Título: 'Cien mil agujas'Fandom: Once upon a time
Pairing: Emma/Graham
Summary: Emma quiere descubrir si hay alguna manera de hacer volver a Graham o de, al menos, volverle a ver.
Spoilers: hasta el 1x10 de OUAT
Notas: regalo para
sramulder por el
san_drabbletinIcon:
xthebitchisback Aquí está, mi primer drabble. La verdad es que no estoy segura de si ha quedado muy largo, muy corto, o cumple las expectativas de
sramulder, pero aquí está. Pero mi beta ha dado el visto bueno, así que supongo que estará decente... ¡Espero que te guste!
Amanecía en Storybrooke como un día cualquiera, plomizo y amenazando lluvia. Emma, somnolienta y con las legañas todavía colgando de las pestañas, se arrastró hacia el lavabo y se frotó la cara con agua helada. Pronto empezó a oír como Mary Margaret aporreaba la puerta, con prisa.
-Voy, voy -dijo con la voz ahogada por la toalla, mientras se secaba la cara. Abrió la puerta y se encontró a su compañera, ya vestida con el abrigo y la bufanda y dando saltitos-. ¿Tanta prisa tienes? Todavía es pronto.
-Tengo que hacer algunas cosas antes de ir a la escuela -dijo, entrando en el baño y cerrando desde dentro.
Emma, una vez fuera, se encogió de hombros y fue a su habitación a quitarse el pijama. Lo lanzó sobre la cama, quedando en ropa interior aunque el frío le calase hasta los huesos. Se vistió sin prisa con las primeras prendas limpias que encontró en el armario y fue a la mesilla a coger su placa de sheriff. Y en ese punto, como todos los días, se quedó observándola mientras recordaba cómo Graham había muerto entre sus brazos, aquella noche, en la comisaría.
Suspiró.
Fue incapaz de reconocer qué le pasaba cada vez que, por las mañanas, cogía la placa de encima de su mesilla de noche. Era como si su abdomen fuera atravesado a la vez por cien mil agujas que no es que le hicieran un daño insoportable, si no que le molestaban y le hacían torcer el gesto. En el fondo, se sentía un poco culpable por la muerte de Graham. No podía olvidar las palabras de Henry, eso de que antes de que ella llegara a Storybrooke nada, nunca, había cambiado. Y ahora ella había llegado con su melena rubia y su afán por averiguar lo que pasaba en esas calles y, a ser posible, solucionarlo, y todo había empezado a cambiar. Contando la muerte de Graham, por supuesto.
Desde un punto de vista egoísta, deseaba redimirse y poder sentir que la culpabilidad se esfumaba, pero el peso del cuerpo inerte del antiguo sheriff entre sus brazos y sobre su regazo era una carga que no se libraba así como así.
Así que, intentando obviar las agujas, se prendió la placa en el vaquero y, cogiendo una magdalena de la cocina, salió del apartamento rumbo a su trabajo de sheriff de Storybrooke.
Emma, sentada frente a la pantalla del ordenador, mirando algunos archivos de la comisaría y bebiendo café de la máquina de la oficina, ni siquiera se dio cuenta de que Henry entraba por la puerta a saltos joviales con su gran libro de historias debajo del brazo; eran las cuatro y media, y el niño debía de haber salido hacía poco de la escuela.
Henry, de un salto, se colocó junto a Emma, pegándola un susto que la hizo dar un respingo sobre la silla.
-¡Henry! ¿Qué haces aquí?
-No quería irme a casa.
-Tu madre me buscará las cosquillas si se entera de que has estado conmigo.
El chico se encogió de hombros mientras se quitaba la mochila. Después se sentó encima del escritorio de Emma, en un hueco donde no había papeles, ni libros, ni cualquier otro objeto. Ella suspiró y se levantó la silla con esfuerzo. Sacó un chocolate caliente de la máquina de café de la oficina y se lo dejó entre las manos a Henry.
