En el cuál, la locura más grande resulta ser la menos desastrosa por primera vez.
-1
Manuel aplastó con sus codos los planos que se extendían por sobre la mesa improvisada de madera. Era vieja, incluso intuía que la madera estaba pudriéndose y era imposible dibujar o hacer caculos sobre ella sin poner antes unos libros para que las grietas no arruinasen sus hojas. Manuel lanzó un gruñido por esas hojas que se arrugaban y masajeó sus sienes llenas de pequeñas gotitas de sudor. No es que hiciera calor en su habitación/taller, de hecho era bastante fría y oscura (y todos se quejaban de eso) pero le estresaba tanto tener que andar alisando los planos, calcular y a su vez fijarse que al trazar una línea, esta podría salir mal por la terminación de su libro.
-Carajo -suspiró Manuel con las mejillas encendidas; era una mesa de mierda.
Porque esto no era lo peor que le había pasado. Estaba seguro que estudió en condiciones más paupérrimas y desesperadas. Es que hay una delgada línea entre lo que tiene que hacer, lo que debe pensar y lo que su mente le hace pensar. Como el beso de la otra noche con Martín.
Con Martín.
Manuel se aplastó el flequillo contra su cráneo, rechinó los dientes y tenía ganas de lanzar todo y recostarse en su cama para dejar de pensar. Pero había trabajo que hacer, planos que armar, planes que pensar y Manuel no estaba para esta tontería de un maldito beso, o la vergüenza que siente cada vez que se queda solo en una habitación o en cualquier parte con Martín.
Y con esa motivación, logró sacarse un rato al rubio de su cabeza y sumergirse en los números, cuando la puerta se abrió y con ella toda la claridad de afuera inundó su habitación con brillante luz. Manuel se protegió con un brazo y dejó caer su lápiz, que rodó por el suelo hasta detenerse por unos zapatos que conocía bien.
Su vida era un infierno, era oficial.
Martín se agachó, tomando el lápiz y cerró la puerta tras de sí. Parpadeó, acostumbrándose a la oscuridad y Manuel giró en su silla.
-¿Qué pasa? -preguntó, entre mirándolo y no, las mejillas volviendo a encenderse sobre su rostro y amontonándose sobre la punta de su nariz-. Estoy trabajando.
-¿Vos nunca te tomás un descanso? -dijo Martín a su vez, tendiéndole el lápiz y, no muy seguro, Manuel lo tomó.
El silencio (que no era tal por los engranajes de la nave y algunas voces ahogadas de la tripulación y el olor dulzón de las cocinas) cayó sobre ellos más rápido de lo que Manuel quería admitir e intentó concentrarse una vez más en su trabajo. Pero Martín todavía estaba ahí, y Manuel era tan consiente de todo, de la tela de su ropa al moverse, de los zapatos crujiendo al caminar, la forma en la que respiraba, que por primera vez en mucho tiempo en su cabeza las formulas no quedaban; no lo resguardaban del todo lo que lo rodeaba. (A veces creía que ni siquiera la poesía ayudaría estando en esta situación.)
-¿Qué pasa?
Manuel no estaba seguro si quería saber la respuesta.
-Quería hablar con vos.
(Definitivamente no quería saberla.)
Manuel no quería hablar con él. Si pudiera, seguiría evitándolo todo el tiempo hasta que necesariamente tuvieran que olvidarse de lo que pasó y ya; nada que afrontar, ni charlas, ni estar los dos encerrados en un espacio relativamente pequeño y frío. (Tan frío que las mejillas de Manuel no podían estar más rojas de la vergüenza.)
-¿Qué quieres? -preguntó Manuel, ya casi hasta rendido porque las cosas nunca salen como quisiera. Lo había aprendido demasiado bien-. Si es por lo de la otra noche, no te preocupes. No necesitamos hablar de eso. Estamos bien así.
-¿Así cómo? -dijo Martín, sentándose en la cama de Manuel y él lo miró de reojo, frunciendo los labios-. Vos también me besaste.
Manuel se estremeció por esa palabra, en vergüenza, en nerviosismo porque ni él podía creerlo, pero Martín tenía razón.
-Fue el momento -intentó evadir lo que eso implicaba admitir e hizo un gesto con la mano-. No importa, Martín. No necesitamos hablar de esto.
-Siempre fuiste así de cobarde, ¿no? -Martín rodó los ojos, levantándose y con una mano se sostuvo del respaldo de la silla, su cara acercándose a la de Manuel-. ¿Qué, te da tanto miedo decir que te gusto?
