Título: Baby, be brave
Fandom: Los Juegos del Hambre
Personajes: Finnick Odair, Annie Cresta, Mags, diferentes OC.
Rating: PG-13
Resumen: Lo único que podía vislumbrar en la niebla de su memoria era el rostro amable de Annie entre una confusión de colores y sonidos.
Nota de la autora: Esta es mi aportación al BigBang Multifandom de
fandom_insano. Ha sido el trabajo de, prácticamente, todo el verano. Tanto mío como de mi queridísima beta,
shiorita. A ella quiero agradecerle toda la paciencia que ha tenido conmigo y los tirones de orejas. Espero que tengáis compasión. El beteo final ha andado un poco corto de tiempo y hemos tenido bastantes problemas técnicos, así que espero que lo comprendáis y también que os guste.
Advertencias: PRE-SERIES
Alguien llamó suavemente a la puerta. Finnick, tumbado sobre la cama mirando hacia el techo, giró la cabeza y alzó una ceja. Ya era tarde, pasadas las once de la noche, y ya les habían mandado a todos a dormir. Estaba completamente convencido de que era el único paciente que se encontraba despierto a esas horas, pero sólo era por lo distinto de sus hábitos de sueño.
-Adelante -dijo en voz baja, pero lo suficientemente alto como para que la persona que estuviera al otro lado pudiera oírlo.
La puerta se abrió lentamente. Una cabeza de pelo moreno apareció por la rendija. La doctora Millis sonrió.
-¿Puedo pasar?
-Por supuesto -dijo Finnick, incorporándose sobre la cama. Echó un vistazo a la mesilla y comprobó con alivio que ya había hecho desaparecer la medicina de esa noche por el lavabo. Kenny pasó al interior de la habitación y cerró la puerta a sus espaldas, sin perder la sonrisa. Se había quitado el uniforme y llevaba puesta la ropa de calle; hacía una hora que había terminado su turno-. ¿Qué haces por aquí? Pensé que ya te habrías marchado.
-Me quedé revisando unos informes. En realidad ya me iba, pero he decidido pasar a ver qué tal te encuentras -avanzó un par de pasos hasta la cama y después se sentó a su lado.
-Estoy perfectamente, gracias.
-Me alegro. ¿La medicación está surtiendo su efecto, entonces?
-Eres tú la que debe decírmelo, ¿no crees? Para eso eres mi doctora -sonrió, y Kenny le devolvió la sonrisa. La verdad era que la doctora Millis estaba preciosa cuando sonreía.
Seguramente había sido por eso por lo que no le había supuesto ningún sacrificio encargarse de ella. Y con eso se refería a emplear sus métodos de convicción con aquella mujer. Era guapa, amable y cercana, así que ganarse su confianza no había resultado un problema. Y fingir interés nunca lo había sido.
Se inclinó hacia ella sin dejar de sonreír y le miró a los ojos. Pudo notar cómo las mejillas de Kenny se sonrojaban ligeramente, pero ella no apartaba la mirada. Le gustaba aquello, o al menos estaba cómoda, podía notarlo. Se había acostumbrado a notar cuándo las personas estaban cómodas y cuándo no si se acercaba; era parte de su trabajo.
Lentamente, dejó que sus labios descansaran sobre los de ella. Eran blandos, cálidos y suaves y era más que agradable besarlos. Al principio, Kenny se sorprendió. No debía ser muy normal que uno de tus pacientes se inclinara hacia ti y te besara suavemente. Pero no tardó en abalanzarse sobre él y derribarle, dejándole tumbado en la cama. Se sentó sobre sus caderas sin dejar de besarle y apretarse contra él, cuerpo contra cuerpo.
No sólo eran sus labios lo que estaba caliente, si no también su piel debajo de la ropa. De hecho, ardía, y tenía la sensación de que a él le pasaba lo mismo, así que no tardó en desnudarse y en hacer lo propio con ella. Se enredaron encima de la estrecha cama, procurando no hacer ruido para no despertar al resto de pacientes. Kenny ahogó los gemidos en la garganta cuando él la mordió, la lamió y la penetró y ambos acabaron en silencio.
