El Cuervo y la Serpiente: I

Mar 07, 2010 14:07

Versión reescrita y mejorada (aunque no mucho) de las tres primeras viñetas, más una nueva. Vuelvo a escribir.


(c)

I. Irreversible

Zoe contempló a Veronica mientras ésta se quitaba la ropa, sin ningún tipo de pudor, frente a ella. La luz del sol poniente se filtraba a través de las ligeras cortinas de la ventana que Veronica tenía a su espalda y pintaba luces y sombras de color dorado en su piel blanca.

Zoe conocía muy bien el cuerpo de su amiga, tan bien que podría dibujarlo con los ojos cerrados y no se dejaría ni un detalle. Veronica tenía el pelo rubio oscuro, no un rubio brillante de artista de cine ni un rubio platino de ciudadana nórdica, sino un rubio mate que en lugar de reflejar la luz parecía absorberla por completo. Lo llevaba largo, hasta la mitad de la espalda, casi siempre sin peinar. Los ojos eran de color pardo y muchas veces aparecían como empañados, más oscuros. La gente que no la conociera podría decir que era propensa a las lágrimas, pero Zoe, que la conocía mejor que a sí misma, sabía que era por las sustancias ilegales que guardaba en un apretado paquetito de papel de plata bajo el colchón.

Zoe resiguió mentalmente la cicatriz que Veronica tenía en la mejilla izquierda. Había sido cosida con tanta pericia por un joven cirujano que se había enamorado de la paciente nada más verla que parecía como si hubiera una pequeña pluma allí posada. Zoe la encontraba hermosa. Al ser blanca, como son las cicatrices que ya tienen algunos años, no destacaba demasiado en la pálida tez, pero Veronica tampoco hacía nada por ocultarla. Eso la diferenciaba de Zoe, que también tenía su propia cicatriz en la cara, justo encima del labio, el tipo de cicatriz que deja el mordisco de un perro (un pitbull, para ser exacta). De manera inconsciente, solía taparse la marca con la mano cada vez que alguien la miraba fijamente, a pesar de que era tan leve que había que acercarse mucho para verla.

Veronica se desabrochó el sujetador y lo dejó caer a un lado con desinterés. Desde luego, era mucho más curvilínea que ella misma, constató Zoe por enésima vez desde que la conocía. Toda ella se componía de curvas, desde las caderas hasta los pechos, pasando por el gran tatuaje en forma de serpiente que le adornaba el abdomen.

La cola del animal nacía a la altura de la clavícula, recorría el pecho izquierdo de la mujer y avanzaba bordeándolos hasta llegar al lado contrario, donde comenzaba a descender en imparable zigzag hasta la cadera derecha, donde se aposentaba el cuello, por llamarlo de alguna manera. La cabeza se lanzaba como una flecha hacia el ombligo y el piercing que en él brillaba, que parecía sostenido por la bífida lengua.

A pesar de la cantidad de ocasiones en que la había visto desnuda, Zoe nunca dejaba de asombrarse de la habilidad del tatuador. Todas las escamas de la serpiente estaban perfectamente definidas y se dividían en franjas, cada una de un color diferente: negro, rojo y amarillo. Era una serpiente coral, y parecía moverse a medida que Veronica también se movía hacia la cama, lo que le daba una inquietante apariencia de vida.

Zoe se puso la camiseta que utilizaba para dormir, una prenda amplia y ligera de color gris con el Monstruo de las Galletas impreso en ella, y se deslizó en el interior de la cama de matrimonio que compartía con Veronica. Su amiga estaba boca arriba, con una mano apoyada sobre la cabeza de la serpiente, y respiraba acompasadamente mientras miraba al techo. Zoe pegó la espalda a su costado derecho (siempre dormían así: Zoe en el lado derecho y Veronica en el izquierdo) y se hizo un ovillo, adoptando una posición fetal, la única en la que era capaz de dormir.

Aún no había anochecido del todo, pero se habían levantado realmente temprano y estaba cansada. Zoe siempre estaba cansada. Por eso, no notó durante mucho tiempo la mano de Veronica, que le acariciaba el pelo oscuro con ternura, como hacía cada noche hasta que Zoe caía dormida.

