Los dioses nos añoran.
Suena el retumbar de los tambores, los gritos que enardecen el alma, la gloria que se vuelve mágica y crea esa melodía con la que se enternece el corazón. Cabalgan los jinetes a una muerte segura que los hará inmortales. Las flores se marchitan, y las manzanas doradas de los Campos Elíseos caen de su árbol. El agua envuelve paulatinamente la tierra, cual Atlántida soñada y Paraíso perdido. Y el Edén de los hombres, que nunca supieron apreciarle, se pierde para no volver jamás.
Y allá al fondo, en un eco quedo y sordo, absurdo y loco, tan imperecedero que, cuando la cueva se erosione y se pique la piedra, seguirá escuchándose. Incluso cuando la hiedra se apodere de las columnas de mausoleos y palacios, cuando sepulte todo rastro de cultura, aún entonces quedará esa voz. Ese canto hermoso y decreciente, que cada noche acuna a los dioses y les entrega la dosis de esperanza que un día perdieron.
Cuentan la historia de un hombre, hijo de la tierra de los caballos, nieto del horizonte que se extiende más allá de Finisterre, protegido por la ley del desierto, y glorificado con un beso de túnica púrpura. Heredero de la Edad de los Héroes, que se enfrentó a un imperio de blancos vestidos y hemofilia disimulada. Una estrella bendecida por la arena del coliseo.
La historia de un hombre que se convirtió en leyenda. La vida de un general romano.
La noche se abalanza sobre la ciudad eterna. Vestida con un manto de constelaciones cubre el cielo. Y los dioses olvidados recuerdan al héroe que nunca morirá. Recuerdan al gladiador.