Hace un tiempo leí en
http://unpedacitodemar.wordpress.com un post en el que la escritora describe su versión de un Príncipe Azul, donde describe cómo ella quisiera que fuera ese amor con el que muchos soñamos y que, por desgracia, muchos olvidamos cuando crecemos. Ese post es muy valioso por varias razones: primero, el Príncipe Azul que describe no es un hombre atractivo ni adinerado, sino solo un hombre inteligente y ocurrente que la quiera a ella por cómo es; nada más; segundo, nos convida no olvidar al Príncipe Azul ni cuando crezcamos; tercero, nos recuerda que los Príncipes Azules aparecen cuando uno menos los espera.
De cualquier manera, ese post me ha inspirado a escribir este otro post, su contra parte.
Desde hace años he soñado con mi Princesa Roja, apareciendo en diferentes cuentos y en varios sueños (los de por la noche) y, miren qué curioso, mi Princesa Roja no tiene que ser bonita en demasía ni tiene que poseer un cuerpo que haga girar los cuellos, no. Mi Princesa Roja solo he querido que sea una muchacha que tenga el carácter que no poseo yo; que ría y baile, como no puedo yo; que me agarre por la muñeca, en las ocasiones en que mi falta de capacidad para enfrentar el mundo hace que me inmovilice, y me arrastre consigo; que me deje mirarla a los ojos con todo el cariño del mundo; que me permita abrazarla cada vez que necesite aliviar mi espíritu; que me diga la verdad; que le guste como soy…
Y si es inteligente y atractiva, supongo que es un bonus.
¿Y saben qué es lo más interesante y triste de todo esto? Que un Príncipe Azul y una Princesa Roja pueden encontrarse, reconocerse, amarse y luego… Simplemente… Despedirse… Si ambos no consiguen dejar a un lado cosas de menos importancia como el orgullo, la cobardía y otras tantas...