*

Era noche cerrada y hacía bastante que Zoe dormía. Por la suavidad con la que su pecho subía y bajaba Veronica dedujo que no sufría ninguna pesadilla, lo cual era bueno. Le lanzó una mirada llena de cariño y cargada de significado antes de salir con todo cuidado de la cama, sin hacer un solo ruido ni alterar la posición del colchón ni un centímetro.

Veronica siempre dormía así, casi desnuda. Lo único que respetaba eran las bragas, que aquella noche eran esas de encaje negro que tanto le gustaban a Zoe (y, a decir verdad, a cualquiera que llegara lo suficientemente lejos como para verlas). Llevaba haciéndolo desde que era una adolescente loca y autodestructiva y, como aún lo era, todavía lo hacía.

Abrió el minibar de la sencilla pero limpia habitación que habían encontrado en aquel motel de carretera. No había mucha variedad y no pudo distinguir ni una sola marca buena, pero a Veronica le traía sin cuidado la calidad. Cuanto peor fuera el licor, más pronto surtiría efecto y, cuanto antes sucediera eso, antes olvidaría Veronica.

Beber para olvidar sonaba tópico y Veronica lo sabía. Sin embargo, siempre había creído que los tópicos reflejaban de forma bastante fiel, si bien algo simplificada, la realidad.

Claro que no había ningún tópico que explicara la situación en la que Zoe y ella se hallaban envueltas. No era el tópico de ‘dos amigas que descubren que son más que simplemente amigas’, porque había muchos más matices que ni siquiera ellas dos captaban por completo. Por eso Veronica llenó el vaso de cristal que había sobre el minibar, lo llenó hasta arriba y lo apuró hasta la mitad antes de sentarse para observar a su durmiente y peculiar compañera de dormitorio, de cama y de vida.

Lo primero y tal vez lo único que verdaderamente llamaba la atención en Zoe era su extrema delgadez. Era tan flaca que, tanto si estaba quieta como si se movía, se le notaban huesos y aristas por todas partes: la clavícula, la cadera, los omóplatos. A algunas personas les producía una sensación de desasosiego y hasta temían tocarla o abrazarla, por si se rompía entre sus brazos. Pero Veronica no era ‘algunas personas’. Veronica había aprendido a amar todas y cada una de las líneas rectas y extremos de huesos protuberantes que había en Zoe.

El pelo de su amiga, castaño y liso, apenas era lo suficientemente largo como para taparle la nuca. En lugar de eso, se aposentaba allí en precario equilibrio, como si en lugar de cubrirle la piel estuviera acariciándosela. El resto crecía un poco más largo, rebasándole la mandíbula. Su tono hacía juego con el de su piel, morena tanto en verano como en invierno, que nunca jamás enrojecía, bajo ninguna circunstancia. Eso, sabía Veronica, a veces hacía desconfiar a las personas, pues hay quien no confía en aquellos cuyo rostro no trasluce sus sentimientos.

Sin embargo, ella sabía de buena mano que Zoe era perfectamente capaz de expresar sus emociones. Simplemente, el conjunto de sus rasgos no tenía gran variedad de expresiones. Sobre ellas siempre dominaba la de cansancio, como evidenciaban los círculos morados que rodeaban de manera perpetua sus ojos azules. No era un azul de los que inspiran canciones de amor (no eran los ojos de Bette Davis), no era de esos azules eléctricos y brillantes que captan todas las miradas. Pero a Veronica le gustaba ese azul desgastado de Zoe y eso era lo que contaba.

Aunque se encontraba acurrucada dándole la espalda, Veronica no necesitaba verle la cara para ser perfectamente capaz de perfilar su nariz, griega en su comienzo y respingona hacia el final, todo cartílago, con la aleta derecha adornada por un pequeño aro de plata. Justo debajo, sobre el labio superior, la cicatriz que le había dejado el pitbull. A Veronica le gustaba tomar el rostro de Zoe entre sus manos y acariciarle esa cicatriz, que era un permanente recordatorio de que, por mucho que conocieras a un animal (irracional o no), nunca debías fiarte. Porque a veces lo que parecía un beso cariñoso podía acabar necesitando tres puntos en urgencias.

