Ayer fue un día fantástico para los oídos del fandom. Varias de vosotras me habéis descubierto voces sexys que no tenía catalogadas y gracias a
ayumi_k hemos oído a Jensen Ackles cantando Crazy Love.
He estado pensando en todo este asunto de las voces. En la cadencia, en el grosor, en lo que provocan.
Es tan simple como complejo. Como el misterio de la vida, en realidad.
Las cuerdas vocales sólo son dos, dos membranas carnosas que vibran cuando las atraviesa el aire, crean ondas que fluctúan un instante y se ordenan al siguiente en una sola frecuencia, creciendo en la prisión de los músculos de la garganta y retumbando en el paladar.
Y ahí está, antes incluso de que lleguemos a oírla.
Hay algo en las voces de los niños. Algo limpio y tintineante, intemporal, una especie de eco que se eleva. Un poco ingenuo, un poco sabio. Oírlos cantar es oír la voz de los ángeles.
Entonces ocurre.
La laringe se ensancha y la nuez engorda, las chicas descienden dos tonos, los chicos toda una octava. Se alternan las frecuencias más graves con vagos recuerdos del registro infantil, como los restos de un naufragio, se vuelve profunda a medida que crece el pecho, el cuello y la mandíbula. Coge fuerza en los pulmones, vibra en la garganta, se amplifica en la boca. Motivos misteriosos deciden quién es alto y bajo, quién tiene la voz más grave. Cartílagos más gruesos, laringe más amplia.
La ciencia puede explicar sus características, pero no sus devastadores efectos.
Hay voces que son un susurro ronco, ron con azúcar, tabaco sin quemar.
Unas son ásperas, otras redondas y todas tienen esa rugosidad, como un papel de lija visto bajo el microscopio, altos y bajos que oscilan en el aire, se te cuelan en el oído y descienden en picado hasta el estómago.
Algunas siempre parece que acaban de despertar. Crujen al fondo de la garganta, se entretienen en las consonantes y nunca pronuncian las vocales.
Hay voces que se arrastran, que son pereza líquida, que suenan como el aguardiente.
Voces que braman y estallan en el techo del mundo, voces que serpentean cerca del lóbulo de la oreja, húmedas y suaves, siempre graves.
Unas sonríen aunque no lo hagan los labios, penetran bajo la piel, se estiran como un gato.
Las hay que parecen filtrarse, como la luz a través de persianas venecianas, te cogen de improviso, sesgan el aire como un cuchillo.
Algunas parecen acolchadas, almohadas de terciopelo oscuro que te rebotan en el pecho, se afilan cuando cantan y entonan en un alambre, descienden sin avisar y se vuelven clandestinas antes de terminar la frase.
Otras suenan a secretos en una cama deshecha que antes o después se meten dentro de la ropa interior.
Y todas son -sin excepción- pecado, perdón y penitencia.