03. Dios
Kara lo vio una vez en Nueva Cáprica, mucho antes de que los cylons invadieran la ciudad con la facilidad de un huracán arrancando un árbol del suelo. A estas alturas ya no está segura de mucho, menos aún de si lo soñó o no; pero recuerda perfectamente la cadencia peligrosa de su voz en su oído, impregnada de una amenaza y una obsesión malsana que no supo distinguir a tiempo.
Era noche cerrada y ella caminaba entre las sombras volviendo a casa, arreglándose la ropa. No solía quedarse a dormir con sus ligues; solo buscaba un polvo. Sam debía estar dormitando, esperándola, con gesto sufrido y enfadado. Debían haber pasado más de seis meses desde que llegaron y las cosas habían ido a ratos bien, a ratos mal; una montaña rusa de vivencias y emociones como ella. Y Leoben, desde luego, no debía estar ahí cuando cruzó el puente para volver a casa; apoyado contra un muro, quieto, mirando la tierra húmeda como si el asunto no fuera con él. Ella se detuvo, petrificada, y casi creyó que estaba confundiéndolo con otra persona. Al fin y al cabo, lo había visto hacía tantísimo tiempo; parecían millones de años. Entrecerró los ojos, alarmada, confusa y desorientada.
-Leoben -murmuró, desenterrando el nombre de la memoria.
Era él. Alzó la vista, con esa característica curiosa: el chispazo de locura brillando, el que siempre asomaba tras sus pupilas cuando la miraba. Sonrió suavemente y no hizo nada más. Tenía las manos en los bolsillos de una chaqueta color verde oscuro sobre una camisa y unos vaqueros. No desentonaba para nada en su nuevo hogar y quizá eso era lo que lo hacía tan aterrador. Kara miró a su alrededor, a lado y lado, frunciendo el ceño, parpadeando. Abrió y cerró la boca un par de veces. No llevaba ningún arma encima.
-¿Estoy soñando? -preguntó bruscamente. Sopló una corriente de aire y no se sintió amenazada, enfundada en aquel vestido corto, azul y veraniego, pero sí incómoda. Pelear con pantalones se le daba mejor. Y aquel tipo daba golpes duros.
-Todos estamos soñando -contestó. Parecía divertido ante su expresión despreciativa-. Prueba con otra pregunta.
Kara contuvo una palabrota entre los labios. Era imposible sacarle algo a ese chalado. Recordó, sin venir mucho a cuento, que podía haberla matado durante aquel interrogatorio, y sin embargo no lo hizo. Echó un vistazo fugaz al cielo; ni rastro de naves. Tampoco había habido nada raro los últimos días. Los cylons no podían estar ahí. Alguien se habría dado cuenta. Nada tenía sentido.
-No… no lo entiendo -escupió entre dientes. Se apartó los mechones de cabello rubio de la cara con irritación. Su cabeza pensaba a mil por hora. Tenía que avisar a los demás; quizá los robots intentaban tomar la ciudad-. ¿Qué haces tú aquí? ¿Hay más…?
-No te preocupes -la cortó, sin dejar de apoyarse en el muro-. Solo soy yo.
-Supones que voy a creerte -protestó de inmediato. A su izquierda había un caminito pedregoso. Iría demasiado lenta con las sandalias y se heriría si se las quitaba. Podía retroceder a toda prisa por el camino que había venido. O atacar.
-Deberías -repuso con tranquilidad, con un matiz levemente amenazador en el timbre de la voz-. Quería verte.
Los pensamientos de Kara trastabillaron un instante. Alzó ambas cejas en un gesto descaradamente incrédulo y violento.
-¿Por qué? -pronunció despacio. Leoben sonrió más.
-¿No querrás dar una vuelta, Kara? -Starbuck sacudió la cabeza; eso era surrealista. Notaba el enfado pulsando bajo la piel y dejó salir parte de él.
-¿Qué es esto? ¿Una cita? -espetó cruelmente-. No sé qué cojones haces aquí. Lárgate antes de que te mate.
Leoben abrió mucho los ojos y ladeó la cabeza, obscenamente seguro de sí mismo. Suspiró.
-Podemos hablar aquí, supongo -dijo.
Ella seguía con la sensación de irrealidad anclada en el pecho. Lo miró, buscando qué decir. Le preocupaba que aparecieran más cylons en cualquier momento. Que aquello fuera una trampa para distraerla (por otra parte, ¿para qué distraer solo a ella?). Entonces él alzó un dedo, categórico.
-Eres parte del plan, ¿sabes?
-¿Qué plan? -inquirió, asustada. No dejó entrever más que la rabia.
-El plan de Dios.
-Claro -coincidió, sarcástica a pesar de todo-. Crees que hay un robot ahí arriba.
-Es una manera de decirlo, si lo crees así -repuso sin ofenderse.
-Nosotros os creamos -contraatacó, brusca, perdiendo el control-. Los humanos. Sois máquinas. Fue nuestro error, no el de ningún dios.
-Tú también eres una máquina, entonces.
-No es cierto.
-Lo es. Siento igual que tú. Respiro. Sangro. Quiero -dijo significativamente. Kara sintió un tirón en el bajo del estómago-. Somos iguales.