Zoe, al igual que Veronica, también tenía un tatuaje. No era nada planeado; sencillamente, ambas se habían hecho uno. En lugares distintos y por razones también distintas, pero el resultado era el mismo. En el caso de la bella durmiente, se trataba de un cuervo esculpido en tinta negra y sólo negra sobre el omóplato izquierdo. El artista había conseguido dar al ave una mirada de suspicaz inteligencia, y en los detalles de su pico cerrado Veronica creía adivinar en ocasiones el amago de una sonrisa taimada.

Se terminó el vaso de whisky y se sirvió otro con rapidez. Aún harían falta un par de copas más para que la visión se le emborronara lo suficiente como para poder tenderse en la cama, junto a Zoe, y dormir tranquila. Borracha, sí, pero tranquila.

II. Mañana

Era temprano; hacía poco que el sol se había alzado sobre el horizonte. Veronica llevaba ya un tiempo despierta. Se había duchado y vestido en el más absoluto silencio, procurando no despertar a Zoe, pero de alguna manera ésta había percibido la falta de calor humano a su lado y había regresado de los dominios de Morfeo con un ejercicio de fuerza de voluntad.

Veronica sabía que a su compañera le costaba un buen rato recuperar el pleno control de sus facultades (o todo el control de ellas que podía tener Zoe) tras despertar; por eso, la dejó desperezarse y levantarse con la calma que la caracterizaba. Mientras tanto, Veronica liaba un cigarrillo con la maestría que años de experiencia le proporcionaban, lo encendía con el Zippo grabado que era una de sus posesiones más preciadas (regalo de la misma chica atontada que vagaba por la habitación como si no supiera dónde estaba; Veronica pensó que probablemente así era) y le daba un par de caladas, sentada en la silla en la que la noche anterior había bebido whisky barato hasta perder el contacto con la realidad.

Una vez que Zoe se hubo vestido y arreglado (algo que, en su caso, consistía en pasarse un peine por el pelo y revolvérselo un poco para no parecer una “pija obsesionada con su aspecto”), recogieron sus maletas y salieron de allí. Recorrieron los lúgubres corredores del motel hasta llegar a la recepción, si es que merecía tal nombre: un escritorio con un timbre y un hombre joven con el pelo engominado situado detrás.

A su espalda, colgaba de la pared el casillero con las llaves de las habitaciones. Veronica le tendió la suya (la número 13; ninguna de las dos era supersticiosa y, aunque lo fueran, ambas habían tenido ya suficiente mala suerte como para cubrir el cupo de toda una vida) y le preguntó dónde podían desayunar. El hombre gruñó y su mirada se posó en la cicatriz de Veronica, pero no dijo nada al respecto.

En su lugar, les indicó un bar de carretera en el que servían café y donuts. Pese a que estaba sólo a un par de kilómetros, no lo habrían encontrado nunca sin su ayuda.

Veronica aparcó el coche de alquiler en el polvoriento patio del bar y arrastró a Zoe, que había apoyado la cabeza en la ventanilla y parecía en trance, fuera del vehículo.

Cuando entraron en el local, fueron objeto de todas las miradas. Sólo había un par de clientes, hombres, probablemente camioneros que habían pernoctado en el mismo motel que ellas y que ahora se disponían a retomar la ruta. Tras la barra, una mujer de mediana edad que parecía avejentada por el trabajo, con rizos rubios y la clase de modales descarados que hacía las delicias de clientes como los suyos.

La camarera les lanzó una mirada hosca mientras apartaba un vaso que había terminado de limpiar sin mucho brío y cogía otro. Veronica se acercó a ella, sabiendo que la visión de dos chicas como ellas era, cuanto menos, desconcertante.

Zoe levantaba por poco un metro y medio del suelo, y su peligrosa delgadez la hacía parecer aún más menuda. Sin embargo, algo insondable en sus ojos azules y en las arrugas de la frente que el espeso flequillo tapaba parcialmente insinuaba que no estaba indefensa, ni mucho menos.

