TÍTULO: RETORNO A KENT
CAPITULO: 8
AUTOR:
munnochBETA:
carmenmariabsADVERTENCIA: Adultos
LENGUA: Español
PERSONAJES: Tanto los protagonistas como las situaciones que pueblan esta ficción son frutos de mi imaginación.
NOTA: Para lo que será mi última publicación en castellano, un capricho, que empezó por un mail… y que poco a poco, fue dando vida a Pearly a Sebastián y a todos sus amigos...
COMENTARIOS: Muy agradecido.
MUSICA: Nat King Cole - Perfidia
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1949, Sebastian, 33 años
Recuerdo que fue a principios de noviembre, cinco meses después de que Lester regresase a casa; cuando Maurice llegó de Australia. El estado de salud de su tío que con desafío arrastraba desde hacía largo tiempo, oscilando en ciclos positivos y negativos, había mejorado lo suficiente para prescindir de la atenta y amable presencia de su sobrino y no menos heredero... Este señor que presumía de la detestable y poca envidiable reputación de tener un carácter inaguantable, en pos de ideas muy anticuadas, estipuló sin dudarlo por última vez, imponiendo su inquebrantable voluntad, sabiendo que antes de que las circunstancias hicieran regresar a Maurice definitivamente al inmenso dominio, - que para entonces sería suyo-, se divertiría desenfrenadamente, como lo deben hacer todos aquellos gentleman bien nacidos.
Lester, que se enteró de la noticia por mediación mía, no lo pensó mucho para poner a su favor todos los medios posibles para no coincidir con él.
De lo que se pudo llamar su escapada sentimental con Maurice, fue como si tal cosa jamás hubiese existido.
Lester nunca hizo la menor alusión, excepto, si omito esa sola y única ocasión, la cual a mi parecer, merece la importancia de ser subrayada, porque fue la primera y última vez que me dio a entender que yo le importaba. Si bien lo dijo de manera bastante ambigua y no menos prosaica.
Así pues, ese día, estábamos acomodados en mi despacho, él ojeando una revista y yo acababa de descubrir la invitación de Lynne Deacon que nos daba cita en la Opera House de Londres.
***
Aquella noche, en Covent Garden , era velada de gala. La prestigiosa opera londinense, presumía pletórica en tamaña ocasión de la asistencia mas elegante, sino exigente del Reino Unido. Con unos cuantos amigos entre los cuales, por supuesto estaba Maurice, fuimos invitados a compartir el palco particular de lord Lynne Deacon Farquhar. Él presunto heredero del barón Sir Deacon Somerville, que, ¿debería recordarlo?, no era otro sino el propio padre de Benjamín, el difunto esposo de Pearly.
Si por entonces, Lynne experimentó cualquiera animosidad contra mí por haber sido el involuntario protagonista que selló la vida de su primo Benjamin, nunca me lo manifestó. Al contrario, siempre se mostró particularmente precavido a mi intención. Especialmente y, a mi parecer aquella noche de gala, incluso, llegué a sospechar que personalmente pudiese interesarle de manera más particular, pero también me resultaba demasiado extraño tal miramiento a mi propósito. Pues que yo supiese, él no tenía la reputación de ser ni siquiera ocasionalmente catalogado de polimorfo sexualmente. A la postre, -quizás bastante desenvuelto- eludí la cuestión, decidido a disfrutar de una opera entre mis preferidas. ¡Carmen!
Fuese el que fuese el motivo que perseguía Lynne, debo reconocer que aquella noche se comportó cual encantador anfitrión. Reía de mis jocosidades como si fuesen dignas de un gran humorista, incluso, todas mis observaciones relativas a la opera de Bizet le parecían acertadas.
Hasta que descubrí con cierto desconcierto, que todo ese afectado derroche formaba parte de un maquiavélico plan. Con el único objetivo de captar la atención de Pearly, a la que siempre tan ingenuo, tuve la inocencia de presentarle unas semanas antes.
Confesar que soy, lo que se puede decir, una persona excesivamente confiada, no es algo que deba sorprender a los que me conocen íntimamente. Al menos, eso es lo que pretende a menudo mi buen Fergus. Según él, estoy característicamente predispuesto a sufrir desengaños.