-Tú no me gustas, Martín -murmuró Manuel con la voz contenida, intentando ignorar que la punta de su nariz rozó la otra y que los ojos de Martín estaban demasiado cerca (¿siempre tuvo las pestañas así?)-. Dios, Martín, fue sólo un beso. Sólo eso.
-¿Y por qué te ponés así? -dijo Martín, apretando el respaldo de la silla y sacudiéndolo levemente.
Manuel frunció levemente el ceño.
-¿Qué quieres sacar con todo esto, Martín? -levantó levemente el mentón, mirándolo a los ojos, pero rápidamente bajó la mirada y se reclinó hacia atrás-. ¿Qué quieres que te diga? ¿Que me gustas?
Martín no dijo ninguna palabra ante sus preguntas, pero no es cómo si realmente esperaba que le dijera algo. O saliera con alguna respuesta ingeniosa que lo hiciera sentir bien. Manuel sonrió tristemente, un poco cansado, un poco con un “ya lo sabía” y tiró sus hombros hacia abajo. No sabía realmente qué esperaba él con todo esto.
Pero Martín acercó su frente a la de Manuel, rozándole los mechones de su flequillo y se estremeció por el olor de la colonia. Era diferente al de la grasa a la que estaba acostumbrado ó al de los aceites ó al de las herramientas. Porque el olor de Martín era más sutil.
Luego del flequillo, vinieron los labios. Y quizás fuera porque Martín los humedeció con la punta de su lengua, pero Manuel los sintió un poco fríos y resbalosos al principio y se estremeció desde la boca de su estómago (¿podía suceder eso?) a todo su cuerpo. Los brazos reaccionaron rápido, apoyando sus manos sobre el pecho del rubio pero éste lo abrazó con fuerza, pegándolo hacia él, casi hasta levantándolo de la silla con violencia.
Manuel luchó en un principio, porque esto era repentino. Esto era estúpido. Pero sus brazos se volvieron como una gelatina mal hecha, deslizándose hacia arriba hasta aferrarse a los hombros de Martín. Pero no contento con eso, pasó un brazo por la nuca y tiró de unos mechones rubios con fuerza, alejándolo pero acercando su cara a la suya. La lengua de Martín era extraña dentro de su boca, porque era fría pero se calentaba más a medida que el beso tomaba más ritmo. El que Martín succionara sobre su boca lo hizo jadear y entreabrir más sus labios con ansia.
Esto se estaba volviendo una locura.
Martín lo apretó contra sí desde el trasero, abriendo su boca, comiéndosela con besos apasionados y a la vez totalmente desesperados. Manuel se estremeció al sentir el miembro de Martín sobre su cuerpo y trató de alejarse, pero más que alejarse era como frotarse y Manuel se encontró desesperándose porque lo estaba haciendo a propósito y no lo entendía. No entendía por qué.
Por qué.
Martín gimió dentro del beso y eso desató un algo que Manuel no conocía sobre su estómago, subiendo, enredándose sobre sí mismo, apretando, doliendo y gustando al mismo tiempo. Subió ambas manos, acunando la base de la mandíbula y apretándolo contra él. Sus erecciones se movían sobre el borde del pantalón y Manuel también gimió dentro del beso. Se abrazaron más fuerte, los dedos blancos de tanto apretar sobre la tela de sus ropas y Martín gimió al ser prácticamente apoyando contra la mesa.
Al separarse, Manuel lo miró con los ojos entrecerrados y se relamió los labios que hormigueaban. Tosió, encogiéndose sobre sí mismo, pero Martín comenzó a invadir su cuello y a comérselo a besos y a mordiscones que lo hicieron suspirar. Manuel intentó hacerse espacio entre las piernas de Martín, apoyando sus manos sobre los muslos y acariciando avariciosamente.
Jadeó, y estuvo a punto de detener esto. De empujar a Martín lejos de su cuerpo y quizás salir huyendo (aunque era su habitación, debería ser al revés). Pero es que no pudo. Es tan estúpido decir que no pudo, porque podía estirar sus brazos y empujarlo, pero Martín tuvo que decir su nombre y morderle el mentón y volver a repetir su nombre para enviar todo al carajo y toda su urgencia, toda su necesidad, todo, todo se juntó en un punto y explotó. Manuel sentía que estaba explotando.
