Autora:
aleenabitePalabras elegidas: Sangre.
Personaje: Morrigan; es la diosa celta de la muerte y destrucción. Se la representa en las batallas en forma de cuervo o conejo y con armadura y armas. Se encarga de insuflar fuerza e ira a los soldados, así como de recoger las almas de los guerreros caídos en las batallas. Su nombre significa “Gran Reina” o “Reina Espectral”
Rating: PG16
Palabras: 910
Sangre. Todo olía a sangre. Era normal estando en una batalla tan cruenta, pero ese olor no dejaba de parecerle cuanto menos excitante.
Siempre le pasaba lo mismo, llegaba a un páramo desolado donde los cadáveres empezaban a apilarse en cada bando, a medida que pasaban las horas. El día iba perdiendo intensidad y el ocaso le ofrecía un buen abrigo para hacer su cometido.
Porque ella disfrutaba tremendamente con aquellas feroces guerras en que las bajas se contaban por miles, y lo único que tenía que hacer era aparecer por los yermos páramos con su horda de cuervos para ayudarla a recolectar las almas de los caídos.
Eran sus días favoritos y no le importaba reconocerlo.
Después de todo, había nacido para eso. Ella, la Reina Espectral, la diosa de la muerte; Morrigan. Nada podía escapar a sus entresijos, mucho menos las almas de los mortales que eran simples de almacenar y recolectar.
A lo largo de los siglos aquellos pobres mortales habían inventado miles de historias sobre ella. La habían llamado la Gran Reina, la diosa de la destrucción y miles de cosas más, que tenían mucho más sentido en sus historias que en la realidad. Lo que sí era verdad, era que se dedicaba a vagar por los campos de batalla en busca de aquellos moribundos que seguían aferrándose a la vida a pesar de apenas quedarles un soplo de ella. En condiciones normales nadie la veía, era tan sólo una sombra que parecía deslizarse por entre los batallones. Sin embargo, para aquellos heridos de gravedad, era fácil que al reponerse contasen cómo habían visto a una mujer de cabellos largos y negros como la noche, vestida con un vestido igual de negro, vagando por el páramo donde habían esperado a que se los llevase del mundo de los vivos.
Aquel día había sido verdaderamente brutal, por eso la diosa de la muerte tuvo mucho trabajo; durante más de dos horas había tenido que vagar de un lado al otro de los bandos, recuperando las almas de los mortales a punto de morir y conducirlos hacia el descanso eterno.
Estaba empezando a cansarse, y eso para una diosa de miles de años como ella era todo un hito, sobre todo porque si seguía así no seguiría con la búsqueda de almas que llevarse con ella. Caminaba cerca de una de las peores zonas, llenas de cadáveres en distintos estados de deterioro, cuando oyó un gemido proveniente de algún lugar cerca de ella. Intrigada por la presencia de algún alma que poder sesgar, se dirigió hacia donde provenía el sonido.
Lo que vio era algo que estaba harta de ver. Sangre y dolor. La razón por la que los hombres luchaban sin control en la tierra; el motivo por el que ella debía volver a ésta tan a menudo a pasearse entre la masacre y la desolación. Aquel hombre no era más que otro de los muchos jóvenes soldados embaucados por las promesas de gloria y patriotismo, pensados para convencer a las masas. Ella no se metía en esas cosas, pero realmente no veía la necesidad de malgastar la vida de esos jóvenes para luchar por razones nada razonables.
Fuese como fuese, sus ojos negros tenían delante una de las tantas estampas de las guerras. Un joven soldado cubierto de barro, con sangre manando de varios cortes y heridas, que casi había perdido toda consciencia y que se mantenía en aquel mundo más por propia voluntad que por tener la fuerza para ello.
A pesar de ser la diosa de la muerte, también podía llegar a ser benevolente y no le gustaba ver a la gente sufrir por sufrir. Reconocía que tenía una fascinación por la sangre y la masacre que era propia de la diosa guerrera que era, pero también podía ser misericordiosa como en aquel momento, en el que aquel joven estaba realmente necesitado de alguien que acabase con su sufrimiento.
Cruzó la distancia que les separaba caminando con sus pies descalzos entre armas, cadáveres y restos de útiles de los soldados, y se acercó lentamente al soldado herido. Éste pareció conseguir abrir los ojos y enfocar a quien se le acercaba casi con el último aliento de su consciencia. Al principio la miró con temor de que fuese un enemigo a punto de ensañarse con él; cuando sus ojos enfocaron los suyos y se vio reflejado en sus negros irises, su semblante se relajó. Pareció reconocerla aunque ella sabía que era imposible. Todo su cuerpo se relajó esperando el destino final que le llegaría de sus manos y que había aceptado ya hacía tiempo. Realmente agradecía esos momentos en las que aquellos humanos aceptaban su destino y no luchaban contra lo inevitable; era todo mucho más fácil.
Extendió su pálida mano hacia el joven que cerró los ojos esperando lo inevitable. Posó sus dedos sobre su frente y en un segundo el chico exhaló su último aliento, abandonando el mundo de los vivos para siempre con una sonrisa difícil de definir. Nadie quería morir, pero aquellos que aceptaban la muerte tenían un viaje mucho más fácil que los demás. Ella sabía bien de qué hablaba.
Se volvió a erguir en aquel mar de masacre, sangre y destrucción que ya se sumía en la negra noche de invierno y supo que pronto todos aquellos cuerpos quedarían sepultados en la nieve que caería aquella noche. Al menos, por el momento, ella ya había cumplido con su cometido.