ofrenda a los dioses. Descubre que le gusta follar, correrse tantas veces en una noche que pierda la cuenta, y desayunar cereales en la cocina de su madre con el sabor del semen todavía en el fondo de la lengua. También descubre que la universidad es el escape definitivo, el último “adiós y que te jodan, Pittsbugh”, sólo que no es un adiós y mucho menos es definitivo. Allí descubre, casi sin querer, lo que no le gusta, como que Lindsay es rubia y preciosa, alta y femenina, pero que ese siempre ha sido el tipo de su padre, no el suyo; o que no son los gilipollas homófobos, ni la iglesia de su madre, ni el SIDA los que acabarán con él, sino el tiempo, que no se puede comprar ni seducir, no importa cuánto dinero o cuántos encantos tengas.
Pero no es hasta mucho, mucho después que Brian Kinney descubre que estaba equivocado, en una calle mal iluminada de Nueva York, donde el humo sale de las rejillas en el suelo y los taxis pasan como una procesión amarilla, esperando por algún tipo de revelación.
-Pensaba que Brian Kinney no se equivocaba -Justin tiene algo de barba, como si el lado rudo de la ciudad se le hubiese pegado un poco, y está tan lejos del crío asustado que Brian recuerda que le da vértigo.
Brian sonríe de todas formas.
-Yo no diría que me he equivocado. Diría que ha sido un, ah, fallo de cálculo.
-¿Huh? -Justin no dice mucho pero sonríe, amplio y familiar, y no importa que estén en el recodo más oscuro del puto planeta, porque en ese momento, allí, brilla el sol.
-Hm-mmm -asiente, y le sujeta la cara, su pulgar curvándose bajo un azul que parece gris si se mira desde el ángulo correcto. Le besa un poco la comisura del labio, y a los dos les ruge el pulso en las muñecas, como nubes preparándose para una tormenta-. Qué es un poco de tiempo, después de todo.
[minuto musical]
Ruta hacia el Dorado; Miguel/Tulio; ~1600 palabras; NC-17
Miguel llega como el verano a Sevilla: rápido, inevitable, desde sabe Dios dónde.
Miguel llega como el verano a Sevilla: rápido, inevitable, desde sabe Dios dónde.
-
Tal y como lo ve Tulio, un día es el típico Qué caro está el pescado y Coged a ese puto crío que me acaba de robar y al siguiente es todo Miguel, y Miguel y conoces a este chico, se llama Miguel. Tulio no lo ve ni una sola vez pero su nombre es todo lo que oye (Miguel y Migui y Mi-guel; M-I-G-U-E-L), y según Raúl parece e-e-extranjero, y Romilda le dice que puede componer poesía, como los artistas. Fernanda asegura que sabe sacar monedas de detrás de las orejas, y cuando resopla insiste en que
-Eso te tiene que interesar -beso, beso, una mano caliente dentro del pantalón. No puede esperar de verdad que le interese ningún Miguel en ese momento-. Dinero de detrás de las orejas, Tulio. Es lo tuyo. Cada uno -dice, húmedo y aprieta- tenemos lo nuestro.
-
Y cuando el verano de verdad vine, poco después, es tan blanco e insoportable que Tulio no puede decidir qué recién llegado le molesta más. El calor cae como una sábana sobre la ciudad, y ella puede aguantarlo todo lo Noble e Invicta y Mariana que quiera, pero Triana decide dormir el sueño de los rendidos.
Alguien canta que tu nombre es brisa y es aire del perfume marismeño desde una ventana mientras Tulio vigila en la sombra. El hombre ronca con tanta fuerza que hace que el gorro sobre su cara se levante con cada exhalación, como si estuviese intentando echar a volar, y son uno dos tres pasos y un manoseo experto y el oro brilla entre sus dedos.
Se aleja al ritmo de la sevillana, dando la vuelta a la esquina, las monedas tintineando como castañuelas.
