¡Feliz Navidad, Erewhom!

Dec 27, 2013 23:29

Título: Las maravillas en tus ojos
Autor: inesika8
Nombre de tu persona asignada: erewhom
Beta(s) (si los tienes): -
Personaje/pareja: Marius/Cosette
Clasificación y/o Género: PG/Romance
Resumen: Marius y Cosette llevan apenas unas semanas siendo marido y mujer. Aunque son muy felices juntos, tanto él como ella no pueden evitar que la tristeza les inunde al pensar en aquellos seres amados que no pueden ser partícipes de esa felicidad.
Advertencias: Spoilers del libro/película/musical Les Misérables.

Aquel era un soleado día de principios del mes de Junio de 1833.

No había nubes en el cielo que ocultaran siquiera una pequeña parte del inmenso azul claro que cubría la ciudad de París, y hacia él se elevaban las risas de los niños que jugaban correteando por las calles o el canto de los pájaros que hacían sus nidos en los árboles de los jardines de la ciudad. Era realmente un día para disfrutar de la belleza de la naturaleza dando un paseo por el parque o simplemente caminando por el mercado, pero ni Marius ni Cosette parecían estar por la labor de salir de su vivienda aquel día.

El matrimonio Pontmercy llevaba apenas cuatro meses casados, cuatro meses de absoluta felicidad: monsieur y madame Pontmercy eran una joven pareja que disfrutaba de cada segundo de su vida juntos, siempre se les veía caminando cogidos de la mano con una sonrisa perenne dibujada en el rostro. Marius siempre miraba a Cosette con suma adoración, como si aún no pudiera creer lo afortunado que era de tenerla por esposa, y Cosette era la viva imagen de la felicidad. Sin embargo, esa felicidad se había visto empañada en los últimos días. Dentro de pocos días iba a cumplirse el primer aniversario del intento de revolución en el que participaron Marius y sus amigos, levantando una barricada en la calle Mondetour, donde se hallaba el Café Musain, el lugar donde los jóvenes solían reunirse para hablar sobre el futuro de Francia o simplemente para pasar el rato juntos.

Juntos habían erigido esa barricada, habían defendido los derechos de aquellas personas que no habían tenido tanta suerte como ellos en la vida y habían peleado hasta su último aliento por lo que creían justo. Y tenían razón, Marius Pontmercy no dudaba ni siquiera por un momento de que la causa que había defendido junto a sus amigos era más que justa, una causa por la que merecía la pena seguir luchando, incluso cuando sus amigos ya no se encontraban a su lado. De cuando en cuando recordaba algo que uno u otro solía decir o hacer, y una sonrisa nostálgica aparecía en el rostro del pelirrojo, a la vez que sus ojos se empañaban rápidamente de lágrimas.

Les añoraba tanto que dolía, a cada uno de ellos: no había en que no apareciera por su cabeza la idea de invitar a alguno de ellos a su casa, antes de recordar que nunca podría hacerlo, del mismo modo en que ni siquiera había podido invitarlos a su propia boda con Cosette. Les recordaba hablando animadamente entre ellos, compartiendo risas e ideas: veía a Enjolras defender vehemente la importancia de la revolución, oía a Courfeyrac hablar de su último amorío con total deleite, la pluma de Prouvaire rasgando ligeramente en su libreta de poemas, incluso las ironías que Grantaire solía proclamar a voz en grito cuando había bebido lo suficiente. Todos ellos eran sus más queridos amigos, sus compañeros, y no volvería a ver a ninguno de ellos: no envejecería junto a ellos, conservando la amistad a través de los años, sus hijos no jugarían juntos en el parque, ni sus esposas compartirían confidencias...

No, el destino no había estado a favor de los chicos de la barricada aquella mañana del mes de Junio. La única razón por la que Marius se había salvado había sido gracias a la caridad del padre de Cosette y, aún así, muchas se sorprendía preguntándose si no habría podido salvar a cualquiera de sus amigos en su lugar. Pero no, era el amor de Cosette - a través del amor que Valjean sentía por su hija - lo que lo había salvado de la muerte hacía ya casi un año.

