La realidad es sólo una humilde inexactitud

Dec 08, 2010 01:01

¿Es la piedra la única realidad material que es tropezada dos veces por el hombre? Quizá eso es lo que creemos, pero desde los confines del átomo, hasta la soberbia del universo, hay un largo camino que no siempre podría tener la misma trayectoria.
Mi amigo Philip K.Dick estaría completamente de acuerdo con esta idea. Él, en su idea obsesionada (y alimentada por el consumo de drogas) de que el presente era tan sólo una desviación ortogonal del eje del tiempo, producida en el Imperio Romano, tendría largas conversaciones con Fat Amacaballo tan sólo deseándolo, y todas las revelaciones a las que el ser humano ha dedicado sus aspiraciones estarían ahí, tan lejos pero a la vez tan extrañamente cerca. Las realidades y no la realidad. Las transgresiones de cada momento, de cada segundo, que salpicarían eternamente la faz del devenir, estarían ahí, una tras otra, en una danza invisible esperando a ser apreciada.
Cualquier idea metafísica en un mundo tan práctico, tan tangible como el que vivimos actualmente, es desechada, es consumida como un simple artículo artístico. Como mera creatividad, en un mundo en el que a todo se pone precio destrozando su concepto. Pero hemos ido pasando de tiempos en los que la luz era algo diabólico, en los que las sombras eran moradoras en cada esquina, a otro en la que todo está mostrado, todo es conocido. Toda la ciencia es un dogma y todos los dogmas no son ciencia. Antes eramos seres que dudábamos de todo; vivimos y crecimos en un mundo de fantasía, o donde por lo menos todavía existía un halo de imaginación, avivado por el moho de la ignorancia y cubierto por las llamas de la curiosidad.
Hoy en día, la información es parte del aire que respiramos. Los datos recaen sobre nosotros, se revelan una y otra vez ante nuestros ojos, y la fe poco valor tiene ante las evidencias. Pero precisamente en un mundo de lluvia digital, la metafísica que abría esta pequeña reflexión resucita inusitadamente.
La danza de aquellas variaciones al devenir, infinitas y dominadas por la imaginación, ahora logran ser captadas bajo una pantalla plana de unas cuántas pulgadas. Podemos verlas, o mejor dicho, podemos apenas atisbarlas. Ciertamente, esa maraña digital,que fluye desde nuestras retinas y se cuela por el quiasma, para viajar con las neuronas a nuestro núcleo decodificador, presenta datos, muchos datos. Fríos, muertos y despojados de una esencia. La palabra, como aquél mágico vehículo primitivo de la divinidad, es la que articula un significado real.
Sin embargo, hete aquí la cuestión. Esa palabra, ese lenguaje, es el que logra, por una inercia estúpida, crear tantas realidades alternativas,que podríamos escribir cientos de libros extendiendo sus párrafos. Los hechos son hechos, están ahí. Son datos y caen por su propio peso, se procesan y se presentan a los ojos del que quiera aceptarlos. Pero no podemos evitar sesgarlos, decirlos sin toda su bella extensión y significado; precisarlos, detallarlos, maniatarlos en un número finito de dimensiones físicas. Y es por eso por lo que excedemos siempre una realidad y se abren otros cosmos con cada frase interpretada.
El lenguaje comunicativo es religioso. Implica fe. Un ser humano presencia los hechos, o los advierte por lo menos de la forma más directa posible, pero tiene que resumir cada segundo, cada hermoso detalle, o cada instante de horrible pesadilla, en un teletipo, en un párrafo, en un titular, y si tiene suerte, en una página encorsetada. Y da igual que sea en una pantalla digital extensa como en un papel finito. La sintaxis es la regla. Resume, acorta, generaliza y abstrae. Los mandamientos del periodismo aplicado a la práctica. No cuentes nada de lo que has visto, porque todos tienen que ser capaces de ver lo que has contado. Todos, ricos y pobres, impíos y santos, analfabetos y cultos, tienen que poder ver lo mismo. Todo lo demás es fe. Fe en tu versión, en tu resumen, y en las letras que faltan.
Los matices, verdaderas arrugas de sabiduría, se quedan en las notas del cuaderno de trabajo, y suelen acabar en la basura. La realidad no tiene valor; lo que vale es poder dejar un abanico de realidades para que cada cual las manipule a su antojo.
Siempre tengo presente lo que Dick dijo una vez: "La herramienta básica para la manipulación de la realidad es la manipulación de las palabras. Si puedes controlar el significado de las palabras, puedes controlar a la gente que debe usar las palabras".
Hoy se controla la realidad por medio de la omisión de palabras. Ya no se trata de lograr la perfecta simbiosis entre el significado y la manera más precisa de expresarlo. La vaguedad forma parte de la información, o desinformación. Estamos, hoy más que nunca, con mucho más acceso a todo el conocimiento posible, abiertos a través de un mundo virtual que atraviesa,como grandes agujas de tejer,al ovillo de lana de nuestro globo terráqueo, conectándonos con millones y millones de pensamientos, opiniones, hechos, sucesos... y sin embargo, estamos más perdidos que nunca, porque se usa en contra del conocimiento.
Nadie profundiza, nadie contrasta. La información del siglo XXI es de la misma ralea que la que Jorge Javier ofrece todas las tardes en la tele. Sale de cualquier lado y vuelve por la otra esquina. La contrainformación es exactamente igual, de manera que el mundo se convierte en una enorme lluvia digital que nos ahoga en demasiadas realidades confrontadas. Y ese exceso nos sume en la ignorancia de nuevo. Es lo mismo que si no nos dijeran nada.
Temblamos de miedo por cosas que están imbuidas en un agujero negro. Reímos de alegría por historias de otras dimensiones. Todo creyendo que está a nuestro lado, tangible y comprobable. Pero no nos molestamos en comprobar. Reímos y lloramos antes que hacerlo. Es más fácil en este mundo tan corto, en el que, al fin y al cabo, todo es una prueba de fe.
Así, cuando uno sale al campo, en una noche agradablemente fresca, y escudriña el firmamento, cansado de seguir cegado por las luces de nuestra realidad, esas que en las ciudades nos tapan un enorme número de estrellas, de las cuales estábamos seguros de su existencia, nos encontramos con nuestros principios difusos, y en soledad, empezamos a pensar que, quizá, estamos en una realidad extraña. Y, cansados, volvemos a la cama para soñar con otras.
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