De repente se acercó en dos zancadas, rápido, hasta rozarla, y ella lo empujó con violencia, sobresaltada. Llevaba las de perder si peleaban. No le importaba.
-Dime, Kara -susurró, manteniendo la distancia-. ¿Qué nos diferencia?
-Muy fácil -respondió, dando un paso hacia atrás, con una sonrisa provocadora, mostrando los colmillos-. Te lo dije hace tiempo, ¿recuerdas? Yo no soporto el dolor. Si tú mueres, probablemente saldrá otra… copia de ti. Si yo muero, se acabó para mí.
-¿Seguro? -preguntó Leoben en voz baja, acercándose de nuevo. Se dio media vuelta y comenzó a enfilar por el camino pedregoso, hacia el prado, sin mirar atrás. Kara dudó dos segundos exactos.
-Espera -Exclamó. El cylon la ignoró y ella corrió hasta alcanzarlo. Lo detuvo, aferrándolo del hombro, nerviosa. Él no opuso resistencia Se humedeció los labios, pensando qué decir, y luego decidió soltarlo a bocajarro, de golpe, como todo lo que hacía-. ¿Qué pretendes decirme?
-¿Tú qué crees?
-Yo no soy un cylon -gritó.
-Humana, cylon; ¿importa?
Leoben se volvió y entrecerró los ojos, en una expresión inescrutable. Esbozó media sonrisa, hubo un fogonazo de luz y cuando las pupilas de la chica pudieron ver de nuevo, ya no había nadie. Chilló su nombre, rompiendo el silencio espeso de la noche. No hubo respuesta.
Título: Space dementia
Capítulo: 4. Nave
Autor:
sheislilyx Fandom: Battlestar Galactica
Claim: Kara/Leoben
Tabla:
General 1 SPACE DEMENTIA
04. Nave
Leoben era de ideas fijas. Siempre le habían gustado las naves -no era algo que fuese a cambiar a corto plazo, desde luego, casi era como si un día hubiese dicho ‘me gustan’, decidiéndolo en ese mismo instante- con la fascinación de, si bien no un mecánico, un admirador. El tacto helado y metálico lo hacía reaccionar. La oscuridad del espacio jamás le había asustado; desde que alcanzaba a recordar se había sentido repelido por lo mediocremente normal y atraído por lo que el resto rechazaba: el lado misterioso, la decadencia, los extremos. Y en esos conceptos entraban las naves. Podían ser de comercio, de transporte o incluso un hogar móvil, pero siempre compartían unos factores comunes que agradecía: pasillos de pálido eco que acompañaban en los momentos más solitarios, compañerismo que surgía de la nada entre los pasajeros, sensación de poder. Tanto poder que daba miedo. No hay límites visibles en el espacio. El verbo ‘querer’ se ensancha, multiplicándose infinitamente, equivaliendo a ‘poder’. Puedes ir a donde quieras; tu vida está en tus manos y el próximo paso lo decides tú.
Toda esa atracción por lo políticamente incorrecto no quitaba que creyera en Dios. Desde luego que creía; de hecho estaba convencido de su existencia -en la forma que fuera- y de que él era un simple peón en el enorme juego de ajedrez que era la vida. A veces había que sacrificarse para la jugada maestra: el jaque mate. Pero no nos vayamos del tema; a él le gustaban los polos. Sentirse vivo. El frío hasta en los huesos haciéndole castañear los dientes y el calor asfixiante hasta que le brotaba el sudor de los poros, le resbalaba por la sien y el pelo se le humedecía. El sexo duro, no violento pero agresivo, brusco, hasta hacerle quedar en blanco y explotar como una bomba. Incluso el dolor era interesante. Podía dejar de sentir si quería, por supuesto. Simplemente la vida no tenía color sin sentidos.
Pronto descubrió que no había nada más políticamente incorrecto que los humanos. Había vivido muchos años y había visto muchas cosas: más años de los que podía diferenciar entre sí y más cosas de las que podía recordar. Había tenido una vida difícil. No se había achacado ante nada; había esperado que el tiempo pusiera las cosas en su sitio con una paciencia enfermiza y una curiosidad inquietante. Actuaba cuando sentía que debía hacerlo; si no, se limitaba a observar como un mero espectador. Y sin embargo, dentro de su interés siempre activo por la humanidad, hubo alguien que le hizo actuar, salir de entre las sombras por decisión propia.
Starbuck. Un día apareció como por casualidad; la chica mala que iba a interrogarlo. Una rubia pagada de sí misma sin punto medio; toda ella era un extremo contradictorio, siempre demasiado irritada, o enfadada, siempre demasiado feliz o triste, brusca como un huracán, enérgica como un torbellino. Manejaba las naves como nadie y era creyente, no en la forma que creía él, sino en sí misma y en sus posibilidades.
Leoben adoraba los extremos. Las naves le dejaban tomar siempre el control (salvo excepciones) y con Kara debía luchar para no perderlo (con excepciones). Oscuridad en las naves y en las venas y ella era toda luz en los ojos, en el cabello, en la sonrisa. A Leoben no le importaba matar con la frialdad de un psicópata. Ni tampoco querer.