Conforme se acercaba la fecha de aquel funesto aniversario, el ánimo de Marius Pontmercy se iba haciendo cada vez más y más sombrío, cada vez buscaba más la soledad entre las paredes de su vivienda; ocultando estos sentimientos incluso - y muy especialmente - a su esposa Cosette. No se trataba de no confiara en ella para apoyarse en estas fechas tan dolorosas, nada de eso, sino que no quería hacerla cargar con su dolor: no quería verla sufrir y preocuparse por él. Con un poco de suerte, aquellas fechas pasarían, llevándose sus recuerdos, y devolviéndole su vida normal. Hasta entonces, Marius escondía las lágrimas por sus amigos perdidos en una habitación abandonada de la hacienda Pontmercy.

El sol de verano hacía maravillas por las flores y los árboles del amplio jardín de la casa de los Pontmercy. Los rayos del sol de la tarde acariciaban con ternura cada hoja, cada tallo, cada pétalo, sin herirlo, sin secarlo: únicamente bañándolo en su luz a la vez que las plantas disfrutaban de la brisa de la tarde. Después de su boda con Marius, Cosette se había encariñado especialmente con aquel hermoso jardín, al que solía dedicar mucho tiempo, regando las plantas y quitando las malas hierbas con delicadeza. Sabía muy bien que la casa contaba con los servicios de un jardinero que tenía una familia que mantener, así que también dejaba al hombre hacer su trabajo mientras que de ese modo ella aprendía de la sabiduría del anciano sobre el cuidado de las plantas del jardín.

Aquella tarde del mes de Junio, Cosette se hallaba sentada bajo la sombra de uno de los árboles más grandes del jardín, con la espalda apoyada en el tronco del mismo. Llevaba un vestido color verde claro - que se confundía levemente con la tonalidad de la hierba, creando la sensación de la joven Cosette también era una flor de primavera en aquel jardín - y los cabellos dorados caían en suaves ondulaciones por encima de su pecho. Sin embargo, sus claros ojos azules - que se asemejaban al color del cielo y en los que siempre habitaba un brillo de dicha - se encontraban tristes, a la vez que la joven releía una vez más la carta que le había escrito su padre, justo antes de morir, contándole toda su historia y también la de su madre, Fantine.

Era, como muy bien la había llamado su querido padre, la historia de los que siempre la amaron... Y aquel día de verano, Cosette sentía profundamente que estas personas ya no se encontraran a su lado.

Limpiando con cuidado una lágrima que había escapado de uno de sus ojos, Cosette tomó aire y observó la carta, pasando con cuidado la yema de los dedos por la cuidada caligrafía de su padre. Le añoraba tanto que muchas veces sentía que no podía soportarlo, únicamente la compañía de su amado Marius paliaba ese dolor que muchas veces brotaba de su pecho sin avisar, dejándola sin respiración. Él era la luz de su vida, aquella persona que daba sentido a todo cuanto había vivido en el pasado. Lo supo desde la primera vez que le vio, en los jardines de Luxemburgo: habían nacido para amarse el uno al otro y todos los días daba gracias a Dios por ser dichosa a su lado.

Le amaba tanto... Sólo el pensar en él bastaba para que su pecho se hinchara y una sonrisa asomara a sus labios. Realmente era muy afortunada, con Marius podía conversar de cualquier cosa, habían reído y llorado juntos, siempre habían estado el uno al lado del otro - desde el momento en el que se conocieron, incluso cuando aún no conocían sus nombres, estuvieron juntos en sus pensamientos -. Marius sentía adoración por ella y ella jamás había amado tanto a nadie en toda su vida. Juntos formaban un joven matrimonio feliz que representaba el amor y la esperanza en un mañana mejor incluso después de la caída de las barricadas el año pasado.

Cosette se mordió el labio inferior al recordar aquel episodio y dejó escapar un suspiro a modo de lamento: recordaba perfectamente aquella noche, aquella terrible noche en la que se encontraba oyendo los disparos y los cañones en las calles de París, sin poder hacer otra cosa que esperar y rezar con todas sus fuerzas para que Dios mantuviera a Marius y a sus amigos a salvo, para que todos pudieran volver a casa. Lamentablemente, las plegarias de Cosette habían sido escuchadas tan sólo en parte, algo que sucede con especial frecuencia durante las guerras: muchos rezaron por el regreso de sus seres amados aquella noche de Junio de 1832, pero muy pocos fueron los que pudieron recuperar de la caída de las barricadas algo más que un cuerpo sin vida. La joven había sido afortunada: gracias a la entrega y el amor de su padre, Marius había vuelto a casa.

