Si tuviera que definir cómo fue su primer abrazo con Alice, diría, sin ninguna duda, que fue húmedo. Y alejando los pensamientos lujuriosos que podrían pasar por la mente de cualquiera, aclarar que fue debido a sus lágrimas. Unas lágrimas y unos llantos tan desgarradores, que aún seguían estrujándole el corazón de pena cuando lo recordaba.
Ocurrió hará unas semanas. Como cada mañana, se levantó rebosante de energía. A él no le costaba nada empezar el día con muchos ánimos, ni tampoco se pasaba casi media hora haciendose el remolón en la cama para luego echar a correr por llegar tarde ya no solo al desayuno, sino a clase, como muy bien les ocurría a alguno de sus amigos. Y llegó al comedor dispuesto a, si bien a no comerse el mundo, si a zamparse un buen desayuno cargado de bollos, tostadas y café. Antes de sentarse en su sitio, reparó en que Alice ya estaba allí sentada, desayunando con tranquilidad. Con solo verla, le salía la sonrisa solo. Había algo dulce y tierno en ella que le hacía querer protegerla de todo y de todos, de erigirse frente a ella como un caballero de brillante armadura. Era un pensamiento tonto y muy romántico para su pragmatismo, pero era lo que sentía cuando estaba cerca de ella.
El primer indicio de que aquel no sería un día como los demás, tuvo lugar durante la llegada del correo. Casi se conocía mejor la correspondencia de Alice que la suya propia y, siendo miércoles como era, seguro que habría recibido noticias de sus padres. Al igual que los lunes y los viernes. Alice sonreiría mientras abría la carta y luego soltaría alguna carcajada debido a algo gracioso que en ella se contaba y él se quedaría como un idiota mirándola. No supo qué pensar del hecho de que supiera todo aquello de ella cuando su relación no era más que la de compañeros de clase, pero lo dejó todo de lado al percatarse de que la sala se había sumido en un silencio nada acostumbrado y que McGonagall estaba diciéndole algo a Alice. La observó con detenimiento, sin poder evitar que aflorara en él la preocupación. La chica estaba pálida y al ver que sus manos estrujaban una tostada a medio terminar, supo que serían malas noticias. La siguió con la mirada cuando se levantó y siguió a la profesora.
Intentó seguir como si nada el desayuno, todos lo intentaron, pero ninguno pareció conseguirlo. Las charlas se realizaron en voz baja, llegando a sus oídos apenas unos suaves murmullos. El bollo que estaba comiéndose, de pronto dejó de resultarle sabroso y lo dejó a un lado. Muy preocupado tenía que estar para que se le fuera el apetito. Llegó la hora de irse a clase, pero él siguió sentado en su sitio. No podía quitarse de la cabeza la mirada aterrorizada en los ojos de Alice.
-Frank, ¿vienes?
Alzó la cabeza para mirar a sus amigos, que le esperaban ya plantados y con la mochila al hombro. Quiso decirles que sí, porque él no se saltaba ninguna clase, pero negó con la cabeza. Iba a hacer una excepción esa mañana. Por Alice. Sería una tontería porque no eran nada, amigos sin mucho roce y confianza, pero quería estar ahí para ella cuando saliera de hablar con la profesora. Puede que no fuera necesario o que quedaría como un idiota, pero quería ofrecerle consuelo en caso de necesitarlo. Algo en sus ojos castaños, en aquellos que estaban abiertos por el miedo, le hizo pensar que el asunto sería serio.
Y ese tampoco era el momento de pararse a pensar en porqué tenía tanto afán por protegerla o consolarla. Si hubiera sido otra persona, otra compañera, se habría preocupado, por supuesto que sí, pero no hasta el punto de perder el apetito, saltarse una clase y correr por los pasillos hacia el despacho de la Jefa de su Casa. Le invadió el desánimo al ver que no estaba allí, así que subió corriendo hacia la Torre de Gryffindor. Allí tampoco estaba y, antes de ponerse paranoico, echó a andar hacia el despacho del director.