-Dime, Henry… -dijo, mientras se volvía a sentar y el niño soplaba la superficie del chocolate caliente-. ¿Dice en el libro si hay alguna manera de resucitar a los muertos o de contactar con ellos?
En contra de lo que ella esperaba, Henry no se sorprendió. Se limitó a alzar una ceja y a mirarla sin dejar de soplar el café.
-En el libro no dice nada. Pero sé de alguien que seguramente sepa algo.
-¿Quién? -dijo Emma, sin variar el tono de voz.
-Mr. Gold.
Anochecía ya cuando el coche del sheriff se detuvo con un ligero chirrío de frenos en mal estado delante de la tienda de Mr. Gold. Emma había ido a dejar a Henry a casa después de su larga charla sobre la supuesta maldición que caía sobre Storybrooke (una de tantas conversaciones sobre ella) y, antes de volver a casa, había aprovechado para pasarse a ver a Mr. Gold; tenía que saber si había alguna manera de contactar con Graham lo más pronto posible y, así, quitárselo ya de la cabeza.
Salió del coche, golpeando la puerta con fuerza para que se cerrara. Con paso firme y zancadas largas, se dirigió hacia la puerta del establecimiento, que encontró abierta, y entró.
Recordaba que la primera vez que había entrado en la tienda de Mr. Gold, ésta le había inspirado cierto temor y recelo, pero ahora estaba más que acostumbrada a los cientos de objetos que creaban fantasmagóricas sombras a la luz de las farolas, que se colaba por las ventanas amplias y sucias.
-¿Mr. Gold? -preguntó Emma, caminando hacia el mostrador.
Poco después, el hombre salió de la trastienda, cojeando sobre su bastón y sonriendo con esa sonrisa medio macabra, medio amable que le caracterizaba.
-Emma -dijo, solamente, Mr. Gold-. ¿Qué te trae por aquí?
-Busco algo.
El hombre exhaló una media sonrisa torcida y satisfecha.
-La mayoría de la gente que viene a mi tienda busca algo. Sé más específica, querida.
-¿Hay alguna manera de hacer volver a un muerto? ¿O de contactar con él de algún modo?
Mr. Gold, sin decir una sola palabra, vadeó el mostrador y salió al pasillo de la tienda, recorriéndolo hasta casi la puerta. Emma se quedó observándole con curiosidad, apoyada en el mostrador y con los brazos cruzados ante el pecho, mientras el hombrecillo menudo miraba debajo de una mesa y sacaba un gran libro lleno de polvo y encuadernado en cuero granate. Con paso tambaleante, volvió al mostrador y dejó el libro encima con un golpe y un ruido sordo. Después, de la vitrina que había a sus espaldas, sacó una botellita con un contenido de aspecto lechoso y brillante y lo dejó encima del libro.
-Aquí está todo lo que necesitas -dijo, con una sonrisa siniestra.
-¿Y el precio? -inquirió Emma, perspicaz y sin descruzar los brazos ni coger las cosas que le ofrecía Mr. Gold.
-Oh. El precio. Ahora mismo no necesito nada de ti, pero confío en que, cuando te lo pida, sepas devolverme el favor.
Emma dudó antes de coger el libro y el frasco, y miró a los ojos de Mr. Gold, intentando averiguar lo que estaba pensando. Ante la imposibilidad de entrar en su mente a través de sus ojillos diminutos y vivaces, cogió los dos objetos, murmurando un gracias, y se marchó de la tienda.
Ya era noche cerrada; no era una hora decente a la que ver merodear al sheriff de Storybrooke por el cementerio con una bolsa de papel en la mano. Pero, de todas maneras, era la única hora a la que nadie la vería por allí. Porque no habría nadie. Serpenteó por entre las lápidas grisáceas, buscando la de Graham y, cuando la encontró, se arrodilló ante ella. Sacó las velas y las encendió, poniéndolas en un pequeño círculo sobre el césped. Después sacó la botellita del bolsillo y, sin dudarlo ni un momento, se bebió el contenido y cerró los ojos.
