Título: Baby, be brave
Fandom: Los Juegos del Hambre
Personajes: Finnick Odair, Annie Cresta, Mags, diferentes OC.
Rating: PG-13
Resumen: Lo único que podía vislumbrar en la niebla de su memoria era el rostro amable de Annie entre una confusión de colores y sonidos.
Nota de la autora: Esta es mi aportación al BigBang Multifandom de
fandom_insano. Ha sido el trabajo de, prácticamente, todo el verano. Tanto mío como de mi queridísima beta,
shiorita. A ella quiero agradecerle toda la paciencia que ha tenido conmigo y los tirones de orejas. Espero que tengáis compasión. El beteo final ha andado un poco corto de tiempo y hemos tenido bastantes problemas técnicos, así que espero que lo comprendáis y también que os guste.
Advertencias: PRE-SERIES
Capítulo 3
Ya estaba. Todo había pasado. Había sido una horrible pesadilla, llena de sangre y oscuridad, de monstruos y fantasmas. Nada de eso era real, ¿verdad? Todo había sido un mal sueño, sólo eso. En cuanto abriera los ojos, su habitación en la casa de la Aldea de los Vencedores estaría llena de luz y, si tenía suerte, hasta los pajarillos cantarían al otro lado de la ventana, dándole los buenos días.
Se sorprendió a sí misma con los ojos apretados y las manos fuertemente aferradas a su pelo, tanto que se hacía daño en el cuero cabelludo. Poco a poco, e intentando convencerse a sí misma de que nada malo estaría ahí fuera cuando abriera los ojos, fue relajando los músculos, tensos por la pesadilla. Levantó los párpados lentamente, al mismo tiempo que se soltaba el pelo. Luz, luz, tenía que haber luz…
La habitación estaba completamente a oscuras, demasiado. ¿Por qué no había luz? ¿Por qué todo estaba en silencio? El corazón, que se había calmado después de despertarse, empezó a cabalgarle dentro del pecho y a martillearle en los oídos. Se volvió a tapar las orejas, pero seguía oyendo aquel ruido insistente y machacante.
Se le agitó la respiración. Quería luz. Lo único que quería era luz y pajarillos piando al otro lado de la ventana. ¿Acaso seguía ahí dentro, en su horrible pesadilla? ¿Acaso no había conseguido despertar?
Gimió y apretó los ojos con fuerza. Gimió, gimió y volvió a gemir, cada vez más alto, hasta que se convirtió en un chillido agudo y suplicante. Las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas y mojaron la almohada.
Y, de repente, unas manos la aferraron por la espalda. No sabía de quién podían ser. No había oído pasos, ni la puerta abrirse, ni a nadie pronunciar su nombre. Pero ahí estaba, agarrándola con fuerza e intentando que dejara de forcejear. Se la querían llevar de allí. Esas manos pretendían levantarla de la cama y sacarla de la casa, de su casa, de la seguridad, y sacarla al mundo donde los monstruos la comerían.
-¡MAAAAAAAGS! -Su grito rasgó el silencio que había en la habitación. Empezó a suplicar en voz baja a la sombra que le aferraba por la espalda con brazos fuertes que la dejara, que se fuera, que ella no tenía nada para ellos, para los monstruos. Volvió a chillar, pero la única respuesta que tuvo fueron los susurros de las sombras, que pronunciaban su nombre como si fuera un suspiro.
Pataleó y se empezó a revolver encima de la cama, con la esperanza de que aquellas manos la soltaran si se resistía y luchaba.
-Annie… Annie… -susurraban las voces de las sombras, pero ella intentó no escucharlas, porque sabía que si lo hacía estaba perdida-. Annie…
Siguió pataleando. Le pareció que uno de aquellos golpes encontró carne y hueso, y que la reacción de las manos fue aflojarse un poco. Hizo fuerza con los brazos, que dejaron de tapar sus oídos, para liberarse. Empezaba a oír las voces más claras que nunca, pronunciando su nombre, susurrándolo junto a su cabeza, intentando hipnotizarla para que se dejara llevar. Pero ella no lo haría. Forcejeó todo lo que puedo y, al final, la presa de las manos de las sombras se deshizo como humo.