Se moría de ganas por suplicarle que le ayudara con Annie cuando ella se levantó de la cama y empezó a vestirse, pero sabía que era demasiado pronto. Sólo una noche no bastaba para camelarse a Kenny Millis, de eso estaba completamente seguro.
-Bueno, Finnick -dijo cuando ya se había puesto el abrigo. Fuera, en el mundo paralelo a la clínica, ya había empezado el invierno, y el viento soplaba, frío y cortante, al doblar una esquina-. Me tengo que ir. Mi hijo se extrañará si llego tan tarde a casa.
Finnick asintió desde la cama. Se observaron durante unos segundos y luego Kenny sonrió, se dio la vuelta y desapareció por la puerta de la habitación. Una vez solo, se preguntó cuánto tiempo haría falta para conseguir ablandar a Kenny, para que estuviera a punto de caramelo y consintiera hacer cualquier cosa para ayudarle, incluso firmar un papel que dijera que era recomendable para él marcharse a su distrito por una temporada.
Suspiró, dándose cuenta por primera vez de que si todo salía mal, no tendría otra oportunidad. Seguramente, incluso le expulsaran de la clínica y Kenny Millis ni siquiera le dirigiría la palabra de nuevo, algo que veía completamente normal. Así que su plan tenía que salir a la perfección.
Se durmió pensando en Annie, como la mayoría de las noches que llevaba ingresado en la clínica. A la mañana siguiente, se despertó tiritando de frío, aunque ya habían encendido la calefacción días atrás. Por la ventana entraba una luz blanquecina e intensa. Se levantó, se vistió y se sentó sobre la cama mientras esperaba a que las enfermeras dieran permiso para bajar al comedor a desayunar.
Era así todos los días. Se levantaba, iba a desayunar con el resto de los pacientes. Después tenían terapia o reconocimiento médico, comían, actividades grupales, cena y a la cama. Durante todo el día procuraba no mirar más de lo necesario a los demás, porque cuando lo hacía, se sentía rastrero.
Era como si sus miradas perdidas, las expresiones vacías de sus rostros y sus silencios le acusaran continuamente de querer hacerse pasar por uno de ellos. Había un paciente en especial, uno con el que comía siempre, que no hablaba nunca, pero que cuando le miraba, le daba la sensación de que iba a conocer sus más íntimos secretos. Incluso los que ni él mismo sabía.
Allí, ante sus miradas, se sentía desnudo y culpable. Y triste. Porque él, sin saber cómo, había conseguido librarse de lo que fuera que les había atacado con tanta violencia a ellos, dejándoles como estaban. Y, aun así, había decidido por sí mismo volverse uno de ellos para salvar a una chica.
Y así, día tras día. Evitaba tomarse las pastillas y notaba cómo iba mejorando, mientras las miradas de los demás pacientes le perseguían y le incriminaban con su silencio.
La ventaja que ocultaba su engaño era que cada uno llevaba su locura de una manera distinta; la suya era sonreír y hablar, o eso pretendía hacer creer al resto del mundo.
Y, de ese modo, pasaron los días y las semanas desde que se acostara con Kenny la primera vez. La mujer seguía yendo a hacerle visitas cuando le tocaba de tarde o de noche y se metía en su cama, desnuda y caliente. Cuando la penetraba, conseguía olvidar las miradas de los pacientes y sus silencios, conseguía incluso olvidarse el motivo por el que había ingresado en la clínica. Sólo cuando terminaban, jadeantes y sudorosos, y Kenny se levantaba de la cama para vestirse y marcharse, se acordaba del motivo de todos sus actos.
Annie.
Así que un día, de repente, pensó que era un buen momento para hablar con Kenny.
Era bien entrada la noche. Ella tenía turno nocturno y había ido a su habitación poco después de haber llegado a la clínica. En ese momento, se vestía para irse a su casa, una vez terminado su turno.
-Oye, Kenny… -murmuró, mientras la mujer se abrochaba la blusa-. Tengo que pedirte un favor.
Las manos de Kenny se pararon en los botones de la blusa, y se giró hacia él. Le miró con una ceja alzada. Podía notar su intriga, latente. Todavía tenía las mejillas sonrojadas y el pelo revuelto.
