(c) V. Recelo
Se detuvieron en una gasolinera pocos kilómetros más adelante. Veronica apagó el motor haciendo girar las llaves en el contacto y salió del coche, no sin antes lanzar una mirada de recelo a su compañera. Sopesando si dejarla sola sería una buena idea. Finalmente concluyó que sí, que no habría ningún problema, y cerró de un portazo.
El tío de detrás del mostrador, un chaval de pelo pajizo y una colonia de espinillas en la cara, se dedicó a piropearla mientras le cobraba los chicles, la gasolina y la botella de Coca-Cola. La mirada de Veronica habría podido fundir hierro. Sólo para tocarle los cojones, encendió un cigarrillo justo debajo de la señal de “Prohibido fumar” y se divirtió viendo cómo el chaval se debatía entre el deber y las ganas de quedar bien.
Fuera, entre los surtidores de combustible, hacía fresco. Veronica se arrebujó en su chupa de cuero y se apoyó en el que tenía el rótulo de “Gasolina sin plomo” para terminar el cigarro. Fantaseó con la opción de prenderle fuego y volarlo todo. Ella incluida, claro. Y Zoe. Meneó la cabeza. No, no podía hacer saltar a Zoe por los aires. Ni siquiera para destruir el resto del mundo.
Cuando regresó, la morena jugueteaba con un mechón de pelo con la cabeza contra el cristal de la ventanilla. Veronica le ofreció una media sonrisa que no fue correspondida, pero estaba acostumbrada a la falta de expresión de Zoe. Le tendió la Coca-Cola, que fue bien aceptada, y encendió el coche. Sin decir una palabra, Zoe se giró hacia el asiento trasero para alcanzar su maleta y, colocándola sobre las rodillas, la abrió.
Veronica se inclinó ligeramente sobre ella para ver qué buscaba. Su maleta era un reflejo exacto de su personalidad: todo perfectamente ordenado, sin una camiseta fuera de lugar ni un zapato desparejado. Pero incluso lo perfectamente ordenado puede desordenarse, desatando el caos, sin mucho esfuerzo. Veronica lo sabía. Y Zoe lo sabía también.
La morena sacó un disco de debajo de la columna de pantalones. Veronica no tuvo ni que echar un vistazo a la portada para saber de quién era. The Boss era el cantante favorito de Zoe, probablemente la única música que escuchaba. En este caso se trataba de su Born to Run, disco que habían escuchado en bucle durante innumerables noches back in New York City. La voz de Springsteen las había acompañado durante demasiadas tardes perezosas de calor y sexo de reptiles y había puesto letra y música a sus besos lentos y a sus orgasmos.
- Hacía mucho que no lo escuchaba.
- Lo sé -Zoe deslizó el CD en el reproductor del coche y pulsó el botón de Play-. Por eso lo pongo.
Veronica salió del área de servicio pisando el acelerador hasta el fondo. Se internó en una de las eternas interestatales estadounidenses sin fijarse en cuál, adelantando temerariamente a una fila de casi diez vehículos. Con el sol a su espalda, Zoe hecha un ovillo en el asiento contiguo y the Boss resonando en el interior del coche de alquiler, se sentía invencible.
‘Cause tramps like us, baby we were born to run.
VI. Marchita
La habitación del motel en el que durmieron esa noche tenía unas flores marchitas en la mesita. La madera del suelo crujía bajo las botas militares de Veronica y Zoe tenía sueño, pero Zoe siempre tenía sueño y Veronica no estaba dispuesta a quedarse encerrada entre cuatro paredes una vez más. Obligó a su compañera a cambiarse la manchada camiseta de los Ramones, que había visto demasiados amaneceres tras una noche entera de juerga, por un vestido de rayas blancas y negras que dejaba un escuálido hombro al aire, y la arrastró fuera del motel en dirección al bar más cercano, a dos pasos de allí.
En realidad se trataba más bien de un antro con una iluminación deficiente en el que había que bajar veinte escalones para llegar a la barra, las mesas de billar y la pista de baile. El nombre era muy apropiado: Búnker. La música que sonaba eran viejos éxitos de los 80 y tras la barra había una adolescente de aire punk casi tan esquelética como Zoe.
- Para mí un vodka con naranja -dijo Veronica, tomando asiento en un taburete.