Acababa de dar la vuelta a la esquina para ir directo al pasillo que llevaba a la entrada del despacho de Dumbledore, cuando la vio salir de allí. Parecía perdida y desamparada y se quedó sin saber cómo reaccionar al verla.
-¿Alice?
Su nombre brotó de sus labios sin darse cuenta y cuando alzó la mirada y la enfocó en él, algo se removió en su interior. Había tanta pena y tanto dolor en sus ojos. Esperó a que dijera algo, pero ella parecía estar perdida en algún punto donde él no podía llegar. En un lugar que le infligía mucho dolor. Y él quiso llegar, quiso ser quien le sacara de allí.
-¿Estás bien? - era una tontería preguntar aquello cuando era evidente que no lo estaba, pero no sabía qué más decir. Ella negó con la cabeza, lo que terminó por confirmárselo - ¿Qué ha pasado?
Se moría por saber, pero por otra parte, no podía evitar pensar en que estaba siendo irrespetuoso acechándola de esa forma. No podía evitarlo. ¿Cómo iba a ayudarla si no sabía que la había puesto así?
-Mis padres… ellos… - respondió a borbotones - Una emboscada han dicho y ellos… ellos…
En el momento en que esas palabras brotaron de sus labios, terminó de acortar la distancia que los separaban, y la rodeó en un abrazo. ¡Mierda! El asunto era peor de lo que imaginaba y por propia experiencia, sabía que poco se podía hacer en una situación así. Su padre había fallecido hacía dos años, y a él aún le dolía la ausencia. Sabía cómo tenía que estar sintiéndose Alice. Escucharla sollozar de esa forma, aferrándose a él como si se tratara de su tabla de salvación, arraigaron más fuerte en él, las ganas de consolarla y cuidarla. Le acariciaba el pelo, en un intento por calmarla, pero ella no parecía ser capaz de dejar de llorar, empapándole la camisa con ello y decidió dejar que se desahogara.
-Duele, Frank - murmuró con la voz rota mientras sus pequeñas manos se aferraban con más fuerza a su camisa - Haz que pare, por favor.
Notaba la camiseta empapada, ahí donde apoyaba Alice la cara. Pero no le importaba. Dejaría que le empapara todas sus camisas de lágrimas, siempre y cuando eso sirviera para que se sintiera mejor. Él, que siempre se había enorgullecido de saber decir lo correcto en el momento oportuno, esa vez se quedó sin saber qué decir.
-Todo va a ir bien, ya lo verás - murmuró Frank acunándola suavemente. Le dolía en el alma verla así.
-No irá bien, porque ellos ya no están - murmuró con la voz ronca - Ya no están.
Tenía toda la razón del mundo y nada podría cambiar las cosas. Eso mismo pensó él cuando falleció su padre y alguien le dijo que todo iría bien. Se sintió como un idiota al haber dicho él mismo esas palabras cuando sabía, mejor que nadie, el poco consuelo que ofrecían y la poca verdad que escondían. ¿Qué le hubiera gustado que le dijeran a él en aquel momento? Todo el mundo parecía esforzarse por darle el pésame, lamentarse por la pérdida y lanzar miradas cargadas de lástima, pero nadie le había hablado con claridad, exponiendo las cosas como eran. ¿Qué más daba que la gente dijera que lamentaba la muerte? Para él, esas palabras sonaban vacías, huecas y sin sentido. Nadie parecía hablar con entendimiento, como si supiera cómo se sentía él en esos momentos. A veces, la sensación de que alguien te entendía, era mejor que cientos de palabras dando un consuelo imposible de sentir.
-Mírame, Alice - le acunó el rostro con las manos y con los pulgares, le secó las mejillas mojadas por las lágrimas. Tenía la piel muy suave - Sé por lo que estás pasando y también sé que, cualquier palabra de ánimo que te dé, no te va a servir de nada, porque ni el dolor va a desaparecer ni ellos van a regresar - intentaba hablarle con mucha dulzura, pero también con la seriedad y la seguridad de alguien que ha pasado por lo mismo - Me gustaría decirte: toma una poción que lo va a curar todo, pero eso no puede ser. Lo único que puedo hacer, es ofrecerte mi hombro para llorar, mis abrazos para consolarte y mis hombros para sujetarte cuando creas que no puedas con todo. El tiempo y el cariño de la gente que te quiere, es la única medicina que existe para lo que estás sintiendo.
