Algunas veces, en algún lugar...

Aug 24, 2016 11:46


¡Hola de nuevo! Vengo con otra escena pequeña. No es que escriba mucho últimamente; acabo de terminar la quinta temporada y, aunque voy ya por mitad de la sexta, sigo en estado de shock. Ya os dije que iba de la mano de Sam, así que... intentando recuperarme, de ésta no me recupero. No es justo, pero, hey, ¿quién dijo que lo fuera?

Vale, dejando a un lado el drama, me centro: escena ubicada en la primera temporada (la escribí hace un tiempo y pensaba que la había subido; ¿dónde tendré la cabeza?). Me gusta imaginar -y escribir- sin alejarme demasiado del canon, de lo que es la serie y, sobre todo, de lo que son los personajes. Sam y Dean son el muro donde mi cordura termina estampándose más de una vez. Me gusta tenerlos en una urna (aunque lo cierto es que no estoy segura de conseguirlo. Pero, hey, mis respetos). Bueno, no me enrollo más. Es cortito, cortito.



Algunas veces, en algún lugar...

Un mes. Treinta días y treinta noches.

Los días los llevaban bien. Una pista, una carretera interminable al volante del Impala y su hermano soltando impertinencias en el asiento del copiloto. Dean podía ser feliz con eso. Un objetivo, la investigación. Trabajo. Matar. Sam no estaba tan oxidado como cabría esperar y eso prendía una diminuta llama de placer en un rincón muy escondido de su pecho. No lo había olvidado. No estaba todo perdido. Cazar cosas, salvar gente. Sin pensar, sin dudar. Con su hermano guardándole las espaldas de nuevo. Un equipo bien engrasado, cuyas piezas seguían encajando con engañosa suavidad, sin importar el tiempo que hubieran permanecido separadas.

Todo sería jodidamente perfecto si no hubiera noches.

A Dean no se le alteraba el pulso al enfrentarse a los monstruos de cada día. Pero los de la noche le revolvían las entrañas. Mientras estaban inmersos en un caso, Sam estaba en piloto automático sin perder un ápice de su eficiencia o  concentración. Cuando aparcaban sus culos en algún motel cutre, aparecía Mr. Hyde. Y entonces se unían todos los puntos y Dean era capaz de ver el mapa completo. Mientras él se daba una ducha y se tiraba en la cama a embutirse en el cuerpo la comida grasienta de turno, su hermano sacaba libros, mapas y no despegaba la vista de la pantalla de su portátil. Se alimentaba de café y, si había  suerte, soltaba algún monosílabo. Era como si Dean no existiera. Como si nada, aparte de la búsqueda de venganza, existiera. Y lo volvía loco. Porque ese era él, no Sam.

-Eh, Sam, te he traído una hamburguesa con queso y montones de ketchup.

-No tengo hambre. Gracias.

Claro. Porque había comido hacía… ¿cuánto? ¿un día y medio? Quizá se estaba haciendo demasiadas ilusiones con el «todo como antes». Sammy nunca, jamás, había dicho que no a una hamburguesa con el ketchup chorreando de ella. Vamos, cuando era un crío se había alimentado de ellas. ¿Sam ya no era Sammy? Un pellizco en el pecho le hizo torcer el gesto y lanzó la comida envuelta sobre la mesa, junto al brazo que movía compulsivamente el ratón. Su hermano no sacó la nariz de la pantalla y Dean se lo quedó mirando durante un instante. Llevaba el pelo algo más largo y había crecido tanto que prácticamente tenía que encogerse en la silla para caber en ella, pero su mirada era la misma. No era un extraño. No podía ser un extraño para él. Dean conocía a su hermano.

Se sacó la chaqueta y se tiró en la cama, con su propio festín entre manos; sintonizó uno de esos programas en los que una presentadora entrevistaba a gente normal por la calle y mordió la primera de sus hamburguesas.

Una hora y media después, Dean tamborileaba con los dedos sobre su pierna, todavía tirado sobre el colchón. No sabría decir si lo que le ponía nervioso eran los chistes tontos de Stephen Colbert en la televisión o el silencio y la inmovilidad de Sam durante todo ese tiempo. A él le dolía la espalda de no moverse. Suponía que lo que Sam estaba investigando dolía mucho más.

Lanzó el mando sobre la cama e impregnó su voz de ánimo aun sabiendo que iba a volver a ser ignorado.

-Me voy a la ducha. -Nada-. Ahora te pediré que me frotes la espalda. -El dedo de Sam seguía rodando sobre el ratón, bajando información-. O, bueno, ya sabes, mejor que no entres. Me voy a tomar un tiempo para…

Vale. Lo dejó estar.

