TÍTULO: RETORNO A KENT
CAPITULO:7
AUTOR:
munnochBETA:
carmenmariabsADVERTENCIA: Adultos
LENGUA: Español
PERSONAJES: Tanto los protagonistas como las situaciones que pueblan esta ficción son frutos de mi imaginación.
NOTA: Para lo que será mi última publicación en castellano, un capricho, que empezó por un mail… y que poco a poco, fue dando vida a Pearly a Sebastián y a todos sus amigos...
COMENTARIOS: Muy agradecido.
MUSICA:
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1947 Sébastian 31 años
Por la ventana, la dulce luz de un sol matutino se filtraba a través de las cortinas de cretona de exuberantes motivos estampados acrecentando como si fuese posible aún más, el palpable ambiente de femineidad que dominaba la habitación de Pearly.
Aún inmerso en un estado apacible de somnolencia, entreabrí lentamente los ojos y bostecé estirándome holgazanamente. El primer pensamiento que acudió a mi mente, no pudo por menos que hacerme sonreír, ya que me hizo recordar el imprevisible, sino sorprendente desenlace, de la pelea que opuso a Lester y a Maurice la noche anterior.
Miré en dirección de Pearly que dormía plácidamente boca abajo, la cabeza casi tapada. Me giré lentamente en la cama y en silencio me levanté.
El ruido de mis pasos fueron ensordecidos por la espesa moqueta de color gris perla, atravesé desnudo la estancia en dirección a la puerta de la habitación de Pearly. Tras salir, la cerré, evitando cuidadosamente que el mecanismo del cierre, emitiese el inevitable chasquido metálico, para no despertarla. Atravesé en diagonal el pasillo los pocos metros que me separaban de mí habitación, entré en el cuarto de baño, me afeité y terminé bajo la ducha, en la que permanecí largo tiempo, disfrutando del vigorizante masaje de sus intermitentes chorros. Me vestí con ropa estival.
A sabiendas de que Pearly, como era su costumbre, tardaría en bajar, me dirigí solo en dirección al pequeño comedor que dedicamos para los desayunos, animado por la esperanza de coincidir al menos con uno de los dos beligerantes. Me mordí el labio inferior para disimular la sonrisa que maliciosamente me acometía, de paso miré a la mesa de convento que en el hall oficiaba a modo de consola. Sobre el oscuro tablero de espesa madera encerada, en el cartero de fina cerámica, había depositada muy en evidencia, una carta con mi nombre impreso en el sobre. Estupefacto y no menos desconcertado, reconocí la elegante e inclinada caligrafía de Maurice:
***
Subí de cuatro en cuatro los peldaños. Anhelando y sin detenerme, eludiendo modales que no me acometieron en aquel instante, empujé estrepitosamente la puerta de la habitación de Pearly, cuando minutos antes, la había cerrado cuan sigilosamente.
-¡Despierta!¡Pero despiértate ya por Dios!!!
-Hmmm....- abotargada aún por el sueño, fue la más inteligible respuesta que obtuve.
-¡Pearlyyyyyyy!!!!!!!!!!! - Vociferé, impacientado por su indolencia.
-¿Que pasa? Preguntó con voz adormecida, mirándome sin comprender con ojos de apopléjico.
-¡Se han marchado!, ¡Lester y Maurice se han marchado!
Dije hundido, por lo que para mí, más que parecerme una traición, lo consideraba como un doloroso desengaño. Pearly, volvió ligeramente la cabeza y se incorporó lentamente en la cama. Sorprendentemente la primera reacción que tuvo, fue mirarse las uñas de sus manos y referirse a su manicura.
- ¡Por Dios!!! Vaya, escoges bien el momento para expresar tal preocupación.
-¡Sebastian! Por favor que melodramático eres, no te alarmes tan fácilmente. ¿Apostaría a que no se te ha ocurrido llamar a la puerta del cuarto de Lester? Supongo que aún estarán sufriendo lo suyo.- fue su respuesta, bien decidida, evidentemente dispuesta a recobrar el sueño.