Tomó una bocanada de aire y, a ciegas y con los ojos y las mejillas llenas de lágrimas, se levantó de la cama y empezó a correr.
-¡Annie! -Gritó una voz conocida a sus espaldas, pero ella ya estaba bajando las escaleras de su casa, antes segura.
Chocó con la puerta de salida. Todo estaba a oscuras y no veía por dónde iba, pero al abrir, una luz tenue entró desde la calle: las farolas estaban encendidas, aunque más allá de los círculos de luz que proyectaban en el suelo, todo eran sombras y monstruos. Descendió los escalones de entrada de la casa y se paró en medio de la calle, dándose cuenta de que caía una fina llovizna.
Miró al cielo, oscuro. Las gotas de agua se le metían en los ojos y le empezaban a empapar el pelo enmarañado y el pijama, pero a ella le daba igual. Allí fuera había luz, y los monstruos no se atreverían a pasar a la zona iluminada. Eran monstruos, vivían en las sombras.
-Annie -dijo alguien a sus espaldas, sobresaltándola. Se dio la vuelta y vio el rostro amable y lleno de arrugas de Mags, con el ceño fruncido-. Annie, ¿qué ha pasado?
Las lágrimas empezaron a cegarle los ojos de nuevo. Se tambaleó, pero los brazos de Mags llegaron antes de que las piernas le fallaran y se cayera al suelo. El pecho de la anciana era cálido, suave y blando, y su abrazo era reconfortante.
-Las sombras… las sombras… -murmuró contra el pijama, algo húmedo, de Mags, mientras la mujer empezaba a caminar hacia el interior de la casa-. Las sombras…
†
No podía dejar de mirar la carta que tenía entre las manos, aunque no era capaz de enfocar del temblor que le había invadido. Se sentó, o más bien se derrumbó, sobre una de las sillas de la cocina, y dejó que la carta cayera encima de la mesa.
Quería volver a leerla, quería verificar si no se había vuelto loco y había leído lo que de verdad estaba escrito. Quería, pero no debía. Aún así, lo hizo.
El trazo de las letras era rápido, nervioso, como si tuviera mucha prisa. Y le pedía ayuda. Era más, se la suplicaba; podía leerlo entre líneas. Finnick bufó, entre enfadado y frustrado. ¿Ayuda? ¿Y qué podía hacer él? Estaba allí, encerrado, atado de pies y manos en el Capitolio, observado en todo momento por mil ojos. ¿Cómo iba a ayudarlas?
Se frotó las sienes. Le empezaba a martillear la cabeza.
El mayor problema era que sabía perfectamente la solución: la clínica. Aquel lugar sería perfecto, pero… imposible. No era un sitio para Annie, precisamente porque no la admitirían. Tal y como había dicho Jacken, sólo entraban los antiguos vencedores de los distritos 1 y 2.
Empezaba a estar consumido por la desesperación cuando llamaron a la puerta. Miró el reloj que estaba frente a él. Era muy pronto, mucho, y no se le ocurría nadie que pudiera estar despierto a esas horas y quisiera visitarle.
Se levantó de la silla haciendo un gran esfuerzo. De repente, se sentía realmente cansado y la perspectiva de tener un visitante en esos momentos hacía que se sintiera muchísimo más cansado. Lo único que le apetecía era gritarle a través de la puerta a su visitante que se fuera y que le dejara en paz y, después, meterse en la cama y enterrar la cabeza debajo de la almohada.
Pero no lo hizo. Observó a través de la mirilla para averiguar quién era su visitante y el rostro de Eleine se la apareció al otro lado, sonriente.
-Abre, Finnick, que sé que estás ahí. He oído la mirilla.
Él obedeció y dejó que entrara en el apartamento.
-¿Qué tal, mi querido Finnick?
No respondió y se limitó a cerrar la puerta. Siguió a la mujer hacia el salón. Mientras, se dio cuenta de que llevaba una carpeta de cartón debajo del brazo.
-¿Qué es eso? -Preguntó Finnick, cuando Eleine se sentó y dejó la carpetilla encima de la mesa. Tenía una cierta esperanza, pero no podía ser que hubiera tardado tan poco. La mujer se encogió de hombros.
