Devenir de rutinas a evitar desde la perspectiva de la arrogancia propia de una mente juvenil.

Aug 19, 2010 23:41

No quiero tener que seguir queriendo a mi marido cuando eche barriga y se vaya quedando día a día calvo. No quiero tener dos niños a los que les ponga el nombre de Jessica, o Xisela o cualquier otro nombre. Ir a la playa con una silla de estampado de rayas o flores, y utilizar sombrilla o nevera portátil. Abandonarme a la edad, leer el Hola, ver los programas de sobremesa, echar la siesta. Comprarme un pez y meterlo en una pecera, e ir sustituyéndolo a medida que un sinfín de peces exactamente igual de naranjas mueran. Poner la lavadora en las horas de menor consumo eléctrico. Hacer crucigramas en la cama, mientras mi marido se lava los dientes. Tener el talento de tocar un melón y saber si está o no lo suficientemente maduro. Cambiar el cine por la vida. Cambiar la música por el vulgar ruido de la calle, la literatura por el periódico gratuito que un estudiante pluriempleado me dará en la esquina. No quiero ir los domingos al Corte Inglés, si es que abre, no quiero ir tampoco los sábados, ni los viernes. Cenar en el chino en días prefijados de la semana. Hacer bocadillos y utilizar papel albal. No quiero matar el tiempo, antes prefiero que él me mate a mí. No quiero que ir al cine a ver las películas de Pixar se convierta en una obligación y deje de ser un placer. Ponerme mechas, decir cotilleos sobre la vecina del barrio, ser de color gris, utilizar siempre diademas y camisetas con frases en idiomas que no sé traducir.
No quiero liberarme de la cárcel que me supone mi cuerpo, del estorbo, no vaya a ser que me guste la libertad y después quiera quedarme con ella.
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