Y volvieron a besarse. Martín le acariciaba la nuca con necesidad, con la otra mano empezaba a colarse debajo de la musculosa y un poco de sudor frío y pegajoso con los dedos tan calientes como si fueran lava, lo hizo entreabrir la boca y gemir. Manuel temblaba cuando empezó a desabrocharle primero el chaleco color café y después la camisa; la piel de Martín era como algo nuevo. Como si nunca la hubiera visto.
Odiaba que su mano temblara tanto.
Acarició con sus dedos la primera porción de piel y el silencio los envolvió tan rápido como el frío sobre su piel caliente. El aliento de Martín se volvió un vapor dulce, danzante sobre su rostro, pero Manuel no podía prestarle total atención porque seguía tocándole la piel, apoyando su mano sobre el pecho a medida que desabotonaba más la camisa y se inclinó a rozar la piel con los labios, estirándola con los dientes y todo era nervioso; todo era joven, se sentía volar y ligero. Manuel sentía que estaba siendo el adolescente que nunca fue en este momento.
Martín comenzó un suave empuje con su cadera sobre el muslo, haciéndole sentir todo su miembro duro y eso lo excitó aún más porque no quería que sólo lo tocara en la pierna. Manuel fue rápido en meter una mano en el pantalón y tomarlo con la mano; en levantar la cabeza y besarlo una vez más. Martín también fue rápido en contestarle el beso. Sus lenguas se rozaron, mezclándose las salivas y era como sucio, como sensual, como un poco inocente y torpe.
La erección de Martín se calentó más sobre su mano y Manuel comenzó a bombear suavemente; primero lento, apretando sobre la punta hasta ir más abajo y la cadera del rubio se impulsó un poco menos paciente contra él. Era como tenerlo de una forma que nunca lo había visto.
Se separaron del beso, Manuel le besó el mentón y fue hacia su cuello, mordiéndolo, jugueteando con los dientes y la lengua. Cuando sus ojos se fijaron en el cuello, pudo notar el gigantesco chupón que le dejó pero ahora no lo veía como algo malo. Era divertido, de hecho. Suspiró, mirando los ojos de Martín y el labio inferior le tembló ligeramente. Quería decir tantas cosas, tantísimas pero las palabras solo se le atoraban y se hacían un nudo en su garganta.
-No me mires.
Eso fue lo único que pidió. Y Martín pareció tener un poco de consideración con él, porque desvió la mirada con las mejillas encendidas (y Manuel quiso besarlo, era una urgencia que picaba por todo su estómago pero se contuvo. Apretó los labios y siguió bajando por su torso.)
Abrió la camisa, acariciando la piel con su mano libre. Era como si estuviera adorándolo o algo así (y Martín volvió a mirarlo, era como un niño que no podía quedarse quieto). A los costados, sobre las costillas, en la espalda y Martín se estremece, siseando algo apenas pasó su pulgar por la curva de esta y Manuel sonrió apenitas, como si estuviera orgulloso de sí mismo. Pero tan rápido como esa sonrisa vino, desapareció de su rostro.
Aún así, terminó por arrodillarse. Manuel era algo rojo brillante, sobre las orejas y el cuello, y las manos de Martín le hacían recordar que esto era una locura; que mira lo que estás a punto de hacer, Manuel, piensa, piensa, y lo único en que podía pensar era en abrirle los pantalones a Martín y bajárselos.
Mierda.
No quiso pensarlo dos veces, no quiso hablar, no quiso saber nada. Abrió su boca, cubriendo la punta de la erección de Martín con sus labios y el gemido volvió a provocar esa explosión en todo él. Lo recorrió con su lengua, entrecerrando los ojos y evitando siempre la cara del rubio. No podía mirarlo si estaba haciendo esto. No podía creer, de hecho, que estuviera haciendo esto.
-Cómo es que... -se rió Martín con la voz entrecortada, suave, era casi hasta cariñosa, y Manuel sintió una caricia dulce sobre su mejilla- ¿Cómo es que llegamos a esto?
Manuel pensó que no tenía una respuesta válida para eso. Que todo esto no era válido o real, que era un sueño o una fantasía y que el personaje aleatorio resultó ser Martín. Con el que se besó la otra noche y no pudo dejar de pensar en él; en su sonrisa, en sus cabellos cayendo sobre los ojos, esos mismos ojos y su estúpida boca que sólo hablaba y hablaba (que cuando besa primero es frío, que después se vuelve un infierno al que no le importaría ir y derretirse).