-¡Pearly…Pero, es que no te enteras? …te repito que se han marchado!. Se han ido los dos juntos ¡En un taxi!, Maurice y Lester, se han ido!!!.- y como para convencerme repetí incrédulo.- Se han ido. Mientras dormíamos…Pearly ¡O Pearly….! Lee esta carta.
“Sebastian, querido amigo, perdóname. Después de haberme comportado anoche como un perfecto entupido. … esta madrugada, actúo no menos vilmente, cual el mas ingrato amigo…sé que no existen adjetivos para calificar mi actitud, pero si existiese uno, seria que me he vuelto loco…”
Para resumir, su carta no era más, sino una larga plegaria en la cual se acusaba de ser un ser infamante, colmado de una multitud de defectos, que a mi parecer nunca padeció.
Transcurrieron las semanas como también pasó el verano. Y llegó el mes de noviembre. Un triste mes acompañado con sus matices cobrizos y el inconfundible olor que desprendían los últimos fuegos que encendían apresurados los jardineros de Sissinghurst, para quemar las últimas hojas marchitadas olvidadas por el viento. Un mes con sus cortos días que, anunciaba el inicio de los característicos e interminables inviernos que suelen hacer de Kent un mundo inaccesible.
El invierno, sin ser una de mis estaciones preferidas, tampoco puedo decir que me abruma mucho el ánimo. Pues siempre lo he percibido como la época del año mas propicia para vivir un ambiente dedicado a placeres íntimos. Placeres simples. Placeres de otros tiempos por supuesto; como lo son, sentarse arrullado al calor de la chimenea, con la luz apagada, para dejarse hipnotizar por el parpadear de la brasas incandescentes que se desvanecen lentamente en la hoguera si no se les añade un leño que tiene por efecto provocar un alegre y humeante chisporroteo.
También, tras la ventana, sin poder evitar estremecerse, imaginando el frío del exterior, escuchar, cual si fuesen el soplo de un viejo órgano desafinado, el rugir del viento por entre las ramas de los árboles, cuando con la vista prendida en la puesta del sol, se podía admirar los suntuosos matices que lentamente se mezclan, descomponiendo la línea del horizonte, dignos de las tonalidades que lucen los cuadros de Rubens.
También es la estación idónea, para volver a leer un libro que creíamos olvidado, cuando en realidad, nunca dejó de vagar por nuestra mente. Más simplemente es la estación adecuada para recordar con nostalgia, felices momentos saboreando una sencilla taza de té…
Sin embargo, durante aquel invierno… Las veladas se sucedían prodigiosamente aburridas, a pesar de que estábamos confortablemente acomodados en nuestra biblioteca, rodeados por nuestros libros, las fotografías de nuestros amigos en el jardín, que muy a mi pesar me daba a pensar que probablemente, nunca más cuidaría Lester.
Los mismísimos discos de ópera que, por supuesto, siempre fueron unas de mis grandes pasiones, se volvieron repentinamente insoportables para mí, avivando por su contenido emocional, los más indeseados pensamientos, ya que, invariablemente, todos remitían a hacerme pensar en ellos. Sobre todo, recordaba a Lester. De modo que llegué hasta el punto de no osar pronunciar su nombre. A pesar de que les echábamos mucho de menos, Pearly me daba la neta sensación de sentirse menos afectada por su ausencia que yo mismo. Quizás, porque ella tenía motivos más importantes que la acaparaban distrayendo su mente.
La nieve, empezó a caer al amanecer del tercer día del mes de febrero. Precisamente un lunes. Recubriendo los campos, la casa y el jardín con un ondulado manto blanco virginal; y justamente aquel día, recibimos la primera carta procedente de Maurice, después de que se marchase con Lester en aquel calido mes de junio.
La carta, larga y afectuosa, nos colmaba de amabilidades. Una vez más nos pedía toda nuestra indulgencia por su inexcusable conducta, -aunque él decía que no se lo merecía- reconociendo que fue una locura, que en su momento no comprendió el impulsó que lo indujo a comportarse de manera tan irreflexiva, y marcharse con Lester, sin concedernos la menor explicación, como si hubiese estado alojado en un simple hotel.