-Mmm, eso no ha sido más que un seis -la voz llega desde la derecha, y tras la voz llega el chico, rubio y ojiverde y tu nombre es fuego y es candela-. Y siempre soy generoso.
-Eh -y luego-, ¿Uh?
Un encogimiento de hombros porque es bendición de romero.
-Me habían dicho que eras a quien tenía que buscar en esta ciudad, pero no que eras un ladrón de tan poca monta.
Tulio se cruza de brazos y tu nombre es tierra y es arena.
-¿Disculpa? -no sabe si reírse u ofenderse, así que opta por quedarse a medio camino entre ambos.
Miguel chasquea la lengua, acercándose y robándole parte de la sombra- oro y rojo y verde sobre blanco. Su pelo se agita movido por una brisa inexistente, como si literalmente se hubiese traído aires de otro lugar.
-Sólo digo que eso, ahí, no ha sido muy imaginativo.
-Eso, ahí, ha sido muy efectivo -Tulio lanza una moneda al aire, y el sol se queda enganchado a su superficie durante un segundo cegador, antes de que Miguel la atrape. La inspecciona un segundo y se la devuelve con un gesto de desinterés.
-Puede -dice, con facilidad.
-Además -insiste Tulio, frunciendo el ceño-, la imaginación no te consigue el oro.
-No, te consigue algo mucho mejor -Miguel tiene ojos de jade y ojos de intenciones no-del-todo-malas y ojos de tunombretunombretunombre-. Te consigue la aventura.
Y es una sonrisa y es una proposición y es un trato inevitable, que la ciudad lleva susurrando durante semanas como una canción, porque es que (bajito, muy lejano) tu nombre andará dentro del pecho del que siga tu camino.
-
Miguel es como todos los niños callejeros que están al borde de dejar de ser niños, sólo que no. Es extranjero, sólo que no, de la misma manera que es hijo de una puta como la mitad de ellos, sólo que no (una Cortesana. De la Corte). Sí que sabe escribir poesías, pero sobre todo sabe rimar un número ingente de palabras con “corazón”. Si me das tu corazón/te llevaré a mi mansión/donde te clavaré mi aguijón/y te cantaré una canción. Nadie dice que sean buenas rimas. Miguel tiene la buena estrella de los gamberros, una sonrisa que promete noches a orillas del Guadalquivir y polvo en los pliegues de la camisa, polvo en las pestañas cuando no llueve en semanas. Arrastra a Tulio a las aventuras menos lucrativas, y les saca de ellas con un sombrero de plumas que parece el culo de un gallo y una nariz rota. Pero sobre todo, Tulio, con una nueva historia. Tulio aprende a ajustar sus planes para hacer que cooperen con las fantasías de Miguel, y pronto dejan de ser Miguel y Tulio para ser MiguelyTulio, el nombre sobre el que compondrán canciones cuando ellos ya no estén.
-
-Tengo una sorpresa.
Dice y dos horas después, bajo las sombras del Puente de Barcas, a Tulio le habría gustado llegar media hora más tarde.
-Ya lo creo.
Y aunque se siente como si estuviese hablando desde debajo el agua del río, el hombre le oye y se abrocha los pantalones tan rápido que está a punto de pillarse la polla. Tulio se reiría si Miguel no estuviese de rodillas sobre el barro con los ojos fijos, los labios rojos y mojados como una fruta demasiado madura. Ninguno mira al desconocido marcharse, silencioso como la vergüenza.
-¿Por esto no necesitas dinero? ¿es así como consigues tu oro extra? -dice, con una crueldad que tiene que haberle robado a alguien, porque sabe desconocida cuando la deja rodar por su lengua-. ¿Siguiendo los pasos maternos?
Miguel se levanta, despacio, y se seca la boca con el dorso de la mano. Tulio se espera un puñetazo pero en su lugar llega una sonrisa que no se refleja en los ojos, y eso le golpea mucho más fuerte.
-No -palpa el puente de piedra a ciegas y agarra el laúd por el mástil, arrancando una nota extraña y vibrante-. Así.
