Bueno, por fin lo he publicado. La idea de este fic lleva anotada y guardada en un cajón desde 2009, hasta que al fin me decidí a hacerlo. Ha sido jodidamente estresante y desesperante, y temo que no haya conseguido poner por escrito todo lo que tenía en la cabeza, pero estoy muy orgullosa de él (y la gente que me conozca sabe que nada de lo que escribo suele gustarme xD). Alex se me ha metido en la cabeza como otro más de mis personajes, esperemos que no se pegue con Brian, me ha deprimido con su visión del mundo, ha actuado de crítico del fic y casi me daban ganas de pegarle para que se callase (es que es muy pegable este chiquillo xD ya veréis). Por otra parte escribir desde la cabeza del cura pederasta ha sido mucho más jodido, por lo que todos los capítulos pares son bastante más cortos. Y el cap 9 está sin acabar, o algo así xD porque prometí añadirle porno, que como no hay suficiente en este fic u.u mi musa es una viciosilla *niega con cara de desaprobación*
Ahora en serio,
laura300099 sabes que no lo habría conseguido sin ti <3 Todas las veces que me pongo a patalear y me quejo de que estoy atascada y no puedo avanzar, en el fondo no me preocupo demasiado porque sé que tú harás que siga, dándome ideas o insistiéndome para que escriba o simplemente leyéndolo y por eso cuando nos peleamos no puedo escribir. Muchas muchas gracias, por estar ahí siempre y decirme sinceramente lo que puse mal y por todo en general. Oh, y también por toda la información que me has encontrado, porque no tenía ni idea sobre nada religioso y no habría podido hacer nada sin todo lo que me pasaste ^^ Con la de veces que aparece la palabra sacristía y no la había oído en la vida lol. Eres una musa genialosa ^-^ Y ya sabes, hacemos un buen equipo u.u aunque me pidas más porno que no sé hacer (?)
Te quieero <3
Abril de 1967. La lluvia cae sobre los cristales de un coche que avanza por un camino sin asfaltar, hacia el pequeño pueblo donde empezarán una nueva vida. Alexander mira las gotas resbalar y unirse de formas caprichosas, borrando las huellas del camino y del viejo pueblo -de su vieja vida-.
El coche atraviesa las solitarias calles y se detiene frente a su nueva casa, sin nadie que les dé la bienvenida o advierta su presencia. Sin perder ni un minuto los padres de Alex se bajan del coche y, agarrando parte del equipaje, instan al niño a que haga lo mismo. Obedece en silencio, cargando todo el peso que puede al interior de la casa.
Dentro huele a cerrado y la humedad atraviesa las paredes y cala en los huesos, pero es mejor que rehacer una casa de cero. Nada que no arreglen un par de mantas y algunos días de trabajo para reparar el tejado. Alex suelta sus cosas al pie de la que será su cama y se sienta en ella, con los pies colgando y las manos entrelazadas sobre las rodillas, sin ganas de ponerse a colocar; pero sus padres le llaman para que ayude a preparar la comida. Ha sido un largo viaje y a las doce deben estar en la iglesia para conocer a los vecinos. Alex suspira y camina hacia la cocina, arrastrando los pies.
Apenas han acabado de comer cuando empiezan a sonar las campanas que llaman a la iglesia. Elisa recoge a toda prisa, nerviosa por llegar tarde a misa su primer domingo en el pueblo. Se visten y se dirigen hacia la iglesia, notando las miradas y los cuchicheos del resto del pueblo.
Llegan justo a tiempo. Se sientan en una de las primeras filas de bancos, los padres dispuestos a causar una buena impresión y Alexander dispuesto a aburrirse como todos los domingos de su vida. Comienza a jugar con uno de los botones de su ropa de los domingos, aunque para al recibir un manotazo de su madre. Entonces termina de sonar el órgano y el cura aparece en el altar, y Alex deja de pensar en lo mucho que se va a aburrir y en que todo el pueblo le mira como si fuera una atracción de feria, porque solo puede fijarse en él.
***
A Alexander le gustan los chicos. Le han gustado desde siempre, o al menos desde que puede recordar. Cuando los niños de su clase se dedicaban a perseguir a las niñas, él les miraba a ellos. Es más, cuando a los niños de su clase aún no les interesaban las chicas él ya les miraba. En frustrante, eso de no saber cuándo empezó a ser diferente -raro, extraño, anormal, la oveja negra de un rebaño que apalea a cualquiera que rompa su blancura-, sólo sabe que empezó mucho antes que el resto.
Pero lleva doce años consigo mismo, y ha aprendido a aceptarse. Por eso, cuando nota ese vértigo en el estómago y la sangre subiéndole a la cara no se pregunta por qué reacciona así -es más, ni siquiera se sorprende-. Tan solo piensa “mierda” y luego envía un reproche silencioso a Dios por hacerle enamorarse no solo de un hombre, sino de un cura. Luego se ríe en silencio, imaginando qué le harían sus padres si supieran que ha pensado un taco, le ha parecido atractivo un hombre y se ha metido con Dios en su propia casa, en apenas cinco minutos.
La risa se la corta en seco otro manotazo de su madre.