-Dime -dijo, solamente. Él la observo, intentando encontrar las palabras adecuadas.
-Necesito que me ayudes a viajar al distrito 4.
Kenny soltó una pequeña risita incómoda e incrédula.
-¿Perdón? ¿He oído bien?
-Me temo que sí.
-¿Y por qué se supone que quieres volver a tu distrito? No te queda nada allí. Tu futuro y tu vida actual, todo, está aquí, en el Capitolio. Tu trabajo, tus redes. Incluso yo. Allí en el distrito 4 no tienes los cuidados médicos que tienes aquí y que, como tu médico, sé que necesitas.
-Pero es que no pretendo marcharme de aquí sin atención médica. Además, en el distrito hay alguien…
-Ah… ahora todo tiene mucho más sentido. ¿Así que alguien, eh? ¿Quién es? ¿Un familiar? ¿Una chica?
-Una antigua vencedora -dijo Finnick, simplemente-. Necesito ayuda, Kenny, no te puedes imaginar lo que está sufriendo…
-Lo peor es que sí que puedo. Trabajo con gente como ella, ¿recuerdas? -Señaló con la cabeza hacia la puerta-. ¿O te tengo que recordar dónde estamos, Finnick?
-No hace falta… -dijo. Avergonzado, apartó la mirada. Había pensado que sería más fácil-. Pero Annie no tiene el mismo acceso a este lugar como yo o todos los que están ahí fuera. Es una chiquilla del distrito 4, débil y enferma, que ganó por suerte y de la que nadie se acuerda. Necesita ayuda, Kenny. Por favor.
La doctora suspiró.
-¿Pretendes que me arriesgue? ¿Que te acompañe? ¿Y que le diga a Snow que tienes que irte? -Por supuesto, lo primero que la clínica había hecho cuando Finnick ingresó fue llamar al Presidente para avisar de que no de sus chicos estaba ingresado por un pequeño problema de desequilibrio psicológico, algo de lo que no había que preocuparse demasiado-. Snow no estará de acuerdo, Finnick, y tú lo sabes.
-Si lo dice un médico, puede que sea razonable.
-Puede. Desde luego que puede, pero no es fácil.
-Tienes razón, Kenny, no te lo puedo negar, pero eres mi única posibilidad.
No iba a suplicar. Se lo pediría por favor todas las veces que fuera necesario y se la llevaría a la cama siempre que ella quisiera, pero no iba a ponerse de rodillas y suplicar por su favor. Eso jamás.
Kenny suspiró de nuevo y se terminó de abrochar la blusa en silencio. Finnick la miró desde la cama, pensando que se iría sin decir nada. La única luz de la habitación procedía de la lamparita que había sobre la mesilla, que le daba un tono ambarino a la piel de Kenny, a la vez que su expresión se hacía más cálida, a pesar de tener el ceño fruncido.
-Nos vemos, Finnick -se despidió. Él la miró, incrédulo. Pensaba que ya la tenía, que había conseguido convencerla del todo para que le ayudara. Pero se iba.
La doctora cerró la puerta a sus espaldas y Finnick sintió cómo la incredulidad iba sustituyendo a la rabia poco a poco. Le entraron ganas de pegar a cualquier cosa que hubiera en la habitación hasta que se le descarnaran los nudillos y la sangre le corriera por los brazos, pero se contuvo y se tumbó en la cama para intentar dormir.
Se dio cuenta de que los dos días siguientes, Kenny libraba. No podría verla e intentar convencerla. Cuando volviera al trabajo, todo se habría diluido y hablar de nuevo del tema con ella sería una pérdida de tiempo. La había perdido, y también la única posibilidad que se le había ocurrido para ayudar a Annie. Tendría que pensar algo nuevo.
Pero, la noche que Kenny volvió a trabajar, entró en su habitación de improviso. Se quedó con la espalda apoyada en la puerta y mirándole.
-Está bien -concedió. Una sonrisa se dibujó en los labios de Finnick-. Lo voy a intentar. Hablaré con el director de la clínica con la excusa de que pienso que, para ti, es la mejor manera de finalizar el tratamiento. Él se encargará de hablar con Snow. Te irás al distrito 4, siempre y cuando se te permita, y yo te acompañaré para vigilar el final de tu tratamiento.