-Lo que me pediste que te trajera. Pero sólo te dejaré verlo cuando me hayas traído un café caliente -Eleine sonrió ampliamente y Finnick dio la vuelta sobre sus talones.
Preparó dos cafés, calientes y bien cargados, mientras ella silbaba una alegre cancioncilla que no le sonaba de nada. Cuando le ofreció la taza, sonrió alegremente y dio un pequeño sorbo a pesar de que la bebida soltara humo.
No había pasado ni una semana desde que había quedado con ella en una cafetería cerca de su casa. Entre susurros y palabras clave, le había pedido que investigara algunas cosas para él. Eleine había arqueado una ceja mientras sostenía ante sí un té que olía a frutas.
-Tengo… algunas ideas en mente -le había dicho Finnick-. Pero necesito que me ayudes con los datos del centro.
Eleine no había preguntado por cuáles eran aquellas ideas que tenía en mente, y Finnick tampoco se había molestado en explicárselas. No le parecía el momento ni el lugar, ni necesario para que la mujer hiciera lo que le había pedido. De hecho, cuando menos supiera, mejor. Sus planes prefería quedárselos para sí mismo, a no ser que necesitara de alguien más para llevarlos a cabo.
Dejó la taza de café sobre la mesita, al lado de la carpeta. La cogió y la dejó sobre sus rodillas, mientras la observaba con una mezcla entre curiosidad y miedo. Indeciso. Ahí dentro se encontraba el posible futuro de Annie.
-¡Venga! ¿A qué esperas? No tengo toda la mañana, querido. Aunque no lo creas, las mujeres como yo somos unas personas ocupadas, y tengo que ver a mucha gente hoy.
Él levantó la mirada al tiempo que arqueaba una ceja. Si se paraba a pensarlo, lo único que sabía de Eleine era lo eficaz que resultaba a la hora de averiguar información. No tenía seguro que fuera la informadora de Jacken, pero cuanto más pasaba el tiempo, más convencido estaba de ello.
-No me mires así, Finnick Odair. No me intimidas lo más mínimo. Abre la carpeta.
Eleine le observaba atentamente, vigilando cada uno de sus movimientos; podía sentir su mirada clavada en él cuando agachó la cabeza y alargó la mano para abrir la tapa de la carpeta. Prácticamente vio cómo sonreía cuando lo hizo y leyó la primera página de lo que parecía un detallado dossier.
-Las fichas y los informes de los encargados de la clínica de Snow, tal y como querías -dijo sencillamente, como si quisiera quitarle importancia al asunto-. Son de las personas más importantes, como los médicos, los psiquiatras y las jefas de enfermeras, pero confío en que te sirva de algo.
Era una información realmente valiosa, mucho más de lo que él esperaba. Con los nombres se habría conformado, porque a partir de allí él mismo podría haber tirado del hilo e ir consiguiendo información, pero aquel dossier era una verdadera maravilla. Sin mencionar que Eleine le había ahorrado un tiempo precioso que podría invertir en conseguir la ayuda para Annie.
-Annie… -susurró. Todo era por ella.
Eleine le miró, curiosa, y le preguntó si había dicho algo. Finnick negó con la cabeza y volvió a mirar las fichas que le había traído la mujer, preguntándose si sabría la existencia de Annie y de su enfermedad, a pesar de que él no le hubiera contado nada sobre la chiquilla y sus planes. Podía ser… al fin y al cabo, Jacken lo sabía, ¿por qué no Eleine?
Un rato en silencio después, la mujer se levantó del sofá y le miró.
-Bueno, Finnick… me temo que me tengo que ir. Espero que uses lo mejor que puedas la información que te he traído. Confío en que te será útil… -echó a andar hacia la puerta-. Hasta la próxima.
Lo único que oyó Finnick fue el ligero golpe que dio la puerta al cerrarse tras Eleine, pero en ningún momento dejó de mirar los informes. Se inclinó para coger la taza de café y dio un largo sorbo al tiempo que observaba la foto de la primera ficha, que pertenecía a una mujer morena, de rasgos poco marcados y ojos grandes. Según su ficha, era una de las psicólogas que trabajaba a turnos en la clínica.
Podía ser un buen punto de partida.
