Desde la azotea

May 23, 2008 05:42




El taxista nos recogería quince minutos después de haber llamado, nos sentamos en la parte de atrás y le indicamos hacia dónde queríamos ir. Parecía un tipo callado, no era uno de esos que intenta darte conversación, se limitaba a lanzarnos miradas furtivas a través del espejo retrovisor, supongo que nos vería como a una pareja normal que iba a cenar a uno de esos restaurantes del centro, una más de tantas. Nos bajamos a dos manzanas de nuestro destino, le di el dinero y las buenas noches, cerré la puerta del coche y lo vi alejarse de nosotros a toda velocidad.

Ella era una chica que merecía realmente la pena, gozaba de una lucidez y picardía impropias de su edad, de un atractivo aspecto físico que llamaba la atención de todos, y de un exquisito gusto a la hora de vestir. Disfrutaba de su compañía y estaba dispuesto a perdonar alguno de sus devaneos amorosos. Paseamos durante un rato hasta llegar al bar que solíamos frecuentar, si algo teníamos en común era nuestra afición por el jazz y los tugurios con copas a mitad de precio. No es que estuviese especialmente lleno, pero desde la entrada el aire se nos hizo irrespirable. Cogimos dos taburetes junto a la barra, Martini para ella y Brugal-Cola para mí. Ambos movíamos la cabeza al ritmo de la música, era agradable y nos dejábamos llevar en silencio mientras nos mirábamos. Cada poco ella se apartaba el flequillo de la cara y daba una calada a su cigarrillo, me gustaba verla fumar, el gesto, la forma de coger el pitillo y de acercárselo a la boca. Fue durante uno de los geniales punteos de Grant Green cuando me dijo que me iba a dejar, me sonó tan cómico que empecé a reír a carcajadas, por poco me da un ataque al corazón. Cuando terminamos nuestra copa salimos de allí y la acompañé hasta su casa, durante el camino tan sólo se quejó del daño que le hacían aquellos tacones, ni una palabra más. Al llegar, le di un beso y me largué. No le pedí explicaciones, tampoco ella me las dio, al fin y al cabo, era lo de menos.

Al día siguiente en la oficina todo me daba vueltas, así que decidí salir a tomar un poco de aire, llamé al ascensor y subí hasta la azotea. A pesar del frío y las gotas que empezaban a caer, aquellas vistas me relajaban, y el viento que golpeaba mi cara con violencia me insuflaba vida. ¿Qué me quedaba por hacer? no voy a negar que por un instante me atrajo la idea de saltar al vacío y terminar con todo, pero desde allí no dejaría ni un cadáver decente para la posteridad. Volví a tomar el ascensor y bajé los veinte pisos que tenía el edificio, me despedí del portero y desde entonces me dedico a escribir junto a un vaso de Jack Daniel's con hielo sobre la mesa.
 
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