-Y… ¿ayudarás a Annie?
-Lo intentaré. Pero no prometo nada.
Finnick se levantó de la cama y se abalanzó a abrazarla. La estrechó con fuerza contra su pecho.
-Gracias… -murmuró-. Muchísimas gracias. No sabes lo que significa para mí.
-Me acerco… -la voz de Kenny sonó ahogada-. Pero no te hagas ilusiones. No hay nada seguro.
†
Las gachas de avena que le había preparado Mags esa mañana ya se habían quedado frías y pegajosas. La manzana todavía esperaba encima del mantel a que se decidiera a comérsela, pero aquella mañana se había levantado sin hambre. Removía las gachas con la cuchara, con la mirada perdida en ellos y las rodillas recogidas contra el pecho.
-¿Todavía estás así, Annie? -Preguntó Mags desde la puerta de la cocina-. Hace una hora que salí de casa y sigues igual.
Annie se encogió de hombros, sin mirar a Mags.
-No tengo hambre. Y tampoco tengo prisa. No hay nada que hacer.
Mags suspiró. Siempre había algo que salía mal con Annie. Aquella mañana se había levantado relativamente animada y había dormido bien, pero no tenía hambre. Y eso que siempre le habían gustado las gachas de avenas. Cuando tenía miedo y se enterraba entre las mantas, con la cabeza metida debajo de la almohada, el olor de las gachas era lo único que conseguía hacerla salir de la cama y sonreír.
Pero aquella mañana parecía que era todo lo contrario.
Con Annie una nunca sabía. Era una caja llena de sorpresas, a veces agradables y otras todo lo contrario. Pero era una buena chica, y no podía evitar sentir lástima por ella. Tan débil, tan sola… Había prometido cuidarla, pero se le escapaba de entre los dedos como el agua y ahora era incontrolable.
Cuando la oía llorar por las noches a través de la puerta de la habitación sentía una mezcla de pena y rabia. Pena porque nadie podía hacer nada por una chiquilla rota e incompleta como ella; y rabia porque no se merecía lo que había recibido.
Dejó la comida que había comprado en el mercado aquella mañana sobre la mesa, junto a Annie, que seguía mirando las gachas poco convencida.
-Si no te las vas a comer, dámelas, que las guardo con las que han sobrado. Pero al menos tómate la manzana.
Annie apartó el plato de gachas con cara disgustada y Mags lo cogió. Ya lo cenaría en otro momento. Vio de reojo cómo la chiquilla cogía la manzana y le daba un mordisco, aunque no parecía muy propensa a terminársela.
Llamaron a la puerta.
-Voy -dijo Annie a sus espaldas. Oyó que la chica se levantaba de la silla y andaba hacia la entrada, arrastrando los pies.
Seguramente fuera el panadero, que venía todas las mañanas a entregarles el pan recién salido del horno. O algún otro tributo ganador. A veces se pasaban a visitar a Annie y le daban tartas y pasteles de manzana. Todos en la Aldea de los Vencedores sentían una ternura extraña hacia la chiquilla loca que gritaba un par de casas más abajo y que, en alguna ocasión, corría por las calles bajo la lluvia, chillando y llorando. Todos la querían.
Oyó cómo Annie abría la puerta, pero no se escuchó ninguna voz.
-¿Annie? ¿Quién es, Annie?
No recibió respuesta, y siguió sin oír voz alguna que llegara de la entrada. Dejó la bolsa de las verduras y se dirigió a la puerta de la cocina para ver quién había venido a visitarlas. Cuando se asomó al pasillo y vio su figura recortada contra la luz que entraba desde la calle, comprendió el silencio de la chica.
-No puede ser…
Santo cielo, sus plegarias habían sido escuchadas. Arrastró las piernas, viejas y destrozadas por el paso de los años, por el pasillo lo más rápido que pudo. Cuando estuvo frente a él, alzó las manos hacia su rostro y le acarició las mejillas. Annie estaba abrazada a él, con el rostro oculto por el pelo, pero apostaría todo lo que tenía a que estaría llorando como la niña que era.
