Hace mucho que no escribo. O, al menos, que no escribo como me gustaría. Es decir, estoy oxidada del copón. Aun así, estos me salen por los poros. Mal o bien. Hay doscientos millones de ideas rebotando en mi cabeza y no puedo sacarlas conforme aparecen -ojalá-, porque me dedico a... ver serie xD Esta en concreto es muy muy corta, es de cuando los chicos se reencuentran después de Stanford y la escribí en ese entonces (es decir, no tenía ni idea de la que iba a caer luego).
The dark inside me
Tres días después...
-Eh, Sam, nos vamos.
Sam, sentado sobre el borde de la cama de uno de esos moteles que no pisaba desde que se separaron. La pesadilla serpenteaba como una culebra todavía en él, pero Dean salía del aseo ya vestido y no se había percatado de su triunfal despertar. Sólo lo había visto allí, sentado sobre la colcha desgastada ya con los ojos abiertos. No le pasaba desapercibido que le había dejado dormir. Llevaba tres días haciéndolo, desde que habían abandonado Standford. También sabía que Dean estaba al tanto de sus pesadillas aunque no dijera nada. Una noche se había despertado a mitad de noche con él en su cama. Por la mañana su hermano ya se había levantado y no había mencionado el tema. Mejor. Sam no quería hablar de eso. No importaba que Dean pensara que durmiendo estaba mejor que despierto cuando era exactamente al revés.
-Dame dos minutos. -Su voz salió pastosa.
-Claro.
Suponía que tenían marcado el rumbo de ese día, otra muerte, otro esperpento; Dean se puso a recargar las recortadas mecánicamente sobre el aparador, con una familiaridad que ahora le ponía los pelos de punta. Se encerró en el baño y se echó un puñado de agua helada a la cara. El espejo desvencijado de la pared le devolvió su realidad. Sam nunca había sido un universitario más, un chico normal cuya mayor preocupación era sacar la mejor nota para convertirse en un abogado ejemplar. Nadie que lo conociera de verdad se habría creído ese cuento ni siquiera en el tiempo en que sus ojos brillaban. Los ojos del espejo estaban vacíos. Él se había creído ese cuento. Incluso cuando había estado tan asustado por las pesadillas sobre Jess. Con la luz del día, había sonreído y había renegado.
Y aquí estaban, una vez más.
Sam miraba a ese tipo del espejo haciendo su mejor esfuerzo por controlar el avance de la bilis y aquel se la devolvía con la determinación gravitando en el vacío de sus ojos. Resignado. Decidido. Inspiró una vez más para aplacar los vestigios de la pesadilla y devolver un ritmo normal al latido de su corazón; para lanzar al estercolero los restos que permanecían en él como despojos de su intento de vida feliz. El pulso, uno mucho más profundo y poderoso que el de su sangre. Familiar. Uno que había conseguido ignorar en algún momento de los últimos cuatro años. Uno que comenzaba en su pecho, pero no terminaba ahí como el de su corazón. El pulso negro y lento que reverberaba, pesado, hasta tocar la última fibra de su ser, seguía allí mismo. Dándole la fuerza. Siempre. Era su centro. Ese pulso negro… era él.
Dos golpes en la madera de la puerta y la voz de Dean rompiendo el pensamiento.
-Sam, deja las guarrerías para después. Tenemos que irnos.
Se tiró otro puñado de agua fría a la cara. Y otro. La voz de su hermano tiró de él. «No estás solo, Sammy».