(no subject)

Apr 30, 2008 11:29


Mientras Palafox se terminaba de vestir con la ayuda de Elvira, Santiago le esperaba en la biblioteca observando los mapas que se desparramaban por encima de la mesa. Como buen militar la mirada recorría los mapas, los cuales se apreciaban las defensas de la ciudad con sus puertas y el temido ejercito a las puertas. Santiago se obcecaba en encontrar sentido a las distintas llamadas que figuraban por todo el mapa a distintos colores pero por más que observaba no comprendía, ya que no figuraba ninguna llamada en el mismo. Al cabo de unos minutos esas rayas, asteriscos, colores, rectángulos, flechas se le abrieron a la mente y los comprendió

Mientras tanto la ciudad de Zaragoza, a esa hora, rebosaba alegría. Todo era un ir y de venir de la gente más o menos ocupada. Se mirase a donde se mirase era un ajetreo alegre de personas ocupadas en sus quehaceres, en pequeños corros, hablando o gritando sus mercancías. En definitiva era una ciudad viva. Como vivo era ese muchacho de ropas roídas y descoloridas por el uso. Unos pantalones viejos por la rodilla con manchas, a saber de qué, con unas medias de lana acabadas en unas sandalias desgastadas y una blusa , que al principio sería blanca pero que ahora se veía casi gris que miraba con miedo al otro grupo de chicos que estaban jugando a la peonza en el suelo. Casi todos los días le obligaban a poner pies en polvorosa por ser el hijo mayor de un hortelano que vendía sus productos unos metros más abajo. El chico agacho la cabeza y apresuro el paso asiendo firmemente el cántaro que portaba para rellenarlo de agua fresca como le mando su padre.

Pasó por la acera de enfrente y la suerte ese día estaba con él, ya que el grupo no se percato de su presencia gracias a la discusión que tenían.

Jaime que así se llamaba el chaval, suspiro aliviado al verse a salvo. Torció por la calle empinada en dirección a la fuente pensando en sus quehaceres.

Jaime era el mayor de los siete hermanos. Sus padres un hortelano y su madre, su madre un poco de todo. Cuando no estaba preñada, se valía para cuidar a los niños y ayudar al padre en el puesto. También sacaba tiempo para mantener la casa limpia y hacer unos bordados finísimos que vendía, de vez en cuando, a una tienda de la calle San Gil donde las señoras de alta burguesía aperciban el valor y la maña de esos bordados. Poco a poco se iba ganado una reputación. Al ser el mayor, y según el derecho Aragonés, en cuanto su padre dejase este mundo de Dios, todas las partencias las heredaría él por ser el primogénito. Jaime acababa de hacer trece años. Era alto, guapo aunque flaco. Tenía la tez blanca como su madre y sus mismos ojos grandes y verdes poblados de unas pestañas negras. Al ser flaco, ya que la comida escaseaba a veces, los músculos de su adolescente cuerpo, eran finos y nervudos.

Llegó a la fuente para llenar el cántaro y volver presuroso a sus quehaceres. Al volver cambió de camino para evitar encontrarse con los zagales que le hacían correr. Siguió con su paso rápido para no demorarse.

A la altura de la calle Santiago torció y abandono el paso presuroso ya que se acercaba a la casa donde habitaba una chica que cuando estaba delante de ella, el corazón se le aceleraba, notaba la sangre en la cara y sus palabras se volvían monosílabas. Esta vez quería entablar conversación con esa chica. La noche anterior, antes de dormirse, repaso más de quince veces, un diálogo imaginario para poder hablar con ella.

La divisó a unos treinta metros. Enseguida noto que el corazón se le aceleraba, que las manos se le empapaban y empezaba a respirar agitadamente. Cuando llegó casi a su altura esta se volvió, como si lo esperase. Su sonrisa blanca como la nieve, con unos labios carnosos le parecía a Jaime, la mejor sonrisa del mundo. Sus pómulos blancos, con una pequeña motas de color, unidos a unos ojos negros y grandes además de su melena negra recogida bajo una redecilla blanca hicieron que Jaime caminase más despacio para poder aprovechar la vista. Ella bajo la vista con coquetería, mientras ella vaciaba a las calles una gran palangana.

Al Llegar a su altura se paro y la miró fijamente con una amplia sonrisa que fue devuelta con una franqueza que hizo que las piernas le temblasen.

-         Mi nombre es Jaime.

-         Lo sé. Contesto. El mío es Natividad. Y vivo aquí.

Así estuvieron sin hablar largo rato mientras se miraban con la sonrisa puesta hasta que una llamada estridente de dentro de la casa los sacó que trance en el que flotaban. Natividad giro sobre sus talones y volvió corriendo hacia la casa con una risita que ha Jaime le pareció la mismísima risa de los ángeles.
Previous post Next post
Up