Por su parte, Veronica era alta, y la cicatriz que exhibía en la mejilla, unida a la cazadora de cuero negra y a las baqueteadas Doc Martens, le daba cierto aire de dura, de alguien dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguir sus objetivos. Los que la conocían de verdad sabían que no era pura fachada.

- Un capuccino y un espresso, por favor -le dijo a la rubia, tomando asiento frente a ella-. ¿Qué quieres, Zoe?

La morena echó un vistazo a la bollería industrial que se exhibía en la barra. Tenía los labios curvados en una imperceptible mueca de asco que Veronica conocía muy bien. Le propinó un manotazo en el codo, instándola a elegir.

- Un croissant -masculló por fin, como si le costara esfuerzo.
- Yo tomaré dos donuts de chocolate -Veronica sacó un arrugado billete de diez dólares del bolsillo y lo puso sobre la barra, esperando que fuera suficiente. La rubia no protestó, sino que se limitó a cogerlo, así que supuso que sí.

Veronica dio buena cuenta de su desayuno mientras esperaba la llegada de la camarera con los cafés. El espresso era suyo y el capuccino, para Zoe. Por el rabillo del ojo vigilaba a su compañera, que había cogido el croissant y se entretenía dándole vueltas entre los finos dedos.

- ¿Te lo vas a comer o no? -preguntó finalmente Veronica, tratando de no sonar exasperada ya de buena mañana.
- No tengo hambre -y puso el croissant sobre la barra y lo apartó de sí.

Veronica lo cogió y se lo plantó en la mano.

- Pues me da igual -dio un sorbo al espresso, por si le daba fuerzas.
- He dicho que no tengo hambre -la voz de Zoe tenía ese molesto tono de niña pequeña empeñada en hacer su voluntad.
- Y yo he dicho que me da igual. Te lo vas a comer sí o sí. Estás en los putos huesos, joder, quiero decir más que nunca, porque ni que fuera una novedad. Es que estás más delgada que cuando te conocí, hostia.

Esa sutil referencia al pasado común de ambas, que a un observador cualquiera le hubiera parecido totalmente casual, pilló desprevenida a Zoe. Dubitativa, observó el croissant y a Veronica alternativamente. La mirada de ésta habría podido fundir hierro.

- ’kay. Pero sólo porque estoy demasiado cansada como para discutir -furibunda, sumergió el croissant en la nata del capuccino y le dio un mordisco pequeño, de prueba.

Veronica esbozó una sonrisa rápida y se arrellanó en el taburete, mientras se acababa el café y se disponía a afrontar la batalla épica de Zoe contra su desayuno.

III. Interminable

Normalmente era Veronica la que conducía. La ventanilla de su lado bajada y el codo izquierdo apoyado en ella, los dedos sosteniendo lánguidamente un pitillo mientras la mano derecha, apoyada en el volante, era la que guiaba. Zoe, sentada a su lado, dormitaba o buscaba una emisora de música decente en el dial, por lo general sin mucho éxito.

Pero, a veces, la morena la hacía detenerse en la primera gasolinera que veía y se intercambiaban los papeles. Zoe conducía de manera insegura, pero le gustaba y ya estaba acostumbrada a los comentarios del tipo “Mi abuela conduce más rápido que tú” de V.

A Zoe le gustaba coger el coche y meterse en interminables autopistas, observar las imponentes líneas de asfalto de la red de carreteras estadounidense e imaginar que nunca iba a volver. Sabía que era estúpido, porque siempre volvía (Zoe siempre volvía), pero cuando la luz del sol era tan intensa que se reflejaba en el asfalto y lo hacía brillar, dándole el aspecto de un material de otro planeta, Z creía que todo era posible.

IV. Error

Entraron en el estado de Virginia cuando el sol ya empezaba a declinar. El día anterior habían atravesado Pennsylvania entera antes de hacer noche en el primer motel de carretera que encontraron una vez en Virginia Occidental. Habían dedicado el día a recorrer ese estado montañoso y prácticamente desconocido, e incluso se habían internado en un pueblecito que parecía sacado de un cuento, donde habían tomado té mientras observaban el pequeño lago verde que era el orgullo del lugar.

