Super infantil, es algo que escribí pensando en mi sobrina. No quiero que sea una miedosa, y sus padres lo son mucho, así que espero poder contarle este tipo de cuentos y hacer que sea un poco más como yo, y menos como su madre. También es un regalo para
Laura Palmer.
Título: Marta y el Monstruo
Fandom: Original
Personajes: Marta, Meric
Resumen: Su madre siempre le había advertido que no debía dejar las puertas de los armarios abiertas porque entran monstruos, pero Marta no es como las demás niñas.
Notas: Este fic participa en el
quinesob y está sin betear. Se aceptan críticas.
Palabras: 1.918
Marta recordaba como su madre siempre se lo había dicho, desde que tenía uso de razón, mientras ella misma cerraba las puertas y sin dejar de sonreírle: "No dejes las puertas de los armarios abiertas porque entran monstruos" y estaba muy claro que eso era exactamente lo que había ocurrido esa noche. Se había ido a clase rápido aquella mañana, tanto, que se olvidó de cerrar las puertas del pequeño armario que había en su habitación. Al volver después de clase, las cerró en cuanto las vio abiertas antes de que su madre le dijera nada, y lo había dejado encerrado dentro.
Llevaba toda la noche escuchándolo, roía las paredes y se movía por la ropa, crujiendo las tablas de madera y enredando las perchas. Esperaba que no tuviera zarpas y arañase su ropa demasiado, porque si lo hacía se enfadaría con él. Al igual que Marta supo que, si tiraba la ropa, luego se la haría doblar a él. No pensaba limpiar su desastre por muy monstruo que fuera, y estaba claro que lo era. ¿Qué otra cosa podía ser?
Se imaginó como se lo diría a su madre a la mañana siguiente y todas las frases acababan con una buena bronca por su parte. Si no la dejaba tener un perro, mucho menos le iba a dejar tener un monstruo. Era bien sabido por todos que los monstruos comen más que los perros, ensucian mucho, son más grandes, más peludos, más desordenados y no atienden a ordenes del tipo "sit" o "jeu", así que difícilmente podría lograr ponerle una correa y pasearlo por todo el barrio. Marta se preguntó, además, qué sería lo que comían. Lo más probable es que fueran galletas de jengibre y chocolate. Si ella pudiera escoger, eso sería lo que comería todos los días, y un monstruo seguro que no iba a ser menos que ella.
Se removió en la cama, pensando en cómo hacerlo. Si era lista quizás podría meterlo en una caja, hablar con su padre que siempre le decía que sí a todo, y lograr que su madre no se diera cuenta de que tenía como mascota a un monstruo de armario.
¿Sería verde? ¿Peludo? ¿Podría montarse sobre él y asustar al resto de los niños?
En su colegio había muchos que eran miedosos, que tenían pánico al lobo feroz, pero su mamá le había dicho que los lobos no eran malos, que tan solo eran perros grandes e incomprendidos que vivían en el bosque porque nadie los había acogido. Una vez dijo eso en clase y se rieron de ella, pero Marta sabía que su mamá lo sabía todo de todo, y que nunca le diría una mentira, así que tenía muy claro que los otros niños no tenían una madre tan lista como la suya que sabía de monstruos y lobos feroces no tan feroces.
-Pobres lobos... -suspiró apoyándose en la cabecera de la cama.
Entonces lo volvió a escuchar. Sonaba como si estuviera revolviendo en el cajón de los juguetes. Marta casi saltó de la emoción. Sabía el significado de eso. El monstruo quería jugar.
Sin pararse a pensarlo más se bajó de la cama, el pijama le arrastraba por el suelo porque le iba grande, pero así se ahorraba el tener que ponerse las zapatillas y podía ir sin hacer el molesto "frus-frus" que tanto la caracterizaba al caminar por ellas. Se puso a cuatro patas, gateando por la habitación mientras se iba acercando despacio. Sonreía con esa risa alegre e incontenible de quien hace algo que sabe que no debe hacer, pero no lo puede evitar. Está ansiosa y expectante.
La ventana de su habitación da a la calle y una gran luna entra y lo ilumina todo. Eso le dio la luz suficiente para moverse sin tener que encender la de la habitación. Llegó a las puertas del armario, eran corredizas, así que puso las manos sobre ambas y tomó aire, preparada para abrirlo, pero entonces vio algo sobre la silla que había junto al armario; su chaqueta. Pensó que si la agarraba y, al abrir el armario se la lanzaba encima, podría atraparle. Por eso la agarró y volvió a poner las manos sobre las manillas para abrirlo, tomó aire y las abrió de golpe. Sin mirar siquiera, se lanzó hacia delante, la chaqueta extendida esperando atrapar al monstruo que corrió por el armario intentando huir de ella. El problema es que había demasiadas cosas en aquel armario, Marta nunca había estado tan feliz de ser un pequeño desastre como esa noche cuando notó algo removerse dentro de su chaqueta.
-¡Lo logré! -expresó con alegría.
El monstruo, por el contrario, no parecía tan feliz de haberse visto atrapado. Marta salió del armario con unas perchas enganchadas en su cabello y su pijama que tuvo que desenganchar con cuidado para que el monstruo no se escapara. Cuando lo logró fue hasta debajo de su cama, sacó una de esas cajas de juguetes que su madre le había comprado, la vació rápidamente volcándolo todo sobre la cama, la dejó en el suelo bajo la ventana para que la luz de la luna lo iluminara todo, y volteó su chaqueta en la caja, usando la misma para cerrarla. Lo que vio la dejó con la boca abierta.
