Entre la guerra y el amor, Penélope. #2

Nov 07, 2011 15:26

Capítulo 2. En teoría venía con una idea... que no he escrito para nada. Necesitaba situaros en un plano, al menos, espacial, -el temporal aún no le tengo muy claro, aparte de "el futuro"-, así que con la tontería me he entretenido dando rienda suelta a la relación de Hefesto y Apolo, que como vistéis en el capi anterior se llevan de maravilla. Me han salido los dos capítulos cortitos, así que procuraré que me queden todos en esta línea. De entre 1000 y 1500 palabras por capítulo, aunque, claro, a este paso, no llego nunca a hacer el quinesob. Pero así tardo menos en acabar los capis, que cuando tienen 7mil palabras, muerto por el camino... o me sale todo de tirón. xD He procurado dejar los espacios que me dijo laeryn para que se leyera mejor, así que, sin más guerra que dar, aquí os dejo.

En la pista de cemento que vislumbra Hefesto desde la pantalla del ordenador hay pedruscos enormes que dificultan el aterrizaje. No puedo golpearlos y lanzarles lejos, pues, cuanto más silenciosa sea su llegada, más seguros estarán todos. Extiende la red anti-gravitatoria, más pendiente de si ninguno de los obstáculos del exterior roza su coraza metálica, que de qué les ocurre a los pasajeros.

-Joder -masculla Apolo, que estaba echando las balas sobrantes en una de las bolsas que lleva atadas a la cintura, y ahora las tiene todas desperdigadas por el aire. Hasta que Hefesto elimina pulsa en el botón de “Zona Interior” y la gravedad regresa a la nave.

Siempre pasa lo mismo. No es que a Hefesto no le divierta que sus compañeros tengan que lidiar con esos detalles, pero, si por él fuera, trataría de arreglar eso a la mínima oportunidad. Pero no puede. Su propio sistema de inteligencia artificial es una combinación no estudiada aún por nadie, ni humano ni dios, de factores vivos y no vivos, que no muertos. Quizás si encontrase alguna base tecnológica pudiera servirse de algo, pero no va a tener suerte. Los máximos responsables de la misión “El vellocino de oro” les han enviado a Atenas, o a lo que hace mucho tiempo fue Atenas. La ciudad bautizada en honor a Atenea es el punto donde los dioses han pensado que van a comenzar su carrera hacia ninguna parte, sin ninguna forma de guiarse. Lo que Hefesto ni siquiera trató de explicarles, porque hubiera sido un auténtica pérdida de tiempo, es que no tenía ningún sentido acudir allí. Buscar los secretos de la existencia humana en el rincón más abandonado y pobre de un planeta perdido, y en el que sólo se quedaron dos dioses por razones que ninguno de sus hermanos entienden, carece de lógica. Pero, eso, a Hefesto, le trae sin cuidado. Sigue siendo una buena oportunidad de viajar, y convertirse en nave es algo que Hefesto hace más de lo que debería y menos de lo que le gustaría.

-Demeter, ¿está preparado?

-Afirmativo.

-Bien. Atención, muchachos. A la primera luz verde, aterrizaremos. A la segunda, se abrirán las puertas de los asientos. A la tercera, recogeré la red de anti gravitación. A la cuarta, os buscaré. Tenéis el tiempo justo, así que os entretengáis. Apolo, tú te encargas de Hermes.

Hubiera podido escuchar el quejido quedo de Apolo desde ahí, pero estaba concentrado buscando un lugar a donde lanzar a Hermes sin que se rompiera la crisma en la caída y lo complicara todo muchísimo más. Como bien había dicho Apolo, eran inmortales; pero eso no significaba que las cosas no les afectara. Todos y cada uno de ellos se habían sentido invencibles por su larga vida, pero había cosas peor que la muerte. Hermes había sido uno de los primeros en descubrirlo y, ahora, espiaba su culpa en una silla de ruedas. Vislumbró un descampado en lo que, tiempo atrás, hubiera sido un campo de fútbol, y preparó el lanzamiento. Del suelo de la cabina donde aguardaban los pasajeros, saltó tres palmos una plataforma metálica con varios cilindros que delimitaban la circunferencia. Apolo agarró la mochila de Hermes y se subió a la plataforma, seguido de éste. La silla de ruedas de Hermes estaba bastante anticuada: seguía teniendo los reposa-brazos de metal y plástico que hacía tiempo, y un pequeño ordenador cerca de donde descansaba su mano derecha. Por suerte, la rueda que llevaba en la espalda podía alcanzar hasta una velocidad de 30 km/h y la inferior, la que salía por debajo de la caja que había debajo del asiento, elevaba la silla un par de cm desde el suelo y, además, estaba programada para que se auto-limpiara cuando se le incrustaban demasiadas cosas, sin que los pies de Hermes, lo más próximo a ella, lo notara.