Una vez que ha aceptado que “me gusta el cura, me he colgado de un jodido cura. Muy bien, genio” aprovecha los últimos minutos de la misa como excusa para poder mirarle de frente y sin esconderse, con un cosquilleo de culpabilidad en la punta de los dedos y el corazón bombeando adrenalina ante el -absurdo- peligro de que alguien se dé cuenta por su forma de mirar de lo oscuros que son sus pensamientos.
En realidad, está seguro de que no es el único que le mira de esa forma. Tiene un tipo de belleza evidente, de mandíbula cuadrada, labio inferior prominente y manos fuertes. Pero lo que Alex encuentra hipnótico no es nada de aquello. Sus ojos. Son oscuros, más de lo que ha visto nunca. Es incapaz de distinguir dónde comienza la pupila, dos pequeños agujeros negros que absorben cualquier rastro de calor, incluso las luces de las velas, y no dejan que nada se refleje sobre ellos. Qué deliciosa ironía, que el siervo de Dios tenga los ojos del demonio.
Alex sonríe. Le gustan las ironías. Y le gusta el demonio.
***
-¿Madre?
-Dime, cielo -Elisa sonríe con la vista clavada al frente, sin molestarse en mirarle. Sus tacones resuenan con firmeza sobre el camino empedrado que une la iglesia, en lo alto de una loma, del resto del pueblo asentado en llano. Alex corretea para alcanzarla, ligeramente molesto. Seguramente no le está escuchando de verdad.
-Quiero ser monaguillo.
-Vaya, eso es realmente genial. Me alegra que la religión comience a interesarte. Es una noticia fantástica, ¿no te parece querido? - pero aun así sigue sin mirar hacia atrás. Su sonrisa no va dirigida hacia ellos, sino hacia el resto del pueblo que sale también de la iglesia, observándoles sin discreción. Su padre asiente. Tienen que ver que son una familia feliz, devota y unida, de aspecto impecable. Hipócritas, piensa Alex al mirar a su alrededor. Su casa se cae a trozos de vieja, las goteras empapan su cama y no está seguro de cenar esa noche, pero para la iglesia debe vestir con ropa cara y aparecer bien peinado. Permanece en silencio el resto del camino, mirándose los pies mientras camina para no tropezar.
-¿Entonces? -pregunta cuando llegan a su casa. Max ha ido a arreglar la valla del jardín en la parte trasera de la casa, ante la insistencia de su mujer. Alex se pregunta qué clase de ladrón estúpido entraría a robar a una casa como esta.
-¿Entonces qué? -su madre ya no sonríe ni su tono de voz está una octava más arriba de lo habitual. Alex no sabe a cuál de las dos prefiere. A la encantadora, segura de sí misma y atenta madre y esposa de mentira o a la mujer demacrada por el cansancio, de raíces canosas y poca paciencia que tiene ante él.
-Lo de ser monaguillo -le recuerda intentando no parecer impertinente.
-Oh. Eso. Mañana iremos a hablar con el cura a ver si puede hacerte un sitio en la parroquia.
-Gracias madre -murmura con tono educado.
Eso causa el efecto deseado. Elisa suspira, le acerca con un abrazo seco y besa su pelo.
-Estoy muy contenta de que quieras hacer esto, cielo. Estoy segura de que te ayudará con -le da unas palmaditas de pretendido afecto en el hombro, que le irritan y le dan ganas de empujarla hacia atrás-, ya sabes, los problemas que tuviste.
-Yo no tenía ningún problema -replica con tono gélido sin moverse-. Madre.
Los brazos de Elisa dejan de rodearle y quedan colgando a sus costados, inertes.
-La mayoría no puede estar equivocada, hijo -el tono afectuoso ha desaparecido. Le mantiene la mirada un segundo y luego la aparta bruscamente para dirigirse a la cocina-. Deshaz tu equipaje, debemos tener la casa preparada por si recibimos visitas.
El resto de la tarde se aburre mortalmente entre visitas de cortesía de vecinas que también se aburren demasiado y deciden pasar a su casa a husmear, con el pretexto de darles la bienvenida. Alex interpreta su papel de perfecto hijo atento y educado hasta que no puede más y se retira a su cuarto entre mil disculpas, por un tremendo dolor de cabeza causado por el clima.
Espera hasta encontrarse a salvo tras la puerta de su minúscula habitación para dejar de retener una mueca de asco que le sube desde el esófago; le arruga la nariz y los labios, le hace cerrar los ojos y le da ganas de vomitar.
Las mujeres del pueblo hablan de recetas, presumen de sus maridos, se quejan de sus dolores, se deshacen en falsos halagos y de sus labios pegajosos de carmín no sale una sola palabra que merezca la pena escuchar. Están vacías, como máquinas de industria que repiten el mismo movimiento insignificante una y otra y otra vez dentro de una gigantesca fábrica de productos innecesarios. Levantarse, hacer la comida, cuidar a los niños, cuidar al marido, ir a la iglesia los domingos, colocarse los rulos, meterse en la cama, sentirse orgullosas antes de dormir por haber tirado un día más a la basura.
No hay nadie en ese pueblucho que merezca la pena, que tenga algo dentro más que banalidad. Salvo el cura. Tumbado en su cama sonríe, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos porque en su cabeza él se acerca y sus labios encajan contra los suyos y los presionan con fuerza, y sus ojos negros están tan cerca que puede perderse en el vacío, donde nadie le encontrará jamás.