-Eres tú, Finnick. Por los cielos, eres tú… -murmuró Mags, con los ojos encharcados en lágrimas.
Había adelgazado, pero, desde luego, seguía siendo él. Sus ojos, su pelo cobrizo brillando al sol, sus piernas largas y sus hombros algo anchos para lo estilizado que era. Tenía los brazos entorno a Annie y la apretaba con fuerza contra su pecho, pero la miraba a ella, a punto de llorar.
-Si, Mags. Soy yo.
†
Había soñado despierta con ese momento desde que volvió al distrito 4, a su nueva casa, con Mags, hacía un par de años. Lo único que había querido durante ese tiempo fue abrazar a Finnick, llorar en su pecho, y olvidarlo todo. De alguna manera, tenía la ciega esperanza de que la única posibilidad que tenía de salvarse pasaba por tener a Finnick allí, a su lado.
En el mismo momento en el que le abrazó, fue como si todo se iluminara de repente. Las sombras desaparecieron poco a poco, retirándose de su alrededor hacia su mundo, y los monstruos también fueron retrocediendo junto con la oscuridad. De repente, sólo había luz. Y Finnick, por supuesto.
Sólo se dio cuenta de que estaba llorando cuando él le levantó la cabeza y vio su rostro borroso. Se frotó los ojos húmedos y le volvió a mirar, mientras lloraba y sonreía al mismo tiempo.
-Ey, Annie -Finnick sonrió-. ¿Qué tal, pequeña?
-Estás aquí… -fueron las únicas palabras que se sintió capaz de articular.
-Claro que si, Annie, pequeña. No podía estar tan lejos.
Estaba casi segura de que Finnick había dicho algo más, pero no alcanzó a escucharlo, porque se volvió a enterrar en su pecho y empezó a llorar todas esas lágrimas que le debía. Se aferró a su camiseta con fuerza, agarrando la tela con fuerza. Musitó su nombre, pero tuvo la impresión de que nadie la oyó.
-Vamos, pequeña -oyó que decía Finnick, y levantó la cabeza-. Entremos en casa. Me muero porque me cuentes cosas.
†
Había anochecido hacía algo más de dos horas y Annie ya estaba dormida en su cama. Kenny le había advertido de que, por cómo creía que estaba la chica, su llegada le alegraría y le desequilibraría. Las personas como ella necesitaban rutina, y cuando algo o alguien aparecían de repente y la trastocaban, aunque fuera un mínimo, se sentían desorientados y más cansados de lo normal.
Dormida, a pesar de que había adelgazado una barbaridad esos años y de que su pelo había crecido demasiado, estaba preciosa. Seguramente era el único momento en el que su rostro expresaba algo de paz y tranquilidad, excepto cuando tenía pesadillas, supuso.
Se apoyó en el marco de la puerta y siguió observándola, con una sonrisa bobalicona pintada en los labios. Estaba tan perdido en Annie que ni siquiera oyó acercarse unos pasos a sus espaldas.
-Estás enamorado de ella, ¿verdad? -Dijo la voz de la doctora, colocándose junto a él, mirando también hacia el interior de la habitación, iluminada sólo por la luz que entraba del pasillo
-Puede -respondió Finnick.
-Te lo veo en los ojos… Además, es difícil mentir a un psicólogo. Somos una suerte de videntes -sonrió, amargamente.
-Creo que estoy enamorado de ella desde que el momento en el que la vi subir al aerodeslizador que fue a buscarla a la arena. Antes había pensado que simplemente que se trataba solo de un instinto sobreprotector, pero entonces… No sé cómo describirlo. No sé siquiera cómo me di cuenta o si estoy equivocado -volvió la cabeza hacia Kenny y la miró a los ojos-. Sólo sé que lo arriesgaría todo por ella.
-¿Incluso tu vida? -Preguntó ella, achicando levemente los ojos.
-Incluso mi vida, supongo… -Finnick miró de nuevo hacia la habitación. Annie se revolvió en su cama, se movió un poco, y luego se quedó tranquila. Kenny y él se quedaron en silencio, observando el interior en penumbra de la habitación.
