¤ Comunidades:
piffle_fanfic [Ficathon] y
quinesob.
¤ Historia:
Corazón de Cristal [1/??].
¤ Título: Un encuentro para nada esperado (y/o deseado).
¤ Fandoms: Kuroshitsuji/Kobato.
¤ Claim: Kobato+Ciel, indirectamente Ioryogi+/-Sebastian.
¤ Prompt: "Kobato quiere sanar el corazón de Ciel".
¤ Palabras: 2,008.
¤ Advertencia: Spoiler de Kuroshitsuji (hasta el 34) y de Kobato (generales). Sebastian y Madame Red merecen advertencias por separado.
¤ Notas: Ubicando a Kobato en la época de Ciel, la historia estaría situada cuando Ciel lleva casi un año desde que regresó con Sebastián. Ah, sí, Dobato es la manera en que Ioryogi se refiere a Kobato cuando mete la pata. No quería, pero me salió algo largo xDU.
¤ Resumen:
Niña tonta, que llevas tu corazón en la mano. ¿No te das cuenta lo frágil que es? Tu corazón es de cristal, puro y brillante, sin nada que ocultar. Pero en vez de ayudar, sólo empeoras la situación.
―¿Me permite curar su corazón? ―preguntó una joven de aspecto oriental, larga cabellera castaña y dulce sonrisa que había aparecido de repente, tomando por sorpresa al joven conde. Llevaba puesto un vestido sencillo de color blanco con detalles rosas, no ostentoso como las jóvenes nobles inglesas de su edad, pero si con un toque elegante que carecían las chicas de clase baja. Sobre su cabeza yacía un sencillo sombrero bordado, con una margarita de color entre rojiza y morado sirviendo de adorno, el cual hacía resaltar su ya de por sí peculiar imagen. Aunque puede que lo más llamara la atención hacía su persona fuera el perro de peluche azul que llevaba colgado en su bolso, dándole un toque infantil.
Ciel Phantomhive frunció el ceño, molesto no sólo por la extraña pregunta o por el modo en que esa chica le había hablado (y le estaba viendo), sino por la sonrisa sarcástica que había aparecido y era demasiado visible en el rostro de su mayordomo.
―¿Es alguna clase de broma? ―A pesar de su mal humor, contestó cortésmente. Estaban en un lugar público y no podía permitirse dar una mala imagen, era un conde al fin de cuentas.
―No, en verdad deseo poder curar su corazón ―contestó la joven, aumentando su sonrisa. Ciel no pudo evitar pensar que ésta chica era demasiado extraña, posiblemente era de esos que se creían curanderos o leían el futuro y quería venderle pócimas raras. Antes de que le dirigiera un comentario más mordaz, su mayordomo se le adelantó, haciendo una pequeña inclinación a la dama.
―Creo que no comprende, my lady. Pero mi joven amo no necesita ninguna clase de medicina o brebaje. Él se encuentra en perfecto estado.
Ciel bufó, cruzándose de brazos. Mas no pudo evitar sentirse incomodo cuando esos grandes y cristalinos ojos marrones lo observaron con un extraño brillo de tristeza. No era lástima, porque reconocía perfectamente cuando le miraban con ella. Era otra cosa, como si ella hablara con sinceridad y con sólo una mirada pudiera ver aquello que atormentaba a su corazón. Pero eso era imposible. La sinceridad no existía en ese mundo y nadie podía leer los corazones de otros.
―P-Pero... ―insistió la joven, esquivando al mayordomo y tomando las manos del joven conde entre las suyas, con gesto suave, para desconcierto e incomodidad del mismo, aunque agradecía que ambos pares de manos estuvieran enguantadas―... Usted está sufriendo. Y mucho.
La sorpresa que aquellas palabras provocaron en Ciel no le permitieron darse cuenta como el extraño peluche soltaba un gruñido, haciendo que la joven lo soltara y diera unos pasos hacia atrás. Sebastian, por otro lado, si se dio cuenta de eso, fijando su mirada en el juguete, el cual, como esperaba, fijo sus negros ojos en él. El mayordomo sonrió, con clara amenaza.
―Creo que esta conversación termina aquí. Que tenga buenas tardes, my lady ―Sebastian tocó suavemente el hombro de Ciel, haciéndolo reaccionar. Éste se despidió con una inclinación de cabeza de la chica y, sin darse cuenta, se dejó guiar por su mayordomo, subiendo incluso sin percatarse del todo a su carruaje, aún con las palabras que aquella joven le había dicho repitiéndose en su cabeza una y otra vez.