Fueron los primeros en aterrizar en tierra hostil. Demeter y Artemisa les siguieron, raudas como si los años no les afectaran en lo más mínimo. Esquivaron los pedruscos que caían del aire, donde hasta entonces los había mantenido Hefesto, y salieron de la zona de aterrizaje.

-¿Todo bien? -Preguntó Démeter cuando llegaron hasta Apolo, que estaba colocando las pertenencias de Hermes en la caja de la silla.

Una vez la hubo agarrado y asegurado de que no iba a salirse sin querer, éste se incorporó y asintió.

-¿Adónde vamos ahora? -Preguntó Artemisa, que se había lavado la cara y su rostro distaba mucho de aquel con el que había entrado en la sala de mandos unas horas antes.

-Primero tenemos que reconocer el terreno, saber dónde estamos, y luego contactaremos con Penélope. -Explicó Hermes, que, sin la presencia de Atenea o Zeús, era el primero al mando.

-Estamos en Atenas -interrumpió Hefesto, que ya los había alcanzado.

Apolo se volvió para ver cómo el dios se acercaba a ellos. Con formas humanas, destacaban especialmente el tercer brazo, metálico y cableado, que le salía de la espalda y se movía con absoluta libertad en todos los sentidos y direcciones. Siempre había sido un monstruo, físicamente hablando, así que, por mucho que evolucionaran, ¿por qué él iba a dejar de serlo? Ahora, por lo menos, iban todos a la par. Hubiera resultado muy molesto que Hefesto embelleciera mientras todos los demás se pudrían en el nuevo paso de la evolución. Sin embargo, le llamó la atención, el animal que tenía a su lado. Parecía un lobo grande, pero sin pelo. La piel de metal del extraño animal era lo único que disuadía a Apolo de considerar granos gigantes a los bultos que le sobresalían y que tenían luces intermitentes de color verde, amarillo, rojo y morado.

-¿Qué es eso? -Preguntó debatiéndose entre sentir curiosidad o estar espantado.

-Eso, querido amigo, es el Minotauro -declaró con tono solemne Hefesto.

-No tiene pinta de Minotauro -le señaló Apolo, que seguía manteniendo la lucha anterior, ahora con más razones.

-Bueno, pues Pegaso. -Le cambió el nombre Hefesto sin preocuparse de estar diciendo absurdeces.

-Ni es un caballo ni vuela -volvió a arremeter Apolo.

-Bueno, pues es mi perro artificial y punto. -Se cansó Hefesto de darle vueltas al asunto.

-¿No le vas a poner ningún nombre? -Preguntó Hermes, extrañado.

Hefesto lo miró con exasperación: ¡Pero si le había puesto dos nombre preciosos y a nadie le habían gustado! Vale, era cierto que a él eso de los nombres no se les daba bien. Quizás, si hubiera tenido algún hijo... Pero Atenea se quedó con el producto de su semen -que tenía más del dios que de la diosa en los genes, pero nadie se metía con el ojito derecho de Zeús a no ser que quisiera pasarse la vida levantando otra muralla troyana -y Afrodita le había abandonado con Ares antes incluso que el desastre se abalanzara sobre la Tierra.
Cerró los ojos, intentando olvidar ese detalle, pues, aunque ya había pasado mucho tiempo, seguía haciendo daño. Se había prometido así mismo que si la encontraba le pediría perdón por ese matrimonio que sólo él había querido, y que Zeús había decidido como ardid contra la diosa del amor. Y le devolvería la posibilidad del divorcio, de casarse con quien ella quisiera, si es que alguna vez lo deseaba de verdad.

-No pasa nada porque no tenga nombre. Ya vendrá más tarde algún poeta con ganas de contar nuestra historia y le llame como le parezca más oportuno para explicar la moraleja de la aventura que venga a continuación. -Se deshizo del problema a su estilo, diciendo lo que todos sabían y no se solía decir... Para no ofender a Apolo.

Pero, ¿a quién le importaba lo que pensara Apolo, aparte de a su hermana? Al fin y al cabo, siempre había sido un monstruo, psicológicamente hablando, creyéndose el amo y señor de todo, sólo por debajo de Zeús, y tantos años de evolución no iban a cambiarlo. Es más, hubiera sido gracioso que, mientras todos cambiaban sus principios él se transformara en un ser digno de ser alabado, moralmente hablando, y un dios digno para la humanidad. Pero, claro, ahora que el ser humano estaba en peligro de extinción, ¿a quién le importaba qué era lo que le pasaba, y lo que pensaba, Apolo?

personaje: hefesto, tema: distopía, título: Entre la guerra y el amor Penélo, personaje: hermes, género: general, personaje: artemisa, personaje: apolo, género: angst, personaje: démeter, original, crack

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