Así que, no es de sorprender que nunca acabe aprendiendo que, las experiencias de la vida, jamás deberían ser olvidadas. No tanto para sacar cualquier venganza personal, cosa que a mi parecer, necesitaría presumir de un carácter más bien belicoso del cual carezco absolutamente, sino más bien, como refugio, para no volver a cometer incasablemente los mismos errores y los inevitables desagrados que resultan de ellos.
A si mismo, no comprendo, que alguien como yo que presta tal importancia a los presagios, me comportase tan luctuosamente aquella noche…
…Una vez más, para mi desdicha, fue por mi propia mediación, que otro miembro de la familia Deacon, seducido por la belleza de Pearly, plegaba a su intención con el firme propósito de conquistarla.
A bien decir, aquella noche, Pearly, con su vestido de organdí blanco, sus hombros desnudos, sus cabellos recogidos en un moño que despejaba su grácil nuca cual una indefensa tentación. Sin omitir su cuello de cisne que adornaba con el inestimable collar de esmeraldas de mi difunta madre. Todo en ella aquella noche tenía qué llamar la atención.
En cuanto a Lynne, estrenaba sin afectación pero con refinamiento todo aristocrático, un lujoso smoking.
De Lynne, se podía decir que era algo mayor que nosotros. Divorciado y sin progenitura, presumía de la reputación más que merecida de ser el abogado defensor de la corona más combativo de Londres y, por si fuese poco, miembro de la cámara de los lords.
Indiscutiblemente, la primera sensación que su apariencia causaba, era una impresión de severidad. Severidad que desvelaba una mirada aguda de un individuo invulnerable que controlaba perfectamente su entorno, impresión sin embargo, que atenuaban unos cabellos rubios perfectamente peinados que conferían cierta suavidad a su rostro ligeramente bronceado.
¿Su fisionomía? Quizás, más bien un poco fuerte a mi parecer, sin que por lo tanto sufriese la desgracia de una corpulencia laxa.
Afortunadamente era alto, de compostura recta, con anchas espaldas, debido a la practica de manera asidua del rugby en el club del pintoresco pueblo que, en tiempos remotos, fue vasallo del castillo que aún lo dominaba con su imponente estructura feudal y, en el que, hoy por hoy, como lo hicieron sus antepasados, Lynne perpetua la inmudable tradición familiar.
Pero el verdadero encanto de Lynne, se debía a su sonrisa. Una sonrisa que iluminaba su rostro como un rayo de sol, haciéndole parecer un tímido y encantador adolescente. Engañadora apariencia, porque según su estado de ánimo, esa misma sonrisa podía tornarse vampírica Más valía, en la sala de audiencias no provocar su iracunda enemistad.
Mantengo que los acontecimientos que resultaron de aquella noche, se podían definir como premonitorios para mí, tanto como se definía el funesto libreto de la opera “Carmen “de G. Biset
¿Cómo dudar de lo que puede resultar de una historia de amor que incluye a tres protagonistas, sino que se termine mal?
Carmen, mujer bella cautivadora, atenta a responder a las más descabelladas exigencias de los sentidos de sus afortunados amantes… seduce a don José, un joven carabinero, de buena familia ya comprometido con su joven vecina.
A Carmen, que le gusta vivir peligrosamente, pronto se cansa de un amor que no le proporciona ya emociones.
Surge entonces muy a propósito, don Camillo, un famoso torero que colecciona todos los éxitos. Las mujeres maravilladas por su prestancia, se rendían a sus pies.
El instinto animal que anima a Carmen, no la hace dudar ni siquiera un instante de haberlo seducido. De modo que se marcha con el engreído matador. olvidando sin pesar a don José,
El ultimo acto, Sevilla. La plaza de toros.
Carmen, se retrasa antes de entrar en la plaza de toros atiborrada de aficionados, pero cuando lo va a intentar; surge bajo la sombra de un portal, don José.