Se llamaba Kenny Millis y llevaba un par de años trabajando en el centro. Parecía una buena opción, tan buena como cualquier otro de los médicos. Tenía que conseguir hablar con ella como fuera, hacerla creer que él también estaba enfermo. Si todo salía bien, incluso podría convencerla de que lo mejor para recuperarse sería volver a su distrito de origen.
Y, una vez allí, le gustase o no, trataría a Annie.
Si no era aquella mujer, sería cualquier otro médico. No se podía decir que tuviera tiempo de sobra, pero la verdad era que Eleine le había ahorrado muchas cosas, así que se podía permitir entretenerse hasta encontrar al médico adecuado.
Sus labios se curvaron en una media sonrisa y, pensando en que si su plan salía bien podría volver a ver a Annie, tomó un sorbo de café caliente. La sola perspectiva de volver a tenerla entre sus brazos y poder susurrarle palabras reconfortantes al oído hacía que se sintiera fuerte de nuevo.
Miró por la ventana. El sol empezaba a iluminar con toda su potencia los edificios de cristal y acero del Capitolio, arrancando destellos blanquecinos que le hacían daño en los ojos. Un día más, pero aquél iba a ser un buen día.
†
Estaba acurrucada en el hueco de un árbol, con los ojos cerrados y el enmarañado pelo lleno de hojas y ramitas echado sobre la cara, cuando el suelo tembló por primera vez. Oyó cómo crujían las raíces de los árboles que tenía alrededor, con todo lo que la rodeaba se tambaleaba de un lado a otro durante unos segundos. Y, después, silencio. Silencio y tranquilidad, quizá demasiado.
Estiró las piernas y salió del agujero en el tronco del árbol en el que había estado escondida las últimas horas y miró alrededor con cautela. Aguzó el oído, pero no oyó nada, ningún ruido amenazador. Seguramente los tributos que quedasen estarían igual de intrigados que ella, pero parecía que no había sido nada. Aunque parecía extraño. En ningún momento de la historia de los Juegos del Hambre, nada que hubiera pasado en la arena había sido algo sin importancia.
Relajó los músculos y esperó, mirando a su alrededor, atenta todavía a los sonidos de su alrededor. Y, entonces, la tierra volvió a sacudirse. Aquella vez fue un temblor más fuerte, más largo. El suelo sonaba como si se fuera a partir de un momento a otro y las entrañas del mundo quisieran salir al exterior. Los árboles empezaron a crujir y Annie sintió verdadero terror a que uno se partiera y le cayera sobre la cabeza. Sería una muerte demasiado sencilla.
Estaba aterrada. No sabía qué pretendían los Vigilantes con todo aquello, pero seguro que querían conseguir algo. Juntarles a todos en un mismo lugar. Meterles el miedo en el cuerpo. Hacerles correr y cansarles, para que todo fuera más fácil. Cualquier cosa.
Fuera lo que fuera lo que pretendían, habían hecho que Annie estuviera aterrorizada y a punto de llorar. Miró a su alrededor mientras intentaba mantener el equilibrio sobre un suelo que no paraba de tambalearse. No parecía que ningún tributo anduviera cerca, lo cual era un alivio; algo menos de lo que preocuparse en ese momento.
Quiso correr, pero sus piernas no le hicieron caso. Era como si sus pies estuviesen anclados al suelo, del empeño que ponía en mantenerse de pie.
De repente, la tierra dejó de moverse de nuevo. Ninguna grieta se había abierto en medio del bosque, y no parecía que hubiera pasado nada. Pero había un sonido a lo lejos. Un ruido que se hacía cada vez más fuerte y más grave, y que procedía de algún punto delante de ella, no demasiado lejos. De alguna u otra manera, el sonido le recordaba a algo. Era como si ya lo hubiera oído. Parecía una fuente o un salto de agua…
¡Agua! Segundos después vio la ola acercarse por entre los troncos de los árboles. Chocaba, lamía rocas, hojas y ramas y hacía que todo desapareciera bajo ella.
El terror le dio una bofetada y le hizo espabilar de repente: si se quedaba allí, moriría aplastada entre la fuerza del agua y los árboles. Tenía que buscar una zona despejada, sin vegetación, por la que pudiera flotar arrastrada por la fuerza de la ola sin toparse con nada durante unos cientos de metros. Sus pies echaron a correr solos, y el resto del cuerpo les siguió.
