He estado ausente por mucho tiempo producto a un megabloqueo que espero superar pronto. De todos modos, aprovechando que me he inscrito para el NaNoWriMo, subiré aquí lo que lleve escrito.
Título: Ángel de la muerte.
Palabras: 1681.
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Nieve. Te gusta ver la nieve caer; te gusta sentirla y escucharla, porque crees que de algún modo se parece a ti. Cae a veces de forma calma y silenciosa, y otras de forma arremolinada y el viento silva a su lado, sin dar tregua a aquellos a quienes atrapa. Sí. Porque tan hermosa como es, también es letal y nunca debes fiarte de ella; exactamente como te sucede a ti.
Y, como si hubiese sido una cruel ironía preparada por la vida, fue precisamente en aquel día de fuerte nevazón, en una de tus caminatas sin rumbo fijo en la que toda tu atención estaba dirigida a los pequeños remolinos de blancura a tu alrededor, cuando hiciste algo que iba en contra de todos tus instintos, de tu naturaleza. Porque eres como la nieve, y sabes que ella sin duda lo hubiera matado. Tú, por el contrario, te compadeciste de esa pequeña y frágil figura, agazapada en posición fetal, al borde de la muerte y semienterrada en la nieve. Lo recogiste y notaste que aún estaba debatiéndose entre la conciencia y la inconciencia. Su mirada perdida pareció por un momento fijarse en ti, pero eso era algo de lo que ni siquiera tú pudiste estar segura. A pesar de ello, sonreíste y murmuraste un "¿Cómo te llamas?" con ternura casi maternal.
Él responde con un suave susurro, apenas audible, que es ahogado por el sonido de la tormenta. Pero por supuesto la naturaleza no es un obstáculo para ti, pues a pesar de todo lo haz oído claramente. Tu sonrisa se ensancha, mientras los ojos del pequeño finalmente se cierran.
Te pones de pie con el niño en tus brazos y miras a tu alrededor.
Nieve. Hay nieve por todos lados, y pese a que la nieve es igual a ti, también es distinta: porque la nieve no muestra misericordia por sus víctimas, pero tú, aún sin saberlo o comprender por qué, sí lo haces.
~•~
Dos de Julio, en la actualidad.
En tiempos lejanos ella había odiado la monotonía. Si bien no era de aquellas personas que se entusiasmaban con facilidad por algo, sí procuraba hacer algo distinto todos los días; lo que por supuesto no le costó, porque en esos tiempos todo era nuevo, y la sociedad entera parecía vibrar de la emoción que esto le producía. Sin embargo, como todo en la vida, aquella etapa de descubrimientos y sorpresas había quedado atrás. Ahora la monotonía le resultaba similar a un refugio, que le permitía pasar los días sin tener que reparar mucho en su presencia.
Después de todo, ¿qué ganaba, o qué perdía con esa actitud? Sabía que al menos en nada le perjudicaría, y por eso lo hacía sin cargos de conciencia; de hecho, si tuviera que decir que le servía para algo, podía afirmar que le hacía olvidar.
Recorría la ciudad al igual que todos los otros días, caminando por la sombra como tenía por costumbre. Desde que tenía memoria había odiado el sol, y eso era algo que nada tenía que ver con su trasformación. Cuando pequeña había sido muy enfermiza y pasaba la mayor parte de los días en cama; el sol solía causarle malestar, y por eso había preferido mantenerse lejos de él. Ahora, muchos años después, su figura aún conservaba un atisbo de lo que había sido en esa época: su cuerpo era delgado y pequeño, la palidez de su rostro se acentuaba con sus ojos oscuros y sus labios carmín.
Sin embargo, pese a lo mucho que podría llamar la atención su figura, eran pocos los que realmente reparaban en su presencia. Para las personas que miraban justo por donde ella estaba, no sería más que un pequeño borrón lo que verían en la sombra. Era común que éstas se restregaran los ojos entonces, desconcertados, para notar que ya no había nadie ahí. Y como era natural, pensarían que todo había sido producto de su imaginación. Ella era conciente de este hecho -después de todo, sucedía porque ella así lo permitía- y lo cierto era que esto la aliviaba. Mientras menos contacto tenía con las personas, mejor para ella. Sólo a veces permitía ser vista por los demás, pero aquello era inevitable.
Así, si alguien la hubiese visto lo suficiente como para aprenderse su rutina, sabría que era hora de su tentempié matutino. De hecho, era hacia allá donde se dirigía; una de las pocas cosas que la hacía abandonar su departamento.
Entró a una pequeña cafetería, ubicada justo en una esquina. El hombre que ahí atendía, de apariencia bonachona y algo pasado en kilos, la recibió con una enorme sonrisa.
-¿Lo de siempre? -preguntó mientras pasaba un paño húmedo sobre el habitual sitio que ella ocupaba en la barra, para limpiar cualquier rastro que indicara que previamente había sido ocupado por otra persona.
Ella simplemente asintió, sentándose. Sin hacer más preguntas, él volteó y comenzó a preparar el pedido, mientras tarareaba una canción.