Parece un mendigo, un hombre destrozado que sufre la vergüenza de haber perdido su dignidad. Se sabe traicionado, humillado… burlado por una mujer venal que no se merece ni su amor ni su respeto. A estas alturas a él ya nada le importa, ni siquiera lo que será de su propia vida. Sin embargo, al verla tan bella, olvida todo. Olvida su ira.
¡Carmen! -
Gritó…Un grito que le quema la garganta, que le destroza el corazón, que le hiela el alma.
Si bien su corazón sangra, recordando los momentos felices, trata en vano de salvar lo que ya no existe. Una vez más, se ofrece esperanzado al puñal cruel que fue para él el amor de Carmen. Su mente atormentada, le hace creer que aún todo puede ser posible. Carmen no cede, al contrario, deleitándose con suficiencia y viendo como sufre un lamentable don José, saborea cruel su poder sobre los hombres. Bailando en torno a él una vez más lo ridiculiza tratándolo de vaquilla acobardada. Mientras tanto, en la plaza estallan atronadores aplausos. Impacientada, Carmen se enfurece, lo único que ella desea, es entrar en la plaza de toros y compartir con Don Camillo su éxito, pero don José se interpone. Brilla la hoja de la navaja que lleva en la mano.
Con esto llegamos al desenlace; la parte más dramática de una opera ya colmada, con suficiencia, de tragedia.
Carmen, gritando que la deje pasar, escupe su odio para don José y entonces se arranca de su dedo índice aquel anillo que don José le regaló en testimonio de su amor. Con desprecio lo tira por el suelo.
Carmen, una vez más lo sorprende, se abalanza a él, forcejeando, siempre decidida a entrar en la plaza, pero el destino hizo que no fuese así, y es cuando grita más que canta la fatídica frase:
-Tue- moi où laisse--moi passer!!!
Carmen, se desploma sin vida en los brazos de don José. Su mano con un gesto de agresividad abortado, cae lacia rozando la mejilla de don José. Él, desgraciado, inmerso en su locura, lo interpreta erróneo, como la más dulce de las caricias.
***
Pasaron unas cuantas semanas tras esa velada en el Covent Garden. Pearly empezó a salir con más frecuencia, al parecer con una nueva amiga.
Pero una noche hubo una desconcertante llamada telefónica. Cuando me hice con el receptor., una voz de hombre sonó sobre fondo musical. De momento no la reconocí cuando preguntó:
¿Pearly donde andas? Te espero desde hace un buen rato.
¿Quién está al aparato?
- ¿Diga?! Respondió la voz bastante sorprendida.
-Oh lo siento Sebastián. Con todo este ruido no te había reconocido.
¡A! eres tú Lynne. Lo siento querido, Pearly acaba de salir con una amiga, supongo que habrá olvidado tu cita.
- No te preocupes Sebastián, no tiene importancia, no lo pienses más…Y colgó.
***
Por aquellos entonces a Maurice se le antojó hacer un crucero por el Nilo y visitar Egipto. Entusiasmado por el programa, nos invitó con apremio a viajar con él.
A sabiendas de mi afición por la egiptología, Pearly me persuadió con afán para que aceptase la invitación de Maurice que, por otra parte, insistentemente, trataba de convencerme, y estuvo encantado de encontrar en ella una muy convincente aliada.
Una vez que acepté la invitación, la idea del crucero sobre el Nilo suscitó tal entusiasmo en mí, que cuando Pearly nos dijo que no nos acompañaría, achacando que el sol y el aire seco del desierto le estropearían su cutis de jazmín,… ni por espacio de un corto instante, se me ocurrió que fuese por su parte un hábil subterfugio.
Eso sí, sentí una fugaz decepción que con demasiada desenvoltura superé, pero por entonces, no me acometió el pensamiento de que hubiese sido premeditada esa pérfida excusa.
Por otra parte, preocupado por los preparativos propios del viaje y mi mente llena de imágenes idílicas, no percibía la menor intuición como tampoco me apercibí que Lester, me observaba desde la puerta entreabierta de mi habitación.
-¿Entonces te vas? Me preguntó para mi gran desconcierto.
-Como ves, estoy verdaderamente encantado.
-¿Crees que es el momento más adecuado?
-¿Por qué no? Es la época del año mas indicada para ello.