Al final de ésta, especialmente, me dedicaba sus mas cariñosos pensamientos pidiéndome que recordarse lo que fue nuestra amistad y olvidase lo presuntuoso que fue, enfatizando nuestra conversación al salir del comedor aquella famosa noche.
Maurice, proseguía, aseverando que al despertar aquella mañana, después de pasar la noche con Lester, le acometió el sentimiento de no poder vivir lejos de éste. No es que fuese lo que se pudiese llamar, un amor repentino, sino más simplemente una irreprimible necesidad sexual por él. Pues, jamás, -según sus propias palabras- con cualquier persona experimentó tal fascinadora experiencia. Por lo cual la sola elección posible que se impuso a él con claridad fue la de marcharse, como un malvado traidor,- siempre según él - pero eso sí, con Lester.
Aquella carta, más que el ánimo que supuestamente debería habernos dado, tuvo el efecto contrario. O sea, desmoralizarnos aún más, por lo menos así lo experimenté yo. Aunque siempre, según sus propias palabras, Maurice, nos aseguraba tanto, de su inconmensurable amistad, como también de amarnos eternamente.
Por lo que, el único deseo que anhelaba, era que llegase pronto el día feliz que, pudiésemos perdonarlo y extrañarnos entre sus brazos. Sorprendentemente de Lester no mencionaba nada.
Le escribimos y, en respuesta a sus dudas, le asegurábamos sobre nuestro indefectible afecto y de todo nuestro amor, y que los esperábamos con gran impaciencia.
Siguieron otras cartas, dos, de Paris. Sin embargo, en la última que recibimos percibimos un cambio en el tono, un cambio que semejaba inconfundiblemente a una muda llamada, a un “os necesito”.
Impacientados esperábamos que al menos nos llamase por teléfono. Pero pasaban los días sin noticias de Maurice y mucho menos de Lester. Por fin, lo único que recibimos para nuestra gran decepción, fue un lacónico telegrama procedente de Australia.
-“El estado de salud de mi tío, requiere mi presencia. Os amo”. Maurice. Stop
Llegó el mes de mayo, y con él, un sol que en algo se parecía a un sol de primavera, pero tanto Pearly como yo, no nos decidíamos a tomar la inevitable decisión que se imponía a nosotros. Contratar o no contratar a otro jardinero.
Por fin, decidimos momentáneamente arreglárnoslas solos. Mejor dicho; me las apañaba como podía, más animado por mi pasión por el jardín que por mis conocimientos en la materia.
Pearly, como era su costumbre, se marchaba todos los fines de semana a Londres. Indefectiblemente, no le afectaba mucho mi estado de espíritu. Claro que personalmente, siempre preferí la bucólica serenidad del campo a la trepidante vida de la capital. De modo, que aquel día me encontraba solo.
Eran las once de la mañana e insospechadamente, el sol lucía brillante y abrasador.
Protegido por un sombrero de paja de arroz, arrodillado, trataba sin mucha convicción de binar un parterre de “delphiniums pacific”, cuando, se produjo lo más inesperado:
- ¿Señor, necesita usted que le eche una mano?-
Esa voz me pareció surgir más por efecto de mi imaginación que de un ser humano. Al reconocerla, bruscamente, cogido de improvisto, como si fuese un animal salvaje que agazapado en su guarida alerta un peligro; mi corazón empezó a latir poderosamente, pero no fue de miedo, sino de una alegría tan poderosa que estrangulaba mi garganta hasta el punto de impedirme respirar.
-¿Lester? Pregunté, porque me pareció imposible volver a ver su cara deslumbrante, y sus labios que apelaban mis besos.
Como aquel primer día, cuando llegó y lo observaba detrás de la ventana del salón, llevaba los mismos pantalones de pana, con la misma camisa a cuadros, con las mangas remangadas y, tuvo el mismo gesto delicado para ajustar sus gafas.