- ¿Y ella? -preguntó la camarera señalando a Zoe con un gesto de desinterés.
- Tomará un ron con Coca-Cola.
- ¿Por qué me has traído aquí? -dijo la morena una vez que la camarera se hubo dado la vuelta.
- Porque me da la gana -replicó Veronica, cortante, y manoseó la cajetilla de Marlboro hasta sacar un cigarro-. ¿Quieres? -le ofreció a su acompañante, que rehusó con un movimiento de cabeza.
- Quiero decir, ¿para qué? ¿Para qué me has traído aquí? ¿Para que admire la decoración hortera de este sitio -su mirada se posó en una hilera de farolillos chinos que colgaba sobre la cabeza de la camarera- o qué?
- Joder, Zoe, ¿por qué tienes que ponerle pegas a todo?
- No alces la voz -la morena lanzó una mirada de reojo a la adolescente punk, que les acababa de servir las copas y las observaba alternativamente.
- Alzaré la voz si me sale del coño.
- ¿Siempre tienes que ser tan malhablada? -preguntó Zoe mirando al cielo con exasperación.
- Que te jodan.
Tras su exabrupto, la rubia cruzó las largas piernas y dio un trago a su vodka. Por su parte, Zoe cogió el vaso de forma insegura e hizo girar el taburete para situarse de espaldas a Veronica en una reacción infantil muy propia de ella.
Tres canciones llegaron y pasaron y ninguna de las dos había abierto la boca. La camarera se había aburrido de observar su silencioso partido de tenis (ambas creían que la pelota estaba en el tejado de la otra) y se había ido a echar un billar con unos clientes que tendrían más o menos su edad. Veronica la observó inclinarse sobre la mesa de madera. La corta camiseta desteñida se le deslizó sobre la piel, dejando a la vista un estómago plano con un tatuaje de un sol alrededor del ombligo.
- ¿No piensas dirigirme la palabra? -le preguntó por fin a Zoe.
- ¿Para qué? ¿Para que me ladres?
- Eres tú quien ha empezado quejándose -respondió, consciente de que le estaba haciendo el juego a la morena-. Zoe -se decidió a preguntar tras un nuevo y más incómodo aún silencio-, ¿por qué sigues conmigo?
VII. Conveniencia
La pregunta de Veronica la pilló por sorpresa. Hacía mucho tiempo que ni ella misma se lo planteaba, y había llegado a pensar que la rubia nunca se atrevería a indagar. V la quería demasiado, a su pesar en muchas ocasiones, como para querer saber. Eso creía Zoe, hasta entonces.
- ¿Qué quieres decir? -dijo para ganar tiempo, dando un sorbo a su ron con Coca-Cola.
- Sabes perfectamente lo que quiero decir -la voz de Veronica era fría, nítida e impersonal. Cada palabra estaba tan bien pronunciada como en una sentencia judicial, sin dar cabida a los sentimientos. Se estaba controlando para no dar rienda suelta a sus emociones, Zoe lo sabía.
Se encogió de hombros. ¿Por qué seguía con ella? ¿Era una reminiscencia del amor que una vez había sentido por la rubia? ¿Los restos del naufragio? ¿El cariño abyecto que había quedado como poso subyacente cuando todo lo demás había ardido? ¿Mera conveniencia? ¿Por qué?
- Tú eres todo lo que conozco -repuso al fin-. Todo lo que quise, todo lo que alguna vez me hizo feliz. Porque no me imagino la vida sin ti, Veronica. Por eso.
Decir eso había sido como dar agua a alguien que se moría de hambre, Zoe se daba perfecta cuenta de ello. Pero no podía mentirle a ella, a su alma gemela, a V. No podía decirle que todavía la quería como cuando eran dos adolescentes que se creían imbatibles, inmortales, que pensaban que el mundo real no iba a alcanzarlas nunca, no a ellas. Porque entonces el mundo real les había pegado una buena hostia en todos los morros y sus patéticos castillos de naipes se habían derrumbado con ellas dentro.
- No necesitaba más -le llegó la voz de Veronica, lejana, de otro planeta y otra dimensión. Zoe asintió una vez y apuró su copa de un trago.
Curioso ver cómo los errores de siempre se repetían una y otra vez, las heridas que parecían cerradas se abrían sin necesidad de palabras. El pasado, igual que Zoe, volvía. Siempre volvía.