Sacó el teléfono del bolsillo de la chaqueta y marcó el número, que de tantas veces marcado ya se sabía de memoria. Espero uno, dos, tres tonos hasta que la voz, tan conocida, respondió.
-¿Diga?
-Estoy en la estación de tren.
Silencio. Uno, dos, tres, cuatro segundos.
-¿Por qué?
Golpea el suelo con la punta del zapato, mira a la nada, con el teléfono pegado.
-Sabes que no me iba a quedar aquí, que quería marcharme de esta ciudad.
-Pero ¿por qué ahora? ¿Qué ha cambiado?
-Todo. Ni siquiera el césped huele igual después de una tormenta.
-Sé que te querías ir, sé que lo ibas a hacer. No sé porqué ha tenido que ser ahora, tan de repente.
-No me gusta pensar de más, no sirve de nada. Por eso me voy ahora, casi sin avisar, con cuatro cosas en un viejo bolso de mi abuela. Por eso me marcho.
-¿Sin mí? No tenías por qué irte sola.
-Es demasiado tarde para que vengas conmigo.