Cuando lo miré, algo en él había cambiado, ya no parecía aquel muchacho un poco tímido que yo recordaba. Sus ojos me parecieron velados por una nubecilla triste. Él, que nunca fue fornido, parecía bastante desmejorado, pero Dios mío ¡!! Qué hermoso se percibía.
Sin poder dominar la tímida incertidumbre que durante un corto instante, me hizo parecer torpe y quedar arrodillado, ruboricé sin saber como actuar.
La nube impenetrable que velaba los ojos de Lester había desaparecido de su mirada que se volvió elocuente como también su sonrisa. Me tendió la mano como si hubiese necesitado ayuda para levantarme, entonces caí en sus brazos, Lester cerró los ojos para ocultarme su emoción. No me avergüenza desvelar que lloré en aquel momento todas las lágrimas que durante meses, en un doloroso silencioso, había contenido.
- Perdóname, perdóname Sebastián.
- Lester…mi Lester…
Busqué sus labios, Lester me ofreció su boca…y el jardín su acogedora y silenciosa complicidad. Deslicé mis manos entre nuestros cuerpos unidos. Lester se echó levemente hacia atrás cuando me inicié a desabrochar los botones de su camisa. Maravillado, percibí con un choque delicioso, que su piel; que, lucía bronceada, se considerará deliciosamente suave y firme. Tomé uno de sus pectorales con mi mano, y cuando me propuse mordisquearlo, su cuerpo se estremeció contra el mío.
Incapaz de retenerme más, deshice la correa y le bajé los pantalones. Embriagado, admiré su cuerpo recio, brillante, que parecía haber sido creado para recibir mis caricias. Pasé mi mano impaciente sobre su vientre, y la cerré sobre su sexo ardiente. Entonces extrañado, como si no lo recordarse, miré hacia su pubis cubierto de vello negro, espumoso y rizado. Su sexo, que lo tenía arqueado hacia su vientre; me pareció enorme; ardiente cuando lo aferré en mi mano, cuando él sonreía muy orgulloso.
Pasó sus dedos entre mis cabellos y me hizo ponerme de rodillas para meterme después su miembro en la boca, que me pareció dulce y a la vez sentí sobresaltar las venas hinchadas que lo recorrían latir poderosamente entre mis labios. También fue él quien, espatarrando sus piernas, guió mi mano para que le cogiera sus bolsas que estaban contraídas y duras como guijarros redondos. Inclinado sobre mí, sosteniéndose con sus manos sobre mis hombros, su cuerpo se zarandeó.
-¡Para Sebastián!
Y salió de mi boca con un indiscreto ruido de succión, para dejándose caer a mi lado, besarme.
Con bestialidad se abrazó a mí, y me hizo caer de espaldas al suelo, sin apartar su mirada de la mía como si tratase de hipnotizarme.
Entonces me arranqué la ropa y en un abandono total, me dejé, sumiso, culminar por él. Lester con ademán raudo, me levantó las piernas y escupió dos veces, guió su capullo entre mis nalgas y empujando lentamente empezó a penetrarme.
Enloquecido por el ardor que comunicaba al mío, le dije que lo amaba con pasión. Cerró los ojos y, con un poderoso ronquido, hundió totalmente su sexo cual un sable en mí.
Mi boca se abrió para dar un grito de dolor, pero fue de placer que grité su nombre; disfrutando de su vigor, saboreando a cada instante la potencia de su nerviosa juventud, llegué al momento de no poder resistir más.
Abrasado por el fuego de su cuerpo que ardía en mí, encarcelándole sus caderas de mis piernas nerviosas, me deshice a la vez disfrutando del placer y también acometido de un inexplicable presentimiento. Bajo el esfuerzo físico final; los músculos del rostro de Lester se volvieron angulosos. Emitió rugido de bestia, cuando sentí su semilla recolarse en mí en chorros ardientes, sucesivos e inagotables sobresaltos. Lánguido sobre mí, con voz adormecida, me pidió exhausto:
- ¿Sebastián es verdad que me amas?.
Aquel día, el sol brillaba resplandeciente… y mas allá de nuestros cuerpos yacía un sombrero de paja..