Todo parecía tan idílico y perfecto mientras estaban allí, sentadas en un rústico banco de madera con una taza de té caliente entre las manos y a sus espaldas una adorable cafetería decorada con manteles de cuadros y pinturas de parajes cercanos. En aquel pueblo de Virginia Occidental, Zoe se había sentido a salvo por vez primera desde que comenzaran su loco y precipitado éxodo de la ciudad que nunca duerme, New York. Pero ella, precisamente ella, ya debería saber que esa sensación nunca duraba mucho tiempo.

If I can make it there, I’ll make it anywhere, cantaba Frank Sinatra acerca de la ciudad que las había visto nacer, crecer y perderse, pero Zoe sabía mejor que nadie que no era más que una ingeniosa frase carente de significado. Nadie lo conseguía del todo, no en New York City, donde los cuervos siempre acechaban, sobrevolándote en círculos, preparados para abalanzarse sobre ti al menor indicio de debilidad.

Había crecido odiando la Gran Manzana y todo lo que ésta representaba, y estaba razonablemente segura de que Veronica era de la misma opinión. Los rascacielos y los impresionantes puentes y los taxis y el metro y la aglomeración de gente y la mezcla de distintas razas… no eran más que pura fachada, Zoe lo sabía. Al final, New York era una ciudad como otra cualquiera, más grande y más viva que la mayoría, pero no muy diferente del resto al final. Se cometían los mismos errores allí, en la población más remota de Alaska o en las paradisíacas playas de Hawaii. Zoe lo había aprendido, al final.

Por eso, se preguntaba si huir no había sido otro de esos errores, uno de proporciones cósmicas y consecuencias en las que prefería no pensar. A veces, cuando Veronica conducía (y solía hacerlo en completo silencio) y Zoe no era capaz de encontrar una emisora que le gustara, las serpientes de los remordimientos hacían su aparición y le mordían las puntas de los dedos y se enroscaban y se aposentaban en su estómago como un peso de plomo. Y, por más que suplicara, no se iban.

Lágrimas de frustración se acumularon en sus ojos azules. Se metió un nudillo en la boca para no dar rienda suelta a sus sentimientos y echarse a llorar. Intentó no pensar en el hecho de que había abandonado a su suerte a su madre, fumadora compulsiva y enferma terminal, ni en que probablemente ella misma, o quizá Veronica, acabaría igual dentro de no demasiados años. Pero el nudillo no logró cumplir su cometido y pronto los sollozos recorrieron su cuerpo flacucho. Débil, maltratado, como le gustaba pensar.

Cuando alzó la mirada, vio que Veronica había detenido el coche en el arcén y la observaba con el codo apoyado en la guantera y pinceladas de preocupación en los ojos castaños.

- Eh -le dijo, con una voz tan suave que podría arrullar a un bebé-, eh, Zoe. Mírame. Mírame, ¿quieres?

Pero Zoe no quería mirarla. Quería enterrar la cara entre los brazos y no salir nunca más de su improvisada cárcel.

La mano de Veronica le rozó torpemente una mejilla. No eran manos hechas para acariciar ni para tratar con ternura. Eran manos duras, callosas, fuertes, perfectas para sujetarte, sujetarla, si caía, pero no para evitar la caída.

- Estoy aquí -sus palabras le llegaron como procedentes de mil años luz de distancia, lentas, distorsionadas-. Siempre voy a estar aquí, Zoe.

Quiso apartarla de un manotazo y salir del coche y correr y correr hasta que los pulmones le ardiesen y las piernas no la sostuviesen. Pero, en lugar de ello, se acurrucó contra el hombro de la rubia y apoyó la cabeza en el hueco de su cuello.

- Ya lo sé -musitó mientras Veronica le acariciaba hipnóticamente el pelo-. Ya lo sé.

original: el cuervo y la serpiente, personaje: veronica, personaje: zoe, formato: historia larga

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