Las figuras de don Lorenzo y Lola custodiaban el frágil cuerpo de Silvia que se encontraba en medio de las dos personas que siempre habían sido su refugio y su guía. Las dos personas que hasta que apareció Pepa, habían conseguido con mayor o menor éxito apoyarla para llegar hasta donde estaba hoy; curando sus heridas cuando era necesario, ya fueran físicas o mentales.
Hoy, de nuevo retomaban ese papel que habían perdido en favor de la morena que había logrado, con su sonrisa y su forma de ser, colarse en lo más hondo del corazón de su niña.
Y retomaban ese papel porque Pepa no estaba allí para llevarlo a cabo, y era por Pepa que los hombros de Silvia estaban caídos, derrotados; al igual que su mirada, que desde hacía días sólo reflejaba pérdida y dolor.
Habían intentado convencerla de que no era necesario que acudiera al funeral, que era más importante su salud. Pero Silvia nunca había sido una persona que dejara que su bienestar primase por encima del de los demás. O eso había creído siempre la pelirroja, al menos hasta ese fatídico día.
Ella sabía que se merecía estar allí de pie, sufriendo. Se lo merecía porque había antepuesto su felicidad a la seguridad de su gente, y por ello, por haber querido disfrutar de un día perfecto en medio de una pesadilla, había conseguido arruinar la vida de sus amigos, de su familia, y la suya propia.
Ya no le quedaban más lágrimas por derramar, estaba vacía. Y así, con la mirada exenta de cualquier emoción, abandonó el cementerio tras obligarse a presenciar el descenso de los ataúdes hacia la fría tierra que iba a albergarlos de ahora en adelante.
Avanzaba en dirección al coche que los esperaba con pasos lentos y apesadumbrados. Nada tenía sentido últimamente, y se odiaba porque después de todo lo que había sucedido, todavía seguía haciendo sufrir a las personas que más quería. Podía apreciar la preocupación reflejada en los rostros de su padre y su hermana, de su cuñado, de los amigos que aún estaban a su lado. Y no importa lo grande que fuera el dolor de todos ellos, ella seguía siendo la principal preocupación de toda esa gente. Y se odiaba porque no se lo merecía, y a pesar de todo no la dejaban sola, la arropaban para ayudarla a seguir adelante.
Se sentó en el asiento de atrás del coche de su padre y trató de dejar de nuevo su mente en blanco, mientras las calles se iban sucediendo una tras otra a través de su ventanilla. Fue un recorrido corto, y un cuarto de hora más tarde su padre paraba el automóvil en su destino, girándose hacia ella y suplicándole con la mirada que reconsiderara su decisión.
-Estaré bien, Papá. -le dijo, intentando inyectar algo de afecto en sus palabras y fracasando estrepitosamente. Ya no sabía como demostrar afecto, era como si su corazón se hubiera quedado vacío.
Don Lorenzo iba a protestar otra vez, pero Lola negó con la cabeza a la vez que le dedicaba a su hermana una sonrisa cargada de cariño y comprensión.
-Prométeme que nos llamarás si te sientes sola. -fue lo único que le exigió a Silvia, que no pudo hacer más que asentir, a la vez que apretaba la mano de su hermana antes de bajarse del coche.
-Silvia -La pelirroja ya había dado un par de pasos cuando la voz de Lola llegó a sus oídos, y se giró para ver cómo su hermana se bajaba del coche y se aproximaba a ella-. Cariño mío -le dijo, aguantándole la mirada-. Tú sabes que todos te queremos, ¿verdad?
Y acompañó esas últimas palabras con un roce del dorso de su mano sobre la frente de su hermana pequeña, que a pesar de creer que era imposible llorar más, tuvo que recoger un par de lágrimas de sus ojos ya hinchados de tanto llanto. Pero estas eran lágrimas de rabia, porque no quería escuchar eso, le hacía más daño si cabe. Deberían odiarla, pero no lo hacían, y la culpa se hacía más y más grande en el pecho de Silvia.
Lola seguía observándola con preocupación, intentando transmitirle con su mirada todo ese afecto del que le hablaba. Pero Silvia no estaba receptiva, se limitó a apretar de nuevo la mano de su hermana para acto seguido girarse y desaparecer en el interior del edificio.
Cuando Lola regresó al coche, pudo ver que el rostro de su padre mostraba el mismo gesto impotente que el suyo propio. -Démosle tiempo, Papá. Aún es demasiado reciente como para que… -Las palabras de Lola se ahogaron en un sollozo.
-Claro que sí, hija -le dijo mientras le besaba la frente-. Le daremos todo el tiempo del mundo.
Mientras tanto, Silvia salía del ascensor y se dirigía hacia la puerta, entrando y cerrándola tras de sí; apoyándose sobre ella al tiempo que sus ojos recorrían de nuevo la estancia. Cerró los ojos intentando obviar el hecho de que ninguna voz la recibía, sólo silencio. Un silencio que la corroía por dentro.
Un par de segundos después, volvió a abrirlos para dirigirse hacia el único lugar que todavía le ofrecía consuelo en medio de tanto dolor.
-Amor -susurró al tiempo que se acurrucaba a su lado, reposando su cabeza sobre su pecho-. Tienes que despertar -le dijo entre sollozos que hacían que su cuerpo se estremeciese-. Porque si no despiertas, me perderé para siempre en estas sombras que me consumen, Pepa.
Y entre lágrimas, el cansancio se apoderó de su cuerpo que se rindió al sueño, con la nana del sonido constante del respirador que mantenía a su mujer con vida, entre sus brazos, aunque todavía muy lejos de ella.
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Capítulo 6