En ningún momento había dudado del contenido lechoso de la botellita, aunque cuando notó su sabor agrio empezó a preguntarse qué sería lo que le había dado Mr. Gold.
Abrió los ojos y lo que vio la dejó sin corriente sanguínea durante, al menos, unos segundos. Allí, ante sus ojos, unos metros más allá, estaba Graham, vestido con su uniforme de sheriff, aunque sin la placa. Inconscientemente, Emma se llevó la mano al cinturón y palpó la fría superficie de la estrella dorada.
Graham avanzó. Era nítido, sólido, real; Emma se juraría a sí misma semanas después que no había sido una visión, que Graham realmente estaba allí en ese momento. La mujer se levantó, tambaleándose, y se quedó de pie mientras el antiguo sheriff avanzaba hacia ella.
-Emma -dijo con voz suave, mientras se quedaba a un palmo de su nariz.
-G-Graham… ¿Pero cómo…?
El sheriff le puso un dedo sobre los labios y ella calló de inmediato, sin dejar de mirarle a los ojos. Él sonrió y Emma sintió que, desde la boca del estómago, le subían unas tremendas ganas de llorar, que se le quedaron encalladas en la garganta.
-Estoy aquí porque quieres verme, ¿no es así? -Emma, todavía con el dedo de Graham sobre los labios, asintió en silencio-. ¿Qué querías decirme?
Ella se abalanzó contra su pecho y hundió el rostro allí, apretándose con fuerza a Graham. Oyó cómo sonreía y sintió sus brazos rodearla la espalda y atraerla más hacia sí mismo, más aún, como si quisiera metérsela dentro de un abrazo.
-Lo siento -murmuró Emma, con la voz ahogada por la chaqueta de sheriff del hombre-. Lo siento porque has muerto, lo siento porque tu muerte es culpa mía.
Graham cogió delicadamente la barbilla de la mujer y le levantó la cara con cuidado. La miró a los ojos con una media sonrisa pícara y sincera, aunque no por ello menos amarga. Negó con la cabeza lentamente.
-Mi muerte no es culpa tuya.
-Lo es, porque, si no hubiera llegado a Storybrooke, las cosas no hubieran cambiado. Henry…
-Lo que diga Henry son cuentos de niños, Emma. Las cosas que me han sucedido y te han sucedido a ti son cosas de adultos. Hubiera muerto de todas maneras, tanto si hubieras llegado como si no lo hubieras hecho.
El contacto con su cuerpo era real, completamente real. Podía sentirlo cálido junto a ella, podía oír el latido de su corazón, la cadencia de su respiración. Si era una ilusión, era muy real; si era una broma, no tendría gracia cuando todo se esfumara; pero si era verdad, quería quedarse a vivir allí.
-Pero, aún así, aún con todo lo que ha pasado… -continuó Graham, sin dejar de mirarla-, estoy aquí. Puede parecer inverosímil, pero siento que puedo quedarme, si tú me haces volver como esta noche.
-Necesitaré toda la ayuda de Mr. Gold.
Graham sonrió. Emma se encogió de hombros.
-Lo que haga falta… -el final de la frase se perdió en el silencio, a la vez que el sheriff se inclinaba sobre ella y dejaba una caricia sobre sus labios. La volvió a mirar a los ojos y los vio brillantes, chispeantes; dibujó una media sonrisa y la besó, lentamente, de manera cadenciosa y silenciosa, que acabó siendo húmeda y cálida.
Momentos después, rodaban por la hierba en un encuentro que duró hasta la madrugada y que se repitió ciertas noches, a escondidas, en el cementerio, a la luz de velas y farolas que parpadeaban con luz amarillenta.
Pues a ver qué tal.