Las sombras del puente parecen recogerse y desplegarse todas dentro de su buhardilla, donde la vela se ha apagado hace tiempo. Miguel le ha seguido a casa, como casi todas las noches, pero en vez de compartir su colchón está junto a la ventana, afinando el laúd bajo la luz azul de la luna.
-No tengo chinches en la cama, sabes -su voz suena ronca pero suena, y eso es lo que importa. Corrige-. Apenas, quiero decir.
Miguel le mira a través de una cortina de pelo, y duda un par de minutos antes de levantarse, los pantalones hechos un ovillo en alguna esquina y el laúd en la mano. Se deja caer a su lado sobre el colchón, sin mirarle. Si Tulio extendiese un poco una mano podría tocar el arco de su espalda. Dobla los dedos en un puño.
-Así que-carraspea-. Sabes tocar el laúd.
Miguel suelta una risa por la nariz y toca el principio de una melodía familiar. Tu nombre es agua y rocío. Tulio sonríe.
-¿Me puedes enseñar?
Siempre ha pensado que ser moralista es cosa de ricos, de todas formas.
-No me puedo creer que seas un ladrón con estos dedos tan gordos -Miguel se ríe, intentando que toque el Re en vez del DoReMiFaSol. Pone su mano sobre la de Tulio para ajustar su manera de sujetar el mástil, el contacto breve y fugaz.
Tulio gira un poco la cabeza, y el pelo de Miguel huele a sol y hace que le pesen los párpados.
-No tengo chinches en la cama, sabes -susurra, el corazón latiendo como un tablao flamenco.
Miguel parpadea, y a él también deben pesarle los párpados porque Tulio sólo puede ver una rendija de verde.
-Apenas, quieres decir.
Es Tulio quien empieza el beso, torpe y repentino, pero es Miguel quien lo suaviza y lo desenrosca, lento como una canción de amor. Sus dedos no son dedos de ladrón, sino dedos finos de artista, y cuando le tocan bajo la ropa Tulio gime en Si Bemol.
-No sabía que supieses tocar tan bien.
Miguel le muerde el labio de abajo, y hace que su ropa desaparezca con la misma facilidad con la que hace aparecer monedas tras las orejas de las chicas. Se lamen los gemidos de la boca, ruedan sobre el laúd, acaban con medio cuerpo fuera del colchón y las piernas enroscadas y lo siguiente que sabe es que está tocándole el agujero del culo con dos dedos, cuidadoso como una pregunta.
-No te preocupes, estoy seguro de que dos dedos son suficientes -Miguel tiene ojos de esmeralda y ojos de fóllame y ojos de fóllamefóllamefóllame-. Tienes dedos muy gordos.
Tulio le folla desde detrás, sin saber muy bien cómo pero esperando que bien, y le lame el Guadalquivir que baja entre sus omóplatos, tocando el oro de su pelo, escribiendo con la lengua todas las palabras que riman con corazón.
-Espero que eso fuese más de un seis.
Dice, y es una broma pero también es una pregunta. Miguel se ríe húmedo contra el hueco de su cuello y le asegura que
-Sí -y luego-. Sí.
Esperan a que el sol despunte por encima de la Giralda para irse a dormir, rojo y naranja y dorado, pero antes de eso Miguel susurra Eh, y eh, Tulio, con la aventura espesándole la voz.
Eh, Tulio, ¿has oído hablar de América?
-
Miguel y Tulio se van de Sevilla como el verano: rápido, inesperado, hacia otro hemisferio.
P.D. ACABO DE VER QUE UN ANÓNIMO ME HA REGALADO UN AÑO DE CUENTA PAGADA O SEA WHAT WHAT O SEA ;______; Dios mío, de verdad, seas quien seas ¡muchísimas gracias! ¡no sé cómo expresar lo agradecida y sorprendida y y y TODO que me siento ahora mismo! Ahora me arrepiento el doble de que esta entrada sea tan insustancial. Juro aplicarme más este año para que tu EXTREMA generosidad sea un poquito menos inmerecida <3<3<3