-No sé si te das cuenta… - dejó su frase en suspenso, porque le corté la palabra. Días después, fue cuando le di un significado sentido. Pero por el momento, la sola preocupación que obnubilaba mi mente, era el viaje.
-Pero Lester, si no son más que tres semanas. -Estuve a punto de hacerle remarcar que él también se marchó, más me detuve a tiempo. Como si me hubiese adivinado, repuso con voz tan apagada que no conseguí entender toda su frase:
-Regresé, regresé porque… se me hizo imposible vivir lejos de ti. -Su voz no fue más que un inaudible murmullo
-¿Lester que dices? …acaso… perdona, no te he comprendido.
-No importa, disfruta de tu viaje.
Me dirigió una amarga sonrisa y desapareció de mi vista. La verdad, es que involucrado en mi egoísta ilusión, no volví a pensar más, ni en sus palabras, ni en su extraño comportamiento.
Llegamos al Cairo, casi cuatro horas después de haber despegado de Londres, un chofer nos esperaba en el aeropuerto. Sin ver el tiempo pasar, el automóvil se detuvo delante del maravilloso Palace Mena House, el famosísimo hotel en donde Agatha Christie argumentó su novela “Muerte sobre el Nilo” .
Entusiasmado como se puede imaginar, al contemplar por primera vez por las ventanas de mi suite, las tres pirámides que se percibían doradas por los rayos del todo poderoso Ra que, lentamente se ponía al oeste, confundiendo el azul del cielo y los ocres del desierto en un mismo fuego.
Casi de inmediato, con la puesta del sol, cayó la obscuridad. Al tiempo que todo pareció detenerse, dominado por el mágico silencio que impregnaba un pasado omnipresente; y que resurge por donde fuera que se posara la mirada.
Un silencio; que, con la paz de la noche, se acompaña de un relativo frescor procedente del Nilo, por el que, último vestigio de la actividad del día, una chalupa solitaria se deslizaba silenciosamente sobre sus aguas salpicadas por las rayas plateadas de la luna engarzada entre las estrellas en un cielo de lapislázuli .
Me dirigí a la puerta acristalada que daba acceso al balcón, abrí una hoja, para respirar la suave brisa nocturna que hacia ondear los visillos. Fue cuando se hizo escuchar, escondido entre los pocos minaretes que se podía distinguir desde mi balcón, el tenor cristalino de un muecín, que proclamaba la inagotable plegaria: “Dios es Grande”…
Cerré los ojos, recordando al faraón monoteísta Akenaton, contando a su hijo, el joven Tutankamón, como nació de la nada, el mundo.
“”-¡Si… Tutankamón, sangre de mi sangre, carne de mi carne! Escucha como te habla tu Dios…
Amón-Ra es grande. Osiris es grande. Horus es grande. …y de él todo lo fue.
¡Yo Akenaton lo proclamo! Yo, que en sueños lo vi.
Vi como Amón-Re se masturbaba y espaciaba con olas potentes su semilla.
De su semen fértil, la bóveda negra quedo salpicada con perlas de brillante plata. De esa semilla nacieron Geb y Nun. La tierra, la luna el cielo y las estrellas. “” así está escrito, así sea cumplido, Amón.
Amen… repetí, sonriendo sin intuir que, no a todos se desvela la poderosa atracción del misterioso y milenario Egipto. Pero desgraciando a quien le concede tan fatal favor. Amante celoso de sus prerrogativas, castiga sin piedad todo brote de cualquier pensamiento feliz que no le sea dedicado.
Me sentí culpable al no poder compartir mi felicidad con el único ser que de mí era indisociable, Pearly. Súbitamente triste, dejé de contemplar la noche, pero muy a mi pesar, fue la fugaz imagen de Lester, la que se impuso en mi mente.
Instantes después, eludí con ademen desolado, la amable la invitación de Maurice de asistir a la recepción de ambiente oriental que todas las noches se celebraba en el gran salón del hotel.