Intentó ignorar su mano, y sólo enfocarse en lo que estaba haciendo. Quiso ser lo más silencioso posible, porque entre que le daba vergüenza ya de por sí escuchar los gemidos de Martín, su rostro enrojecía aún más por los ruidos de sus labios sobre la piel húmeda del miembro. Siguió el largo con la punta de su lengua, llegando a los testículos pero Martín gimió más fuerte y sus rodillas temblaron peligrosamente, como avisando que si lo hacía de nuevo se caería. Y eso a Manuel no sabía si le gustaba o no.
(Que era estúpido, le encantaba pero su orgullo. Ese orgullo.)
Tocó con sus dedos la punta, jugueteando con presionar entre sus dedos y se inclinó, succionando uno de los testículos suavemente y nuevamente ese temblor y Martín prácticamente derritiéndose entre el sonrojo. Lo miró desde abajo, aún succionando con sus labios. Volvió a envolver toda su erección con sus labios, Martín soltando un suspiro tan largo que lo hizo reírse y toda su garganta vibró.
E iba a comentar algo, iba a decir algo en este momento (como que era demasiado maricón, que sólo se la estaba chupando) cuando escucharon unos golpes furiosos en la puerta. Furiosos y rápidos.
-¡Manuel, tenemos problemas con la caldera!
Manuel nunca fue tan rápido en separarse, levantarse y cambiarse. Acomodó sus cabellos, el corazón latiendo como si hubiera corrido una carrera de kilómetros de distancia y Martín sobre el escritorio, respirando, con sus ojos abiertos y los pantalones entre sus piernas y hecho un desastre con las mejillas completamente encendidas.
(Manuel lo encontró hermoso.
Pero qué va.)
-Y-Ya voy, Luciano. ¡Ya voy!
Pero no, no fue enseguida. Porque Martín se estaba vistiendo, porque había algo diferente en toda esta habitación. Porque en realidad ambos habían cambiado, atravesando una barrera que ninguno sabía que se habían auto-impuesto después del primer beso. Lo miró vestirse con parsimonia, subiéndose los pantalones; se acomodó el saco sobre su espalda y terminó por abotonarse la camisa sin mirarlo.
A Manuel le costaba respirar bien.
Martín atravesó la habitación sin decir una palabra, abrió la puerta y le lanzó una mirada furibunda a un sorprendido Luciano, que le preguntó qué le pasaba con los ojos. Pero Martín se fue y Manuel quiso gritar que no se fuera, que se quedara, que podrían seguir hablando...
Pero no tenía fuerzas, ni tampoco sabía lo que sentía.
-Manuel, la caldera...
-Sí, ya lo sé. Ahora voy.
Buscó la caja de herramientas y salió de su habitación, cerrando la puerta tras de sí.
0,075
Al día siguiente, Manuel abrió los ojos y se sentó en la cama, aplastándose el flequillo contra su cráneo como era costumbre. Si miraba de reojo, a su mesa de trabajo, es como si pudiera verse a sí mismo con Martín.
Suspiró, destapándose. Buscó entre el suelo alguna sudadera, unos pantalones más o menos limpios y pasó los tirantes sobre sus hombros. Tironeó una chaqueta y salió afuera; no le sorprendió que no estuviera nadie, era de mañana después de todo. Y muy temprano.
Quizás podía asaltar la cocina de Miguel, tomar algo y volver a su habitación. Así no tenía que mirar a nadie, ¿verdad?
Se rascó el mentón, imaginando que tenía una barba sin afeitar para rascarse y sentirse un poco mejor consigo mismo. (Pero ni siquiera Martín tenía esa clase de barba.)
Atravesó por el pasillo, las formas de las nubes reflejándose en los cristales sucios de las ventanas y, entre ellas, asomándose tímidamente un rayo de sol que golpeaba contra sus ojos. Manuel apretó los puños, quiso morderse los labios y escapar.
No sabía a dónde, sólo quería huir.
El corazón le dio un latido fuerte cuando, al doblar sobre el pasillo vio la espalda de Martín. (Y a la vez se le encogió el corazón al ver que estaba con Luciano.
Esto estaba yendo de mal en peor).
0,050
Martín desanuda el moño de su cuello y pasa el pañuelo sobre su rostro y su nuca, quitándose el sudor. El sol golpeaba contra las cabezas de todos y aunque se estuviera adentro, el metal se recalentaba tanto que era el infierno. Lo malo de tener una nave medio-robada-medio-vieja es que carecía de calefacción artificial, como las naves que volaban cerca de ellos.