Sebastian se colocó en el asiento del cochero y miró por última vez a la extraña joven, para después echar a andar el carruaje.
La chica suspiró, con tristeza, mirando como el vehículo se perdía entre las oscuras calles de Londres.
―Te he dicho muchas veces que ese no es el modo correcto de actuar, Dobato ―gruñó en susurros una voz masculina.
―Es Kobato ―corrigió, sin ánimos. Un nuevo suspiro escapó de entre sus labios―. Lo sé, me lo has repetido miles de veces, Ioryogi-san. Pero... ese niño posee el corazón más lastimado que nunca hubiera conocido.
Ioryogi volvió a gruñir, aún recordando la mirada y esencia de ese supuesto mayordomo. Gruñó tan fuerte que hizo que un niño que iba pasando por la calle lo mirara curioso.
―Mamá, quiero un peluche que gruña como ese ―dijo, apuntando al perrito azul. Kobato se puso un poco nerviosa, abrazando su bolsa.
―No, hijo, apenas ayer te compré un Conejo Phantomhive ―le dijo la madre, arrastrando al pequeño por la mano y pidiéndole disculpas a la joven con un gesto.
―Será mejor irnos.
―De acuerdo ―Kobato no parecía muy convencida, pero hizo caso a la orden de su guardián, al parecer comenzaban a llamar la atención. Con paso tranquilo dio media vuelta y comenzó a andar por la calle, deseando internamente volverse a encontrar con ese niño y poder descubrir algún modo para ayudarlo. Sin saberlo, Ioryogi también pensaba en que debían volver a verse, pues quería saber que hacía ese tipo con aquel niño.
El cielo de Londres se fue nublando y la lluvia no tardó en caer fuertemente, haciendo aún más lúgubre el paisaje. Aún así los ojos de Ciel no parecían admirarlo, pues estaban fijos en la nada, su mente aún concentrada en aquella extraña joven. Al principio quiso sentir rabia, ella era una don nadie, sin ningún derecho a decirle semejantes cosas, pero para su extrañeza, no pudo encontrar la manera de expresar algún tipo de sentimiento negativo hacia ella. Tal vez fuera por la pureza poco común que notó en sus ojos, la misma pureza que aún quedaba, y era escasa, en la mirada de Elizabeth. Y, pudiera ser, era el mismo estilo de pureza que alguna vez había existido en sus propios ojos, pero que había muerto luego de aquellos meses en los que vivió en el infierno mismo.
Sebastian, por su parte, tenía el ceño fruncido, no muy contento por aquel peculiar encuentro. No sabía quién o qué era esa chica, pero el que estuviera en compañía de aquel que hacía siglos no había visto le hacían sospechar que no era nadie común. No sólo eso, sino también su habilidad de ver el corazón dañado de su amo. Apretó las riendas con fuerza, tenía que averiguar que traía a Londres a ese ser. Pero, sobre todo, tenía que evitar que su amo volviera a encontrarse con esa niña. Él prefería el corazón negro y herido del conde. Tenía que evitar que esa alma pura pudiese curarlo, ni siquiera tenía que darle la oportunidad de intentarlo. No le importaba tener que usar sus métodos de persuasión con ella. Haría lo que fuera para no perder esa alma completamente rodeada de oscuridad.
Una semana había pasado desde aquel extraño suceso y Ciel casi parecía haberlo olvidado, regresando a la rutina que su para nada típica vida le imponía. Pero esa mañana descubrió que nada sucedía por simple casualidad.
Sebastian lo despertó, como todos los días o eso creía, trayéndole un nuevo té importado desde China, pero su actitud no era la fría cortesía habitual, algo estaba molestándolo. Ciel no le dio importancia, dando por hecho que alguno de los sirvientes había vuelto a hacer de las suyas. El mayordomo le ayudó a vestirse y a peinarse, hasta ahí todo normal, sus siguientes palabras fueron lo que le desconcertó:
―Joven amo, tiene visitas.
―¿Cómo? No recuerdo que tuviera alguna cita para este día. Además, es demasiado temprano ―Ciel separó a Sebastian de su persona cuando éste terminó de atarle el parche que cubría su ojos derecho.
―Le pido disculpas por haberlo despertado antes ―Sebastian se llevo una mano al pecho e hizo una inclinación reafirmando sus palabras. Fue entonces que Ciel se dio cuenta de ese hecho. Sebastian le había despertado una hora antes. Frunció el ceño, exigiendo con la mirada una explicación a eso, pero su molestia se disipó un poco al ver la cara de su mayordomo. En el rostro de Sebastian se podía notaba claramente que no le agradaba nada lo que fuera que había provocado aquella situación―. Pero Madame Red insistió en verle. Además... ―calló un momento, permitiéndose mostrar su completo desagrado. Ciel le miró curioso.