Gradualmente, empecé a sentirme como un animal enjaulado que se desplaza perturbado por los límites que le impone su exiguo mundo. Angustiado sin razón aparente, miré el teléfono...entonces fue cuando recordé las palabras de Lester; una bocanada de pánico abrasador invadió mis sentidos. Noqueado por mis dudas, me sentí verdaderamente vulnerable.
Obtener en un plazo razonable un número de teléfono para el extranjero desde Egipto, se revela tan perverso, como afirmar que con el billete de la lotería que hemos comprado ganaremos el gordo.
¡Hora y media de espera! Por fin escuché la inconfundible y entrecortada voz de Fergus que me saludó con un deferente “buenas noches my lord” que, considerando la reserva que le imponía su status de mayordomo cuando no estaba solo conmigo, se podía considerar como efusivo. Sin más, me pasó la comunicación con Pearly:
- Amor te echo tantísimo de menos…
-¡Por Dios Sebastián! Pero si tan solo hace unas horas que te has marchado.
-Pearly dime que me amas.
-¡Cielos! Que incorregible sentimental eres.
-Dímelo.
-Siii , ¿estás satisfecho?... Perdóname querido porque tengo visita.
-Entonces te dejo, corazón mío.
-Pásalo bien Sebastian y cuídate, un beso.
Escuchar la suave voz de Pearly me llenó de una indecible alegría. Apaciguado pese, que no me pareció ni tan sentimental, ni tan triste como yo lo hubiese deseado. Claro que al estar con visitas, era perfectamente normal su tono formal. Tranquilizado, pero aún tenso, opté por acudir a la piscina del hotel. Me puse un estrecho bañador blanco y envuelto en mi albornoz de baño, bajé en la dirección de ésta por un ascensor directo.
El sano cansancio que se acompaña del esfuerzo de nadar más de media hora sin parar en la gran piscina, resultó benéfico para disipar de mi mente todo pensamiento penoso. Al salir del agua, el color blanco del bañador mojado se revelaba bastante indiscreto, no pude sino apercibirme como el personal propuesto para dar las toallas, me detallaba con ademán de apreciar mi fisionomía.
Uno de los dos jóvenes que se acercó con la toalla, me siguió al contiguo vestuario. No era muy alto pero si muy agradable de cara, le sonreí amablemente y sin premeditación, me quité el bañador. Estirando el cuerpo con los brazos colocados detrás de mi cabeza, respiré profundamente, sin sospechar el efecto que mi desnudez pudiese tener sobre él.
Pero sus ojos que eran negros, de repente se encendieron como brasas atizados por el soplo del viento. Sus pantalones bombachos, de estilo tradicional, se empinó abultando sus inequívocos deseos. Silencioso, pero muy alterado, empezó a secarme lentamente la espalda.
Sobre una larga mesa de mármol blanco, vertió entonces un jarro de agua perfumado con azahar, a ella me llevó por la mano, dándome a comprender que me echase sobre la pulida piedra que, sorprendentemente estaba calentada por un ingenioso e invisible sistema de calefacción. Se hizo con un frasco con aceite. Un chorro perfumado goteó sobre mi espalda. Sus manos hábiles iniciaron el más relajante de los masajes.
Al perfume del aceite se mezclaba el íntimo olor de su piel y sus manos se volvieron temblorosas cuando subiendo por mis muslos llegaron a mis nalgas; unos segundos se detuvieron, para tras una caricia inconclusa recuperar en dirección de mis hombros el ritmo lento de su masaje.
¿Cómo te llamas?
-Ibrahim señor.
-Pasa por recepción de aquí a unos minutos.
A su gran decepción no lo invité a mi habitación, pero al poco tiempo de llegar a mi suite, di orden al recepcionista de que le diese cinco dolores de mi parte, mientras tanto una cena frugal me fue servida por un camarero de aspecto gigantesco y tan escueto físicamente y tan negro de piel que parecía más bien una estatua de obsidiana que un ser humano.
Concluida mi cena, cerré la venta y me acosté… El contacto de unas manos que acariciaban intimamente mi cuerpo me despertó.
-Maurice, no, no tengo ganas. -Dije adormecido.
-Tanto mejor, estoy de humor de violentarte.
-Has bebido mucho Maurice, acuéstate y déjame dormir
-¡Si! he bebido varios whisky con soda y ya sabes lo que se comenta a propósito del whisky.