Martín tenía ganas de fumar. Pero las provisiones se acabaron y estaban a unas horas de la ciudad más cercana, ahora atravesando un mar infinito y sin nubes que los protegiera. Era como estar encerrado en una habitación de espejos: el agua reflejando el sol, las chapas recalentándose, el ruido de los engranajes crujir (y esa vocecita insoportable sobre su oído haciéndole pensar en Manuel, Manuel, Manuel, Manuel.
La boca de Manuel sobre su, haciendo, tomando, y ah, no, no, no más, Martín.)
Luciano silba y toca unas cuerdas aleatorias, como si estuviera lo suficientemente distraído para no prestar atención a la guitarra sobre sus piernas. Miguel, en el borde, intenta controlar su estómago porque la manzana con el gusano no le cayó bien y él aquí, sentado sobre unas cajas preguntándose dónde carajos estaba Manuel.
Qué era lo que les estaba pasando.
(Allá en el cielo, el sol pareció brillar aún peor.)
0,025
Manuel estaba durmiendo, con las mantas sobre su cabeza y haciéndose un ovillo en esa habitación del demonio. Pero en verdad no estaba durmiendo, porque el crujir de su puerta le asaltó los sentidos y la sangre comenzó a correr rápido por sus venas, listo para levantarse y quizás golpear a quien sea que estuviera ahí. Sus ojos se abrieron sorprendidos cuando la sábana se levantó, recorriéndole un escalofrío por el cambio brusco de temperatura pero entonces sintió algo su espalda.
Era Martín.
Se aplastó más contra su pequeño espacio, frunciendo el ceño y la boca, con las mejillas sonrojadas y no entendía nada. Qué estaba haciendo Martín aquí, por qué lo abrazaba, por qué tocaba su nuca con pequeños besos como si fueran mariposas.
¿Por qué de repente sí tenía sueño?
(Manuel cerró los ojos, apretando entre sus dedos la camiseta de su pijama.)
0,00
Sintió un beso sobre su oreja.
-¿Por qué…? -la voz a Manuel no le salió ni ronca ni chillona, solo era un murmullo débil, algo cansado. Martín no respondía, incluso pasó una de sus manos sobre el estómago de Manuel e interpuso una rodilla sobre las otras.
(Manuel suspiró.)
-Te quiero.
El mundo cayó sobre los hombros de Manuel e intentó levantarse e irse, o quizás quedarse y encogerse sobre sí mismo. No estaba acostumbrado a oír esas palabras (porque quizás es que sus padres no lo dijeron suficiente, o quizás su abuela intentó endurecerlo lo más posible o porque en verdad nunca necesitó que se lo dijeran. Manuel no necesitaba de esas palabras.) El aire se le hizo pesado y le costó respirar, un poco.
-¿Por qué vos querés a la ingeniería? -dijo Martín de repente, levantándose y recostándolo en la cama, acercando su pecho al del otro y aplastando el codo sobre ese hueco de su cuello -. ¿Por qué vos querés a la poesía? Cosas más diferentes no podés encontrar.
Manuel intentó ignorar el sonrojo de Martín, pero era casi imposible. Como ignorar el oxígeno o que en esta habitación era tan fría que podía ver su aliento flotar unos segundos y luego evaporarse.
-Esta conversación es estúpida -sentenció Manuel, desviando la mirada-. Te dejé dormir en mi cama ayer, ¿no te fue suficiente?
Martín acercó su frente a la de Manuel, juntándola y mezclando sus cabellos y sus narices se rozaron. Manuel la arrugó como un acto reflejo y frunció los labios, queriendo hacer algo más que eso.
Pero era un inútil.
Su mano se alzó a la nuca de Martín, acercándolo a él. Y con los labios ansiosos (¿cómo es que podían estar ansiosos?), entreabiertos anticipadamente, lo besó. Y sintió con cierta satisfacción la sorpresa de Martín.
Pero lo abrazó. Pero lo abrazó y Manuel cree que se puede morir de vergüenza ahí mismo, pero ya no piensa en nada porque Martín lo sigue besando y su boca se mueve sola contra la suya, encajando como los engranajes que escucha como un bajo murmullo, crujiendo y encajando, crujiendo y encajando.
Martín se separa, le susurra algo en el oído y se lo besa, recostándose sobre Manuel y ocultando su cara en el hueco de su cuello. Manuel cierra los ojos, completamente sonrojado sobre la nariz y despeinado y un poco atontado.
-Te quiero igual -se imaginó que se lo decía, fuerte, claro, para que rebotara en las paredes de metal y así pudiera sentir la sonrisa de Martín sobre su piel.
Y la cuenta empezó a ir para adelante.