No sabía muy bien hacia dónde iba. Ni siquiera sabía si en esa dirección habría un gran descampado, pero recordó que en algún lugar de la arena había un pequeño desierto. Lo había visto el tercer día, mientras huía de uno de sus perseguidores, pero no sabía hacia dónde se encontraba.
Oía la gran ola cada vez más cerca de sus talones y casi podía sentir las gotas de agua que salpicaban al chocar contra los árboles mojándole la espalda, pero ni siquiera había alcanzado a ver que el bosque terminara. Por un momento, tuvo miedo.
-“Moriré aquí mismo, aplastada contra un árbol -Pensó mientras no dejaba de correr. Le dolía el pecho, le faltaba el aire y la sangre la martilleaba en la cabeza. El agua cada vez estaba más cerca-. Voy a morir.”
Pero cuando el agua le rozó los pies y después le arrastró con toda la fuerza que llevaba, el miedo se esfumó. Ya no había nada que hacer no. Sólo rezar para no morir o, por si lo hacía, que no fuera demasiado doloroso. Cogió aire y sintió cómo el agua le cubría por completo. Se hundió, dio vueltas, pero en ningún momento intentó salir a la superficie o nadar. No podía hacer nada contra la fuerza del agua.
Ni siquiera recordaba haber perdido la consciencia, pero, al parecer, lo había hecho. En ese momento estaba tumbada sobre el tronco partido de un árbol y ni siquiera sabía cómo había llegado allí. El brillo del sol contra el agua le cegaba si levantaba la cabeza, así que la mantuvo gacha hasta que se acostumbró a la luz. Cuando observó lo que tenía a su alrededor, se le cayó el alma a los pies.
Todo lo que antes había sido un inmenso bosque ahora se había convertido en una enorme balsa de agua salada y fría. Sólo se veían algunas de las copas de los pinos sobresalir de la superficie del agua, pero ni un solo trozo de tierra firme. Nada. Todo estaba desolado por el agua, y ni tan siquiera quedaban animales para cazar, excepto, supuso ella, peces.
Lo primero que tenía que encontrar era algún lugar estable, alguna pequeña isla que se hubiera formado a partir de una de las montañas de la arena o cualquier cosa. Realmente, todo le valía excepto aquel tronco tambaleante y poco seguro. Miró a su alrededor, intentando distinguir algo en la distancia, y vio lo que podía ser la antigua cumbre de una montaña, así que echó a nadar, llena de esperanza. Cuando llegó a la isleta, a penas una pequeña extensión de tierra en la que no cabrían más de cuatro personas, se tumbó y dejó que el sol le acariciara la piel mojada.
Se preguntó cuántos tributos quedarían vivos. Antes de la gran ola, quedaban cinco si se contaba a sí misma, y no sabía si todos ellos habrían tenido la misma suerte que ella. Supuso que no. Quiso que no. Los Vigilantes se habrían encargado de que no todos los supervivientes siguieran vivos en aquel momento. Tampoco sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. A lo mejor habían sonado los cañonazos de los muertos cuando ella no podía oírlos.
Fuera del modo que fuera, sólo tenía una opción: esperar a la noche o esperar que los que quedaban vivos murieran hasta de que cayera el sol. Ambas implicaban esperar, porque tampoco podía aventurarse al mar tan fácilmente. Así que se sentó, recogió las rodillas contra el pecho, y clavó la mirada en la tranquila y azul inmensidad del agua. Aunque esperara hasta la noche, no podría estar todo el tiempo del mundo esperando. Al fin y al cabo, si no moría ningún tributo a partir de ese momento, la buscarían. Y si se quedaba allí parada, esperando, moriría por su propia cuenta antes de que nadie llegara para matarla, así que tendría que buscar alguna solución a su situación, aunque no parecía fácil.