-Precisamente no tengo ganas de que te pasas la noche encima de mí.
-¿Pues yo sí! hace siglos que no he honrado tu bonito culito y nada más decirlo me excito muchísimo.
****
De tres semanas previstas, nuestras vacaciones duraron cuatro. Fueron maravillosas. Cargados de regalos más o menos auténticos, y luciendo un bronceado digno de un beduino, llegamos a Londres, en donde sin sorpresa fuimos acogidos por la tradicional lluvia inglesa. Más no obstante, no fue solamente la penetrante y fría llovizna lo que nos causó desagrado, al parecer nadie nos esperaba; a pesar de que había personalmente especificado nuestra llegada antes de salir del hotel. Por fin llegó Sam con su habitual y fingido encanto. Cargó nuestras pertenencias en el maletero del Rolls y los demás bultos en un taxi.
***
Llevaba más de un mes en nuestro espacioso apartamento de Hampton terrasse, sin que ni una sola vez pudiese compartir la intimidad de la alcoba de Pearly.
Pues, cuando no sufría de dolores de cabeza, eran unas inexplicables angustias matinales y un cansancio que no eran para tranquilizarme. Así pues, como lo hacía cada mañana después de preocuparme por su estado que, a mi parecer no mejoraba, me dispuse a llamar por teléfono a nuestro doctor de cabecera. Cual fue mi desconcierto cuando Pearly, detuvo mi gesto con ademán contrariado y, por primera vez recibí por su parte una respuesta que me dejó cohibido.
-No te preocupes tanto por mí y así iré mejor.
La verdad, es que me causó dolor. Pero como todas las tardes salía con la misma misteriosa amiga a tomar el tradicional té, o visitar exposiciones, me animó a pensar que su estado iba mejorando.
A medida que pasaban los días, la situación no parecía querer arreglarse entre nosotros, todo lo contrario. Era evidente que fueran cuales fueran mis intentos de reanudar nuestra complicidad pasada, se veían abortados. Desde luego, debo reconocer que desde que regresé de Egipto, más de una vez me acometieron, sino sospechas, por lo menos incertidumbres y a pesar de que me empecinaba en apartarlas de mi mente, achacando que su estado de salud era el único responsable de ese cambio a mi propósito, los celos por primera vez hicieron su aparición. Unos celos implacables contra ese secreto desconocido de mi que arrobaba a la única mujer que amé de por vida. Me sentía abandonado, sentía la aberración moral de albergar parecidas dudas, ni bien tuviese la mínima prueba.
¿Más que me digan por qué Pearly me mintió a propósito de su relación con lord Lynne Deacon primo hermano de su difunto marido, asegurándome que salía con una amiga? Cuando, inesperadamente, y a mi gran sorpresa como a la de ellos mismos, nos encontramos de bruces una tarde por Regent street, para mí no pasó desapercibido el desagrado que le causó mi presencia a Pearly ni el notable malestar de Lynne que la soltó discretamente del brazo.
Yo que creía conocerla mejor que nadie, me sentí súbitamente incapaz de adivinar lo más mínimo de sus pensamientos. Día tras día, los efectos de su constante disimulo se iban destilando insidiosamente entre nosotros, acompañado de comportamientos por lo menos inelegantes por mi parte.
Nunca fui de un natural sospechoso, pero muy a mi pesar, me sorprendí haber llegado al extremo de espiar sus emociones, interpretar sus silencios, a no creer sus múltiples explicaciones, cuando nunca por el pasado fue necesario darlas tan detalladamente.
Cada día me sentía más solo, mas abandonado. Maurice, tras recibir un tétrico telegrama anunciándole que la salud de su tío atravesaba un periodo de irreversible rescisión, se marchó para Australia pocos días antes de que este falleciera.
Lo despedí desde el aeropuerto y fue la última vez que estuvimos juntos.
Lester, que prefería vivir en nuestra casa en Kent, no me daba tampoco mucho consuelo, pues él también me parecía un tanto tirante conmigo.