-Finnick… lo siento -él se giró para mirarla y alzó una ceja, extrañado-. No me mires así, lo siento de verdad.
-¿Qué sientes exactamente, Kenny?
-No sé… todo esto. Yo no sabía que tu vida era así. Pero mírate, resulta que tienes una chica a la que amas e intentas proteger cueste lo que cueste. En ningún momento me imaginé que Finnick Odair, aquél del que hablan a la vuelta de la esquina, iba a tener escondido algo como esto.
-Es parte de la trampa -una media sonrisa se dibujó en sus labios-. Consiste en no hacer ver lo que tienes, en crear un disfraz que oculte por completo lo que está más allá de tu rostro o tu apariencia. El mío resultó ser el de un chico de compañía de Snow, complaciente, obediente y silencioso. ¿Quién va a decir que alguien como yo está enamorado de una niña loca que ni siquiera tiene control sobre sus emociones? -Kenny asintió levemente-. Bueno, supongo que eso es bueno. Quiere decir que el engaño ha funcionado.
-¿Con todo el mundo? ¿Crees que todo el mundo se lo ha tragado?
Finnick se encogió de hombros, con una expresión amarga en el rostro, donde antes había lucido una media sonrisa pícara.
-No lo sé. Sinceramente, y aunque me dé miedo, no sé quiénes se han creído el engaño y quiénes no. Al igual que yo tengo mi disfraz, la mayoría de la gente en el Capitolio tiene uno. Ocultan las cosas, incluso lo más obvio. Porque, al fin y al cabo, todo el mundo tiene algo que proteger, ¿verdad? Algo por lo que arriesgarse.
Se volvieron a quedar en silencio, observándose a la luz del pasillo. La casa estaba en
silencio. Mags se había ido también pronto a la cama: era una mujer mayor y el día al completo le había agotado. El único sonido que alcanzaba a oír Finnick era la respiración de Annie y el repiquetear de la lluvia contra las ventanas. El invierno también había llegado al distrito 4.
Kenny suspiró.
-Bueno, Finnick… me voy a la cama -dijo y comenzó a andar por el pasillo hasta la habitación de invitados que Mags le había preparado.
-Oye, Kenny -le llamó Finnick, cuando estaba cerca de la puerta del cuarto. Ella se volvió y lo miró-. Siento haberte utilizado.
Ella negó con la cabeza y sonrió, quitándole importancia.
-No te preocupes. Buenas noches -y procurando hacer el menor ruido posible, entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.
Cuando se quedó solo, Finnick volvió a mirar a Annie. Yacía hecha un pequeño ovillo sobre la cama, abrazada con fuerza a la almohada. Se preguntó si la chica se habría dormido pensando que era él al que se aferraba. No pudo evitar sonreír.
Bostezó, cansado. Había sido un día largo y la noche anterior apenas había dormido. Arrastró los pies hacia el interior de la habitación de Annie y se deslizó entre las sábanas hasta que sintió su delgado cuerpo caliente pegado al suyo. Le pasó un brazo por la cintura y se abrazó a ella, pegándose a su espalda. Su pelo olía a sal, aunque seguramente hacía mucho que no se metía en el mar. Se preguntó si le tendría miedo, después de lo sucedido en la área. Se preguntó si vivir donde vivía le hacía enloquecer aún más.
Se lo preguntaría a Kenny, si se acordaba. Pero, mejor, en otro momento.
A la mañana siguiente, cuando se despertó, la luz que entraba por la ventana le acariciaba el rostro. Giró la cabeza y vio a Annie, acurrucada contra su torso, dormida todavía. No pudo evitar sonreír. Se movió ligeramente, intentando no despertarla, pero la chica abrió los ojos enseguida.
-Buenos días, pequeña -dijo Finnick, con una amplia sonrisa. Ella le devolvió el gesto y se abalanzó a abrazarse a su cuello.
-Buenos días -le susurró. Después, le besó en los labios. Fue un beso dulce, corto e inocente, pero bastó para que le empezara a latir el corazón a toda velocidad. A él, que había besado a tantas mujeres que había perdido la cuenta-. ¡Me muero de hambre! -Exclamó después, alegre, y saltó de la cama.