Se acordó de Markus, su compañero de distrito asesinado el primer día. ¿Cuánto hacía ya de eso? Había perdido la cuenta de los días y las noches que había pasado encerrada en la arena, huyendo, intentando sobrevivir sin matar a nadie. Pero, por mucho tiempo que hubiera transcurrido desde entonces, nada cambiaba que el chiquillo estuviera muerto. Como tampoco cambiaba el hecho de que ella había estado allí y ni siquiera había movido un dedo para ayudarle, sólo porque tuvo miedo.
Y lo seguía teniendo, al fin y al cabo. De hecho, no creía que hubiera dejado de sentirlo desde que empezó a correr cuando comenzaron los septuagésimos Juegos del Hambre.
Le invadieron las ganas de llorar. Bajó la cabeza, enterró la cara entre las rodillas y sollozó. El pelo le caía a los lados de la cara, húmedo, pegado a la piel, y los mechones del flequillo se le metían en los ojos. La sal le escocía en cada uno de los poros, al igual que el miedo le escocía dentro del pecho y le hacía llorar.
De repente, oyó un cañonazo, al que le siguió otros pocos segundos después. Alzó la cabeza y miró a su alrededor, por si había algo cerca de ella, pero sólo consiguió distinguir la figura negra de un aerodeslizador recortada contra el cielo, bajando hacia la superficie del mar. El corazón le latía con fuerza dentro del pecho. ¿Cuántos tributos quedarían vivos? Como máximo serían dos. Tragó saliva con dificultad.
Se quedó observándolo hasta que desapareció en el cielo, y luego suspiró.
-Damas y caballeros -retumbó una voz, con cierto deje metálico-. Les presento a la ganadora de los septuagésimos Juegos del Hambre.
Una sombra se cernió sobre ella y, antes de que se diera cuenta, estaba en la parte trasera de un aerodeslizador, con una gruesa manta sobre los hombros, sentada en el suelo y con restos de lágrimas en las mejillas. Alguien le dio una palmada en el hombro y luego otra persona se abalanzó sobre ella. Era cálido y olía bien, a limpio, a colonia fresca, a champú de flores. La estrechaba con fuerza contra su pecho y ella, por primera vez en mucho tiempo, se sintió a salvo.
-Annie… -dijo una voz masculina, que le sonaba familiar, pero en aquellos momentos no era capaz de identificar de quién se trataba-. Annie, estás viva… viva…
†
Le temblaban las manos y casi le pesaban las enormes ojeras violetas que tenía debajo de los ojos. Le pesaban los párpados y tenía ganas de dormir, pero cuando se echaba en la cama no conseguía conciliar el sueño.
-Lo que hay que hacer… -murmuró mientras levantaba el auricular del teléfono y se lo llevaba a la oreja.
Llevaba dos semanas tomando antidepresivos sin que ningún médico se los recetase y sin que realmente le hicieran falta. Los había conseguido en una farmacia del Barrio de Neón, donde tenían una pequeña trastienda en la que vendían medicinas sin impuestos y sin necesidad de prescripción médica, aunque el farmacéutico había exhibido una expresión extrañada cuando se los pidió.
Mientras esperaba a que contestaran al otro lado de la línea, abrió el bote y se tomó una pastilla sin necesidad de agua. Tamborileó con los dedos sobre la mesa, nervioso, intentando paliar así el temblor de sus manos.
-¿Dígame? -Respondió una voz femenina.
-Hola, buenos días. ¿Hablo con la doctora Millis? -Finnick no dejaba de tamborilear con los dedos sobre la mesa.
-Si, soy yo. ¿Quién es?
-Soy... Quería concertar una cita, si no es mucha molestia.
-Lo siento, pero no acostumbro a ello. Trabajo en una clínica privada, pero...
-No entiende la magnitud de todo esto, doctora Millis.
-No, seguro que no -dijo, impasible-. Pero no tengo ninguna intención de averiguarlas, señor.
-Por favor, doctora. Creo que es usted la única que puede ayudarme ahora mismo.
-¿Y por qué cree usted eso? Soy una psicóloga normal y corriente. Como yo hay muchas en todo el Capitolio; por suerte o por desgracia, somos unos profesionales bastante necesarios en esta ciudad. Así que no entiendo por qué tengo que ser precisamente yo.
-Soy un antiguo ganador de los Juegos del Hambre. De hace siete años. El chico del tridente.