No eran mucho las palabras que cruzaban, y ella lo agradecía. No sentía deseos de establecer vínculos más profundos de los que ya compartían, aunque él fuese la persona con la que más solía conversar ¬-si podía llamarse a eso una conversación-. De hecho, sabía que su nombre era Milo -lo había escuchado de boca de uno de los clientes cuando se dirigió a él-, pero desde que comenzó a frecuentar ese lugar, él siempre había sido el “Señor de la Cafetería” y no necesitaba que fuese más. Y como si hubiese algún tipo de comunicación más allá de las pocas palabras que intercambiaban, parecía que él también estaba de acuerdo con la distancia que los separaba -o al menos no parecía mostrar molestia-. Sí se tomaba la libertad de llamarla por su nombre de vez en cuando, pero era un detalle que a ella no le importaba mucho. Sea como fuese que la llamara, mientras que se entendiera que se refería a su persona, todo estaba bien.
El hombre dejó frente a ella una taza de café acompañada por unos pequeños pasteles, que ella tomó su tiempo en terminar. Le gustaba ese lugar, y sobre todo el sabor de sus dulces. En su mundo monótono y gris, aquel momento del día era el momento en que su vida parecía adquirir un poco de color. Era como una bocanada de aire fresco, justo antes de sumergirse en la profunda oscuridad.
Cuando finalmente acabó de comer y pagó lo consumido, emprendió la vuelta a su departamento. Caminaba lento, como si quisiera alargar el momento; como si no quisiera que su viaje terminara. Porque su vida se había vuelto aquello que había jurado que jamás se volvería cuando fue transformada. Sin embargo, tenía que decir en su defensa que las circunstancias habían cambiado, y no había forma de que en ese entonces, con lo inexperta que era, lo hubiera imaginado o previsto. Y aún cuando alguien, por hacerle ver el peor de los escenarios, se lo hubiese mencionado, ella no lo hubiera comprendido o simplemente hubiera desestimado la opción. Porque no lo creía capaz.
De haber sabido que en el transcurso de esos años todas esas cosas habrían de ocurrir, hubiese cambiado muchas cosas. Ella no estaría ahí; no así.
A veces se preguntaba qué sucedería si uno de esos días se decidiera por romper su absurda rutina. Después de todo, ¿cuántos años habían transcurrido desde aquello? No tenía sentido seguir lamentándose. No sería tan difícil: seguro, el primer paso sería el más complicado, pero una vez logrado, el resto vendría por sí solo. Pero era ese primer paso el que tanto le costaba, porque para poder dejar atrás todo aquello que tanto dolor le causaba, debía comenzar por abandonar esa ciudad. La ciudad en la que había crecido, que debió abandonar por un tiempo y que debido a eso su corazón fue destrozado. La ciudad donde murió, y donde todavía esperaba -inútilmente- volver a ver aquella persona que iluminó sus mejores días. Esa ciudad...
Sin darse cuenta, ya había llegado a su hogar. Arrastrando los pies, avanzó hasta su habitación y se dejó caer sobre la cama. Había hecho algo que no debió; algo que para evitarlo se había hundido en aquella espantosa rutina: había recordado. Detestaba hacerlo, porque sabía que sin importar lo que pensara, no podría volver atrás el tiempo, ni podría cambiar las cosas que ya habían sucedido. Sin embargo, no podía evitar sentir su estómago se contrajera con el solo recuerdo; y los “tal vez...” no hacían más que atormentarla: Tal vez, si no se hubiera permitido pensar más de él como de cualquier otra persona..., tal vez, si no lo hubiera dejado acercársele…, tal vez, si no lo hubiera conocido...; tal vez, si no lo hubiese salvado...
Pero ya no tenía sentido pensar en eso ahora.
Se cubrió los ojos con las manos y suspiró. Debía olvidarlo. Aún cuando le llevase otra gran cantidad de años, debía olvidarlo y continuar con su vida.
Se incorporó en la cama y miró a través de la ventana. Podía escuchar el ruido de la ciudad que había despertado hace bastante tiempo ya, mientras ella estaba perdida en sus pensamientos. Miró la hora en el pequeño reloj sobre el velador, a un lado de la cama. Eran las once de la mañana. Generalmente, en aquella hora solía leer uno de los libros de su pequeña librería personal, pero en ese momento de verdad que no se sentía con deseos de hacerlo. Y tal vez, eso era un progreso.
Por eso, sin mirar atrás, dejó su departamento y volvió a vagar por la ciudad, esta vez yendo por una dirección que normalmente no tomaba. ¿Era esa su forma de romper con la monotonía? No sabría decirlo, pero al menos no le hacía sentir mal. Quizás, cambiar no sería tan difícil como había estimado. Posiblemente podía hacerlo, y antes de lo que esperaba. Tal vez, podría comenzar ese mismo día a olvidar, para poder retomar su vida donde la había dejado.
En esa fría noche de tormenta, cuando encontró al niño perdido en la nieve.