Sus ojos eran de tamaño desigual. Uno grande y azul, y otro pequeño y rojo. Estaba cubierto por una piel blanca y tenía el aspecto de un pingüino con patas algo más largas y sin pico. La miró a los ojos apoyando sus alitas, que tenían dedos, en el plástico transparente de la caja y, con un sonido parecido al de un arrullo infantil, sonrió a Marta. Ella le miró y le sonrió también, con algo de timidez, pero feliz porque no parecía un monstruo agresivo ni loco, a pesar de esos extraños ojos.
Aunque el sonido de su voz no era como la humana, Marta le entendía cuando le hablaba, era algo extraño, pero Marta parecía acostumbrada a lo extraño. El monstruo le explicó que cuando un humano lo atrapa, el humano tiene el derecho a quedárselo, y Marta acabó soltando la chaqueta que tapaba la caja esperando poder de verdad quedarse a aquel monstruo del cual no sabía su nombre. Lo que no esperaba Marta es que el monstruo, en lugar de acercarse a ella despacio, saltara e intentara huir. Ella corrió tras él, gritándole que no se fuera, pero se escabulló entre las sombras del armario y se fue. Marta se odió a sí misma por haber sido tan tonta de olvidar que las sombras eran siempre una puerta abierta hacia el mundo de los monstruos.
Esa noche, Marta se quedó sentada en la cama, mirando la puerta del armario abierta con expectación, atenta a cualquier sonido, esperando.
El monstruo se quedó oculto en las sombras tras el chubasquero de Marta, mirándola sin entender por qué ella parecía triste de pronto.
A la mañana siguiente, cuando Marta se fue al colegio, el monstruo salió de las sombras y vio una montaña de galletas de jengibre, una tableta pequeña de chocolate y unos caramelos de goma. Se los comió feliz mientras jugaba en la habitación. Los muñecos de Marta le gustaban, por eso llevaba ya meses jugando en aquella habitación.
Cuando llegó la hora en la que la niña volvía de la escuela, el monstruo se escondió de nuevo. Esa noche se limitó de nuevo a mirar a la niña desde las sombras, observando como ella preparaba una caja de esas con juguetes y la dejaba abierta cerca del armario.
A la mañana siguiente volvía a colocarle galletas, chocolate y caramelos antes de irse a la escuela. El monstruo, que se llamaba Meric, jugaba con los juguetes y se comía todo lo que Marta le dejaba con alegría, sin sentirse culpable por haber mentido a la niña en eso de que si le atrapaba sería su dueña.
Y así pasaron los días.
Marta no olvidó ni un día dejarle las cosas al monstruo, y Meric no olvidó nunca el comérselas. Lo que no esperaba es que aquellos gestos de Marta lo fueran ablandando. Y es que la niña lo estaba alimentando, le había preparado una caja con juguetes y con un cepillo y le había dejado una camita pequeña dentro del armario.
Por eso, una noche, mientras Marta dormía, Meric salió del escondite y se metió con ella en la cama, abrazándose despacio a la pequeña de cabellos rizados que siempre le cuidaba. Al salir el sol, Meric volvió a su rincón antes de que ella abriera los ojos. Marta no se dio cuenta de nada, pero Meric hizo eso durante muchas noches.
Una noche Marta se sentía mal, y eso la llevó a despertar antes de tiempo. Al girarse vio en su cama al pequeño monstruo, dormido junto a ella. Sonrió y le acarició con miedo, despacio, esperando no despertarle. La pasó el dedo índice por la pequeña pancita blanca, haciendo que Meric riera aún en sueños y ella le acompañara.
El sonido de la risa de Marta fue lo que despertó a Meric, que la miró con los ojos abiertos, uno más grande que otro, y sorprendido. Acababa de ser descubierto. Sin dar tiempo a nada, saltó de la cama, pero Marta estiró su mano casi llorando y suplicándole que no se fuera mientras él se escondía entre las sombras a mirarla.
Marta empezó a llorar y Meric se sintió mal. Quizás aquella niña no fuera tan mala, al fin y al cabo, le traía comida rica. “¡Oh, seguro que tiene hambre!” pensó Meric yendo a por galletas y chocolate. Subió con ellas a la cama y movió el brazo de Marta, señalándoselas para que las viera. Marta le miró sin entender bien, pero aún así se las comió, Meric volvió a sonreír mirándola y, cuando ella acabó de tragar, se movió por la cama y le limpió las lágrimas con su larga cola peluda que olía a algodón de azúcar.
Esa noche durmieron juntos, y la siguiente. Marta continuaba trayéndole galletas a escondidas y Meric jugaba con sus muñecos mientras ella estaba en clase. No tardó mucho en decirle su nombre, aún en ese extraño idioma que hablaba, ella le comprendió, en pocos días jugaban juntos a todo y, fue entonces cuando Marta supo que debía hablar con su mamá sobre Meric.
Bajó a la cocina, con miedo. ¿Qué iba a pasar si ahora su madre le decía que no podía tener un monstruo en casa? La idea la angustiaba demasiado. Se lo preguntó en el desayuno, mientras ella repasaba apuntes del trabajo y su padre preparaba café.
-Mamá, sé que no me dejas tener un perro… ¿pero puedo tener un monstruo? -preguntó mientras guardaba las galletas para Meric en su bolsillo.
Su madre sonrió y miró a su padre, su padre la miró a ella de vuelta y, luego a su madre. Ella se acercó a Marta y le dio un beso en la frente.
-Ok, cariño, pero no olvides sacarle a pasear dos veces al día para que no haga sus necesidades dentro. -le pidió rodando los ojos.
Marta sonrió triunfal y, en el interior del armario de su cuarto, un pequeño monstruo peludo, daba saltos de alegría haciendo un gran estruendo para el tamaño diminuto que tenía. Sus padres se miraron un momento sin entender nada, pero Marta ya había obtenido lo que deseaba y, como siempre decía su madre “Santa Rita, Rita, lo que se da, no se quita.”