Con ello, pretendía hacerle saber que estaba ahí para lo que ella necesitara y lo más importante, cuando lo necesitara. Cada persona era un mundo diferente y no todo el mundo reaccionaba igual al dolor de una pérdida. Había gente a la que le consolaba hablar de ello, pero en cambio, a otras personas les resultaba demasiado doloroso hacerlo, por lo que optaban por guardarse para sí sus sentimientos, amenazando con desbordarse de su tapadera a la mínima ocasión. Y él quería estar ahí para cuando Alice se sintiera capaz de hablar o buscara ella misma el consuelo.
Después de aquello, la acompañó a la sala común a recoger sus cosas y luego hizo lo mismo de camino al despacho del director. Ninguno de los dos dijo nada en todo ese rato, pero él no quiso dejarla sola en ningún momento, aunque permaneció en un segundo plano, sin querer agobiarla con su presencia. Él había necesitado su espacio y era lo que le estaba dando a ella.
Con el corazón en un puño, la vio ascender por la gárgola, sabiendo que iba a estar unos cuantos días con el alma en vilo, preocupado por ella.
Y no se equivocó.
Durante los cuatro días que Alice estuvo fuera, él no pudo quitársela de la cabeza. No hacía más que preguntarse cómo estaría, si necesitaría algo. Estuvo tentado de pedirle a Dumbledore poder asistir al funeral, pero sabía que no era lo más sensato. En cambio, le pidió a su madre que lo hiciera. Al fallecer su padre, su madre había necesitado algo en lo que mantenerse ocupada y por eso se unió a un comité creado hace varios años, que ayudaban a las familias afectadas por la pérdida de algún Auror durante el acto de servicio. Confiaba en que hiciera lo posible por ayudar a Alice y, aunque su madre no preguntó nada ante esa extraña petición, no le hacía falta saber por dónde irían sus pensamientos. Alice era importante para él, no tenía ningún sentido negar la evidencia y algo le decía que ya no habría vuelta atrás en los sentimientos que la chica despertaba en él.
No supo que Alice volvió a Hogwarts hasta que se la encontró sentada en el sofá de la Sala Común. Era de madrugada y no podía dormir, y cuando bajó a leer un rato, la vio abrazada a sus rodillas, con la mirada perdida en las llamas de la chimenea. Se le antojó una niña sola, perdida y desamparada. Sin atreverse a decir nada que la sobresaltara, se sentó a su lado, callado. Apenas la escuchaba respirar, pero sabía que estaba a su lado. Sentía su calor, su dolor.
Esa noche ninguno de los dos habló. Ni tampoco el resto de noches que pasaron los dos ahí a lo largo de casi dos meses. El primer signo evidente de que Alice estaba preparada para dar un paso adelante en su recuperación, fue cuando, una noche, le cogió la mano. Aún recordaba lo sorprendido que se había sentido y la urgencia que había sentido de acercarla hacia sí y abrazarla, pero se contuvo con darle un suave apretón, entrelazando los dedos.
Los días fueron pasando y Alice poco a poco fue mejorando, aunque distaba mucho de ser la chica dicharachera y vivaz que él recordaba. Supo por las amigas de Alice de que la razón por la que bajara a la Sala, era por tenía pesadillas y no podía conciliar el sueño. Aquello le extrañó porque, la chica se quedaba dormida junto a él, con la cabeza apoyada suavemente en su hombro. ¿Sería por su presencia? La notaba más calmada, más serena y más ella misma que cuando volvió después del funeral.
Una parte de sí mismo quería creer que esa mejoría se debía a él y aunque no fuera así, seguiría a su lado. Sería su pilar, su paño de lágrimas, la fuerza que le impulsara a levantarse todos los días. Sería lo que Alice necesitara, siempre y cuando, estuviera cerca de ella.
Fin