Pero cuando descubrí la verdad, aquel día Lester estaba con nosotros. Llegó precisamente el día anterior por la tarde, con un nuevo proyecto para el jardín. Así pues, aquella mañana, en mi despacho, sentado frente a mí, sus dibujos desplegados sobre la mesa de escritorio, exponiéndome sus ideas, inquirió con voz que me pareció brusca…
- Veo que no te interesan mis planos…
- Perdóname Lester, estoy preocupado, ¿acaso sabes lo que le pasa a Pearly? desde que he regresado la noto diferente conmigo.
Recogió pensativamente sus papeles y los devolvió a su carpeta.
- Creo que deberías hablar con ella, yo no puedo decirte nada.
- Luego, ocurre algo! Lester, ¿por qué no me ayudas?!
- Lo siento, pero no sé nada.
Visiblemente no me perdonaba mi viaje con Maurice. Antes de cerrar la puerta del despecho se volvió para mirarme, en su rostro, vislumbré esa mueca dura que resulta de un exceso de resentimiento. Salió en el preciso momento que sonó el sonido insoportable del teléfono, era nuestro médico de cabecera.
-¡Enhorabuena Sebastián, por fin vas a ser padre!!!!
La noticia me dejó cuan un iceberg flotando, entre cielo y mar, errando desviado en un mundo gélido. Mi primera reacción fue lo que se puede definir como una irrupción de erráticos sentimientos. De estupefacto, pasé rápido por la más irrealista alegría, suplantada sin transición por la más acuciante inquietud, tras comprender al instante que yo no podía ser el padre. Recuperados mis sentidos, fue para preguntarme quien podría ser?.
¿Lester? ¡No, desde que éste regresó, Pearly no le hacía mucho caso. El solo nombre que se impuso con evidencia fue el de Lynne.
Entonces pasó por mi mente la terrible certidumbre de que todo en lo que yo había creído se había desvanecido para siempre.
Sin embargo, la primera reacción que germinó en mi mente fue un sentimiento de incredulidad.
Enfurecido, abandoné mí despacho para obtener una explicación. Pero cuando me adentré en el gran salón como propulsado por la onda de expansión de una explosión, sorprendí a Lester y a Lynne Deacon que me miraron expectantes; la conversación entre ambos enmudeció de repente, un silencio breve pero demasiado súbito para ser casual se instaló, sus miradas rehuían la mía, y una vez más, como si huyese de mi, Lester salió dejándonos solos.
Con unos ojos que rezumaban celos y odio observé a Lynne, decidido a hacerlo sufrir tanto como me habían hecho sufrir a mí, no bien fuese él directamente responsable de la duplicidad de Pearly.
- En tu lugar no estaría tan seguro de mí.
- ¿Que quieres insinuar Sebastián?, ¿qué mosca te ha picado?
- Tú y Pearly.
- Ah!, de modo que ya te ha incluido en el secreto…Veras, no estábamos seguros del resultado, ese fue al principio, el motivo que nos hizo aplazar el momento de darte la sorpresa.
- ¡La sorpresa! Guárdate tu ironía para ti y no alardees tan apresuradamente, Pearly no conservara a tu hijo.
-¡Sebastián, por Dios, pero qué dices! Respondió poniéndose de pie de un brinco. ¿A caso no sabes que nos vamos a casar?
- ¿A casar? Pearly no se casará jamás contigo y preferiría mil veces abortar antes de darte un bastardo.
- Maldito seas, si no fueses un marica, Pearly se hubiese quedado contigo.
-Y tú eres un hombre??. ¡Tú! el primo de un esquizofrénico que por mi propia mano pudre en el infierno.
- Pobre Sebastián, te defiendes con los mismos argumentos que emplearía una vieja mujer que se ve abandonada por su joven amante.
- Ah! Sí?, ¿y tú Lynne, como te ves? Tú, el gran Lynne, el temor de la cámara de los lords, quien eres tú, sino un infame doblado de un ladrón que te has aprovechado desvergonzadamente de mi ausencia, traicionando mi confianza en ti!!! Eres idéntico a tu primo, no lo puedes negar, ni tienes honor, ni escrúpulos y te predigo sin equivocación, que lucirás más cuernos que los que llevo yo mismo.