Era un idiota por rogar de esa forma por una de las miradas cargadas de superioridad moral de Sam. No estaba tan desesperado por atención.

Cuando salió de la ducha -había cumplido su palabra y tardado más de lo acostumbrado en el ritual que había prometido-, su hermano se había dormido encima del teclado, la cabeza apoyada sobre sus brazos. Era enorme. Sammy seguía creciendo a pesar de que ya pasaba de los veintidós.

No lo despertó. Si lo hacía, volvería a ponerse a ello.

Se acostó en su catre y cerró los ojos.

Un sonido sordo, profundo, lo sacó del sueño apacible y su mano voló hasta la culata de la Beretta que siempre guardaba bajo la almohada. Miró a su alrededor, bizqueando a través de la habitación sumida en la penumbra y obligando a su cerebro a salir de la ensoñación.

Sam no estaba en la mesa y eso hizo que se despejase de golpe y se incorporase en el lecho.

El sonido se repitió en ese instante, un gruñido preñado de agonía. Su hermano se revolvía, tumbado boca abajo en la cama de al lado, retorciéndose sobre la colcha. En algún momento de la noche debía haberse despertado y dejado caer tal cual sobre la cama.

-No… No, no, no… ¡Jess, no!...

Un grito inhumano cruzó la habitación. Dean dejó caer la pistola sobre el colchón y salió disparado hacia su hermano. Hacía mucho tiempo que no hacía aquello, desde las pesadillas de Sam cuando era un crío y no sabía que los monstruos eran de verdad, pero su agonía lo había puesto en automático. No podía verlo así. Siempre había dolido como el demonio.

Se acostó junto a él y Sam se revolvió, peleando, en cuanto el colchón se hundió bajo su peso. Dean lo sujetó con fuerza.

-Hey, Sammy…

Aquello pareció calmarlo. Simplemente... aquello. El pulso de Dean se fue serenando conforme los resuellos de Sam lo hacían. No había abierto los ojos. Ni siquiera estaba despierto. Pero buscó el calor de su abrazo y ningún gruñido agónico ni el nombre de Jess volvieron a salir de sus labios. Dean estrechó aquella sensación, fundiéndose con ella. No eran felices, no estaba bien, pero podía dormir con aquello. Un instante de calma, un islote al que aferrarse en medio de un océano enfurecido para no terminar ahogados.

Cerró los ojos por segunda vez esa noche.

Un trozo de cielo. Calor venciendo al frío. Pulmones luchando por llevar aire. Una tonelada sobre él, aplastándole. Mucho calor. No podía respirar, no podía hinchar su tórax con normalidad. Dean estuvo a punto de entrar en pánico y lanzar la cosa más allá con todas sus fuerzas cuando entró en la consciencia. Pero era su hermano. Sam estaba prácticamente durmiendo sobre él, un peso muerto. Un enorme peso muerto.

Se pasó la mano por la cara, conteniendo el resuello desbocado y percibió cómo el calor ascendía hasta su rostro.

-Maldita sea.

No había forma de despertar a Sam ni había maldita forma de que él quisiera despertarlo antes de salir de su cama. Con todo el tacto que él era capaz de reunir -más bien poco-, fue apartando al pequeño Sammy, miembro a miembro, hasta que pudo salir de debajo de él.

Se quedó mirándolo de pie, al lado de su cama, los brazos en jarras. Pronto se despertaría y pondría a trabajar ese cerebrito suyo. Piloto automático, mirada vacía. No hablarían de Jess ni de las pesadillas. Sam no quería. Dean no quería. Habría un par de posibles casos sobre la mesa para cuando estuvieran metiéndose cafeína en vena y con la mente fría decidirían a por cuál de ellos iban.

Fue al aseo antes de que su hermano se despertase y lo pillase allí plantado, mirándolo dormir como si fuera un pervertido. Posiblemente no se acordaría de nada.

Pero mientras se cepillaba los dientes frente al espejo del lavabo, Dean se lo permitió durante un instante fugaz. Volver al pasado. Cuatro años atrás. Permitió que la pregunta revoloteara en su mente como destello efímero y huidizo.

¿Se acordaría Sam de aquello?

Su hermano apareció tras él, ocupando todo el espacio bajo el marco de la puerta, y se miraron a través del espejo.

-Tengo un par de pistas.

Dean escupió la espuma, se enjuagó la boca y volvió a mirarlo a los ojos. Pero no pudo atisbar nada en ellos, pese a que Sam le mantuvo la mirada. Si quería saber qué recordaba, tendría que preguntarle.

Y eso… eso no iba a ocurrir ni en su lecho de muerte.

Salió del aseo y fue hasta la mesa repleta de papeles y notas, seguido por Sam.

-¿Qué tienes?

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