Se hizo un silencio al otro lado de la línea telefónica. A Finnick le latía el corazón en el pecho tan rápido y tan fuerte que pensaba que de un momento a otro le atravesaría las costillas. Seguía tamborileando con los dedos encima de la mesa y agitaba el pie de manera compulsiva.
-Ya veo.
-¿Ahora entiende por qué la he llamado a usted?
-Entiendo... Esto cambia las cosas, desde luego. Aunque, ¿cómo sé que es usted el Finnick Odair de verdad y no intenta engañarme?
-Realmente, no se lo puedo demostrar de ninguna manera. Sólo lo sabrá cuando ambos acudamos a la cita.
La doctora Millis se quedó callada de nuevo, supuso que pensando en qué hacer.
-Está bien. Supongo que podré darle una oportunidad. ¿Cuándo quiere que nos veamos?
-Ahora mismo -dijo, quizá demasiado ansioso-. Quiero decir... a partir de ahora mismo, cuando mejor le venga a usted.
-Si le parece bien esta tarde... Puede acercarse a mi casa, le daré la dirección.
-Perfecto. Se lo agradezco muchísimo, doctora Millis.
-La mejor manera que tiene para agradecérmelo es pagar la tarifa que usted crea conveniente.
-Lo haré, doctora... lo haré.
El domicilio de la doctora Millis era una pequeña casa de dos pisos, estrecha y con ventanas alargadas, pintada de verde. Llamó a la puerta, nervioso, y esperó a que la doctora le abriera, mientras observaba a su alrededor. La medicación estaba haciendo realmente el efecto que esperaba. Antes de salir de su piso se había mirado en el espejo, para comprobar su aspecto, y se dio cuenta de que era realmente penoso: tenía las ojeras hinchadas y de un color violáceo poco sano, los huesos de los pómulos se le marcaban debajo de la piel, e incluso su pelo había perdido brillo y gracia.
Quizá había exagerado un poco al tomar la medicación.
Cuando, minutos después, la puerta se abrió ante él, pudo comprobar, al ver la expresión en el rostro de la doctora Millis, con una mezcla de satisfacción y pena que su aspecto conseguía el efecto deseado.
-P-pase, señor Odair -él obedeció y entró en la casa cabizbajo y arrastrando los pies. Siguió a la mujer por un estrecho pasillo lleno de cuadros hasta un pequeño estudio con dos sillones y una mesa, en la que esperaban dos tazas de té humeantes.
-Me he tomado la libertad de preparar un té caliente, señor Odair. Pensé que le sentaría bien. A mis pacientes les ayuda a relajarse.
Él sonrió de forma nerviosa ante la muestra de amabilidad de la doctora y se sentó en uno de los sillones. Alargó una temblorosa mano para coger una de las tazas y dio un sorbo corto. El calor y el dulzor de la bebida eran reconfortantes. Observó cómo la mujer se sentaba frente a él y se recogía el pelo negro y espeso con una pinza. Después, levantó la mirada para clavarla en sus ojos, que parecía que fueran a desnudarle, a quitarle la piel, para averiguar lo que había dentro.
Finnick se estremeció.
-Bien, señor Odair…
-Llámeme Finnick, por favor. Y tutéeme.
-Está bien -dijo, mientras cogía el cuaderno y el lápiz que descansaban en la mesa, junto a la taza de té que la doctora todavía no había tocado-. Finnick… quiero que te relajes, ¿de acuerdo? Sé que esto no es nada fácil y que contar tus entrañas a una persona completamente desconocida es duro, pero estoy aquí para ayudarte. Has venido a mí porque necesitas ayuda.
Finnick asintió en silencio, sin poder apartar la mirada de los ojos de Kenny.
-Ahora quiero que cierres los ojos -hizo caso. Echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en la parte superior del sillón. Oyó cómo la doctora Millis abría el cuaderno y pasaba un par de páginas-. Cuéntame… ¿qué te ha traído hasta aquí?
-Verá… -le hubiera gustado que su voz saliera con normalidad, pero le costaba hablar de lo nervioso que estaba. Se aclaró la garganta-. Últimamente no me encuentro bien. No duermo por las noches, no tengo hambre y no tengo ganas de hacer nada. En la últimas semanas he faltado a los compromisos que he adquirido por mi… profesión -supuso que era el calificativo más adecuado-. Me siento incapaz de hacer nada por mí mismo.