De un par de zancadas cubrió los escasos metros que lo separaban de mí. Golpeando repetidamente con sus puños mi pecho y mis mandíbulas, caí desequilibrado, de espaldas al suelo. Lynne, se dejó caer con todo su peso sobre mí con la neta intención de exterminarme….
-¡Sigue, desahógate! Ejecuta hasta el final tu felonía.
Sorprendido por mi pasividad, o quizás por mis palabras, Lynne se detuvo de repente, abandonando toda agresividad. Dubitativo, exclamó inquieto hincándose de rodillas.
-¡Sebastián! ¡Sebastián! Por Dios… -sus poderosas manos me levantaron y apoyó mi cabeza sobre su pierna. Sacó su pañuelo del bolsillo de pecho y empezó a enjuagarme la sangre que chorreaba por mi nariz.
- Sebastián maldita sea, ¿porque me has provocado así? ¿Por qué? De todos modos entre Pearly y tú, ya hacía varios meses que no existía nada, según tengo entendido.
-¿Eso es lo que te ha comentado? Ta ha mentido.
Una sombra cayó sobre mí, cuando alcé la cara fue, para percibir tras la nubla de mis ojos a Pearly que me miraba con dureza. Consternado por lo que había dicho, por lo que había hecho, avergonzado la miré, pero sus ojos ya no me veían y fue con frialdad que se expresó, con su mirada prendida en la mía.
-Te debo mucho, lo sé, pero no lo que será mi felicidad. Adiós Sebastián.- Y concluida tan brusca despedida, dio media vuelta y se alejó traspasando el umbral de la puerta del salón envuelta en su ira y en una nube de su cálido perfume. Fue la última vez que coincidimos. Y fue también cuando por segunda vez en mi vida recordé a Hamlet.
-“Si me debes mucho, Pearly me debes la vida… tu vida!-Recuerda Pearly que hice eso por amor a ti - Cerré los ojos con lasitud, mientras ella indiferente a mi dolor, desaparecía.
Lynne con gestos sorprendentemente maternos, me incorporó para acomodarme en un sillón....
- Sebastian, no sé lo que pensar. Me siento verdaderamente incomodo. Percibo demasiado tarde que debí en su tiempo hablar contigo… la verdad es que… todo daba a entender que entre vosotros ya no subsistía ninguna relación.
Dejé caer la cabeza sobre mi pecho y cerré los ojos, deseando morir.
- Por Dios Sebastián reacciona, al menos dime por que no te defiendes. ¿Por qué?
- Defenderme ¿los golpes? …ellos no me han lastimado; no tanto como me ha herido su despedida. Ya nada podrá afectarme.
¡Vamos Sebastián! si algo positivo nos define a nosotros los ingleses, es que nunca perdemos la compostura, ya verás Pearly olvidará y volverá a ser tu…amiga.
-No... No lo creo, sé que no me perdonará, ni yo tampoco… ¡Lynne!.. Perdona mis palabras... Se feliz Lynne. Sé feliz…
Entonces con semblante triste, me estrechó entre sus brazos, el dolor físico que me provocó su efusión me hizo gemir. Lynne trató de sonreír, pero había algo en aquel esbozo de mueca, una mezcla de dulzura y dolor, cuando me beso suavemente, a la manera rusa.
-¿Por qué?
- Nunca pensé que fueses marica, a veces las palabras nos traicionan y no expresan nuestros verdaderos pensamientos, eres un gentleman Sebastián. Adiós.
Me quedé sentado en aquel sillón en el que momentos antes estuvo ocupado por Lynne, la cabeza apoyada entre mis manos, poblada por nuevos temores, me sentía tan debilitado que apenas podía moverme, entorné los parpados y así permanecí sentado en la obscuridad.
El ruido de una puerta que se abría, unos pasos que se detuvieron detrás de mí, y una mano que se posó sobre mi hombro interrumpieron mis cavilaciones, devolviéndome a la dura realidad. Entumecido, me puse en pie con un gran esfuerzo de voluntad, cuando Fergus me habló.
-Vamos mi pequeño lord, retornemos a Kent.