―¿Además qué? ―Quería saber, si lo que fuera que planeara Madame Red ponía de ese humor a su mayordomo, significaría que sería una gran oportunidad para molestarlo por todo el día. No importaba si con eso tenía que soportar las locuras de su querida tía.
Y Sebastian se dio cuenta de que su joven lord tenía ese tipo de pensamientos, lo cual no le ayudaba en nada.
―Madame Red trajo a una joven, diciendo que es su protegida y quiere presentársela.
Ciel alzó la ceja, sin entender que tenía aquello de malo. Aunque, bueno, tratándose de Madame Red pudiera ser que la joven fuera alguien escandalosa, no del estilo de Elizabeth, pero si de algún estilo molesto e insoportable.
―No sé que te incomoda, pero bueno, no es educado dejar esperando a dos damas ―dijo Ciel, tomando su bastón y saliendo de la habitación.
Sebastian tardó un poco en seguirlo, no sin antes mascullar sin que nadie le escuchara un «De seguro ese peluche provocó todo esto».
―Oh, querida, no deberías de estar tan nerviosa. Verás que le caerás bien al conde ―Madame Red se encontraba sentada en uno de los sillones del elegante salón de la mansión Phantomhive, bebiendo tranquilamente el té que amablemente Sebastian les había traído―. Mi sobrino puede tener cara seria, pero es una buena persona. Sólo ocupas saber como quitarle esa defensa que se auto impone ―rió en voz alta, abanicándose un poco.
―Pero, ¿no le parece que es muy temprano? De seguro nuestra presencia le será un incordio ―dijo la joven sentada en el sillón de dos piezas, quien miraba -sin poder evitarlo- fascinada la habitación en la que se encontraba. También degustaba de aquel té inglés, agradeciendo que el mayordomo le hubiera dejado algo de crema, pues no estaba acostumbrada al sabor. Sobre sus piernas se encontraba un peluche de un perrito azul, eso y el sombrero de tela que traía atado en su cabeza la hacían ver adorable, algo que a Madame Red le encantaba.
―Que va. Levantarse un día más temprano de lo normal no le hace daño a nadie ―comentó la mujer vestida de rojo sin darle importancia. Probó una de las galletas que había dejado el mayordomo de los Phantomhive en una bandeja y se deleitó con el sabor―. Creed, deberías de aprender de Sebastian, estas galletas son exquisitas.
―S-Sí, madame ―tartamudeó el mayordomo de la señora Durless, quien se encontraba parado en una esquina un tanto nervioso. La joven le sonrió, tratando de tranquilizarlo.
El silencio invadió la habitación, mientras esperaban que el amo de la casa se hiciera presente. De repente, la chica soltó un pequeño quejido. Madame Red volteó a verla, curiosa. Ella sólo se sobó el estomago.
―Este... Madame Red, quiero agradecerle nuevamente por tomarme bajo su tutela ―soltó, atropelladamente. La mujer de cabello rojizo sonrió con ternura.
―No deberías de agradecerme nada, estoy encantada de cuidar de ti, Kobato. Quien iba a pensar que mi fallecida amiga Lineth hubiera tenido una hija en oriente y que la hubiera dejado allá. Estoy segura de que no lo hizo a propósito.
―Lo sé ―contestó Kobato, sin poder evitar una sonrisita nerviosa. A ella no le gustaba mentir, pero Ioryogi-san había dicho que eso era necesario.
En ese momento las puertas se abrieron, dejando ver al dueño y al mayordomo de la mansión. Las mujeres se pusieron de pie, pero en el momento en que la mirada azulada del conde y la marrón de la invitada se cruzaron, ninguno de los dos pudo evitar soltar una exclamación de sorpresa.
―¡Usted!
―¡Tú!
―Joven amo, eso no es nada cortés ―murmuró Sebastian, sin poder evitar sonreír por el error de su señor. Aunque también estaba contento de que no fuera el único que sufriera con aquella visita.
―¿Eh? ¿Ya se conocían? ―preguntó extrañada Madame Red.
Ioryogi sonrió con burla, y Sebastian sintió la necesidad de prender la chimenea -aunque no fuera la época- y alimentar el fuego con aquel peluche.
Bien, definitivamente eso no se lo había esperado Ciel. Por su parte, Kobato parecía de lo más contenta. Tenía otra oportunidad para intentar curar el corazón de ese niño.