-¿Y crees que eso se debe a tu participación en los Juegos del Hambre? -Finnick se encogió de hombros.
-No tengo ni la más remota idea.
-Esto que me cuentas… ¿ha sucedido de repente o ha tenido una ligera progresión?
-Cuando terminé la Gira de la Victoria y me trajeron al Capitolio a vivir, sufrí unas ligeras depresiones, pero las achaqué a que me habían alejado de mi familia y mis amigos. Pensé que, con el tiempo, se acabarían. Y durante todos estos años he sufrido algunos accesos de ira y depresión, pero nunca lo había relacionado con los Juegos del Hambre.
Oyó el roce del lápiz contra el papel, ansioso de que la doctora le dijera algo.
-Te seré sincera, Finnick. Los casos que tenemos en la clínica en la que trabajo suelen ser manifestaciones tempranas. Es decir, la mayoría de los pacientes presentan el desequilibrio mental y la depresión semanas después de salir de la arena, incluso días después, así que tu caso es un poco extraño, pero no imposible.
Se volvió a hacer el silencio en la habitación. Finnick no sabía qué decir, o si debía hablar. Ni siquiera si la doctora Millis tendría algo más que contarle.
-¿Qué solución propone, doctora? -se atrevió a decir, con un hilo de voz.
-Desde luego, tu caso no es grave -dijo. Finnick abrió los ojos y la miró. Estaba observando el cuaderno, como si la solución estuviera en sus notas-. Pero tampoco podemos dejar que se agrave, así que propongo empezar con medicación y seguir la terapia personal. Si veo que es necesario, la solución sería ingresarte en la clínica, aunque sea por seguridad y prevención.
Finnick asintió, nervioso, aunque la parte de tomar medicación no le gustaba demasiado. Ya lo estaba haciendo, seguramente se estuviera tomando las mismas pastillas que la doctora Millis le iba a dar en la clínica y que habían hecho de él lo que era en ese momento. Tendría que fingir medicarse y dejar que los efectos secundarios fueran remitiendo poco a poco.
-Llamaré al centro para saber cuándo se podría efectuar el ingreso -dijo, mientras se ponía de pie y dejaba el cuaderno sobre la mesita-. Tú quédate aquí y termínate el té. Vuelvo enseguida.
Cerró la puerta tras de sí. Finnick pudo oír sus pasos sobre el suelo del pasillo, mientras se alejaban del estudio. Tomó un sorbo de té y se volvió a recostar en el sillón, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados.
Había sido más fácil de lo que pensaba. Ni siquiera le había hecho falta rogar que le internara, ni suplicar que lo único que necesitaba era atención médica especializada y personalizada, ni llorar, ni chillar, ni nada. Había sido algo sencillo, elegante y probablemente saldría bien. Sonrió para sí y la imagen de la alegre Annie de antes de los Juegos del Hambre le vino a la cabeza. Se acordó de la niña que saltaba por las calles empedradas del centro de la ciudad y que nadaba con sus amigos cerca del puerto, haciendo competiciones y apuestas para ver quién llegaba más lejos; Annie siempre ganaba.
Y después, irremediablemente, se acordó de cómo le había abrazado cuando subió al aerodeslizador que la sacó de la arena, con el pelo mojado y la ropa chorreando, fría, tiritando y llorando. Cómo gritaba por las noches en el tren que les llevaba de distrito a distrito en la Gira de la Victoria. Cómo se metía en su cama porque pensaba que allí fuera había monstruos que la despedazarían. Cómo lloraba hasta quedarse dormida sobre su pecho.
Pensó en ello, pero se tranquilizó diciéndose a sí mismo que, si conseguía lo que tenía entre manos, la Annie que lloraba, se acurrucaba contra él, tenía pesadillas y agredía a los que estaban a su alrededor desaparecería para siempre y la que saltaba por las calles y nadaba junto al puerto volvería. Y, aunque él siguiera viviendo en el Capitolio, sabría que Annie estaba bien y que, cuando consiguiera volver para siempre a su lado, estaría sonriente y feliz.