Sep 01, 2024 16:54
De la mano, seguí a la niña.
A tropezones, tratando de igualar su carrerilla y encorbado por la diferencia de nuestras alturas, crucé pasillos, bajé escalones, atravesé puertas y fuí vomitado por el castillo hacia un jardín desconocido. Alcé la mirada hacia el cielo, bañándome en la solacea que atravesaba los enormes árboles. Olía a rocío y a flores y a tierra y dulces.
Mi mano, sorprendentemente vacía, me alertó que mi secuestradora se había adelantado.
"¡Vamos!" me animó, con una sonrisa enorme, varios pasos delante de mí.
El camino estaba flanqueado por un verdor esponjoso, de entre cuya suavidad estallaban colores rosaceos y lilaseos, salpicados de petalos amarillos y largos pistilos rojos. Con mi mano acaricié el arcoiris, que al tacto estornudaba polen brillante.
"¿Dónde estamos?" Le pregunté a la niña, capturado por la belleza de los detalles.
"En mi jardín" respondió ella simple, clara, manos en la cintura y piernas separadas. Había subido al borde de una fuente, cuya base tenía una moteada capa de musgo.
"¿Tú jardín?" pregunté, caminando hacia ella. El camino era rústico, sin adoquines, sin embargo de alguna forma la vegetación sabía bien que no debía cubrirlo. ¿Sería la huella del ir y venir de esos zapatos rojos?
"Puedes quedarte, si quieres. A veces llueve, pero estas hojas son grandes, ¿ves? Con ellas puedes cubrirte." Me enseñó. De puntillas, alargó sus manos hasta alcanzar el verde de un árbol, cubriéndose con él y sonriéndome.
"¿Vives aquí?" pregunté yo, rodeando la fuente para contar sus nenúfaros. Una rana saltó al estanque, provocando la dispersión de decenas de carpas anaranjadas.
Ella no respondió. Comenzó a caminar por el borde de la fuente, siguiéndome, un pie detrás del otro y extendiendo sus alas para guardar el equilibrio.
"¿Te quedarás?" insistió ella.
Esta vez yo no respondí. Era hermoso. Realmente, hermoso.
Cerré los ojos y escuché el silencio. El volar de una libelula. El zumbido de las moscas. Las burbujas de las carpas.
"Puedo venir a visitarte." Hablé.
"Estás sonriendo" se rió ella. Y abrí los ojos y la vi frente a mi, muy cerca, su rostro felino feliz.
"Es un bello lugar" le respondí, sintiendo calor en las mejillas. Ser encontrado así me hacía sentir como un crío. El palacio se había vuelto un lugar ruidoso, y las tormentas se colaban por entre las cortinas. "¿Dices que llueve, a veces?" aparté mi rostro, viendo el camino recorrido.
"Si. De ves en cuando. A las plantas les gusta la lluvia. A mi no me gusta tanto; me da frío... pero cuando sale el sol, ¡oh! ¡se siente tan bien! Me encanta secarme al sol." Ahora ella cerraba los ojos, inhalando la fragancia de su refugio.
No pude evitar preguntarme cuánto sol sería ese. Los enormes árboles que se erguían sobre nuestras cabezas hacían una cúpula verde, cuyas hojas sonaban como cascabeles con la brisa. El único claro era la fuente de agua, dónde los ases de luz se veían perlados por el polen de las flores.
"Intuyo que no traes mucha gente aquí" sonreí, recuperando la compostura lo suficiente para entender que mi cabello debía ser un desastre luego de la carrerilla.
"No mucha." Aceptó ella, enigmática. Y luego se sacó sus zapatos, los dejó a un lado y metió los pies en la fuente, moviéndolos delicadamente y asomando de vez en vez los dedos para verlos destellar por la humedad.
"Yo elijo quien puede venir y quien no. Y tú puedes venir, ¿bien? Pero debes ser educado. Cuando vengas, toca la puerta y pide permiso. Esperarás a que yo te de permiso y dirás 'muchas gracias, milady'". Instruyó ella, sin mirarme.
Yo asentí, obediente, innegablemente encantado por mi anfitriona.
"Tú también puedes visitar mi cuarto." Respondí, cortés.
"Lo sé." Se rió ella, como si hubiera dicho una tontería. "Pero no esperes que toque la puerta o pida permiso. Yo iré cuando quiera. A veces sabrás que estoy allí y otras veces no. Cuando creas que estoy allí, ofréceme té y galletas. Si estoy de buen humor, te dejaré verme." Siguió instruyendo, con mucha seriedad. Claramente para ella era un asunto importante, e hice mi mejor esfuerzo para mantener un rostro formal pese a la dulzura que provocaba en mi pecho.
"Así lo haré" asentí, obediente.
Ella arrugó la nariz, y me miró con enfado.
Tardé un instante.
"Así lo haré, milady" respondí de nuevo, más ceremonioso.
Y entonces ella sonrió. Y brilló. Y su sonrisa iluminó la fuente, a los peces, sus rodillas, el camino y los árboles.
Ahí está el sol, pensé.