Había tenido mucho tiempo para pensar en lo peor la noche de las barricadas y siempre se encontraba con el muro de que la vida sin la presencia del joven Pontmercy no era una perspectiva que quisiera tener siquiera en cuenta... Debía tanto, tanto a su padre que hubiera corrido todos esos riesgos para salvar a su amado que sabía que nunca, por mucho que viviera, podría estar lo suficientemente agradecida.

Y, sin embargo, ahora le sentía más lejos que nunca.

Cosette sabía que Marius no tenía culpa de ello, al menos no totalmente. Al acercarse la fecha de la muerte de su padre, la joven había buscado cierta soledad para poder vivir el dolor de su ausencia sin preocupar en demasía a su esposo. Marius Pontmercy poseía un corazón tan genuinamente bueno y puro que de inmediato perdería el sueño con tal de hacer que Cosette volviera a sonreír y ella lo sabía, lo sabía tanto como que necesitaba un tiempo para echar de menos a su padre. Lo extraño de toda aquella situación era que Marius parecía encontrarse en otro mundo los momentos que estaban juntos, distraído con sus propios pensamientos...

A Cosette le asustaba la idea de que el amor de Marius pudiera haber menguado en aquellos meses, tan dichosos para ella, que llevaban casados. Hacía que el corazón se le encogiera en el interior de su pecho y que sintiera que no podía respirar: no podía perderle, tan simple como eso, la mera idea de ello era lo suficientemente horrible para apartar de su mente al momento. La joven alzó la mirada al cielo azul que brillaba cálidamente sobre ella: no debían ser apenas más que las cinco o seis de la tarde, normalmente Marius dedicaba aquellas horas a curiosear la biblioteca pero le dijo a Cosette que no encontraría a su marido allí, no después de lo abstraído que parecía aquellos últimos días.

Con cuidado, la joven se incorporó apoyándose en el tronco del árbol contra el que se había recostado y echó un vistazo a la fachada del que era ahora su hogar. Como si de un secreto susurrado por la brisa de verano se tratara, Cosette se recogió un poco las faldas del vestido para atravesar el jardín hasta llegar al porche con una nueva idea en la mente: no creía que Marius se encontrara lo suficientemente despejado como para dedicar su tiempo a los libros, pero sí tenía una corazonada de dónde podría hallarle. Había un pequeño cuarto en aquella casa donde el joven había guardado gran parte de los recuerdos que le ligaban a su época de universidad y sus amigos del Musain. Marius no hablaba apenas de ellos, pero cuando lo hacía le era imposible no emocionarse: al igual que le pasaba a ella al hablar de su padre.

La joven dama subió las escaleras que conducían a la primera planta y recorrió un largo pasillo antes de llegar a la puerta entreabierta de aquella pequeña estancia. Se detuvo allí y permaneció atenta, aún preguntándose si estaba mal por su parte querer descubrir los secretos de Marius, cuando escuchó un ligero sollozo. Cosette vaciló unos momentos más y empujó con delicadeza la puerta, haciendo que ésta se abriera finalmente por completo.

Y allí le encontró, con las mejillas completamente empapadas por unas lágrimas que no habían dejado de brotar de sus ojos enrojecidos y con el rostro contraído por el dolor y la añoranza. Apenas habían pasado unos instantes cuando Marius volvió el rostro, encontrándose con la mirada de Cosette, advirtiendo por fin su presencia en la sala: el joven intentó tragar saliva y parpadeó para aliviar la irritación de sus ojos, pero cuando trató de pronunciar el nombre de su esposa un sollozo quebró sus palabras, haciendo que Marius derramara nuevas lágrimas y apoyara lastimeramente su frente en una de sus manos.

La propia Cosette tenía un nudo en la garganta, no únicamente por ver a su marido tan desconsolado, sino también por los recuerdos de aquella fatídica noche en que las barricadas cayeron, en la que tantas madres, esposas y hermanas esperaron el regreso de unos seres queridos que no volverían nunca. Sin necesidad de que Marius dijera nada más, Cosette atravesó la estancia lentamente hasta donde se encontraba el joven, arrodillándose a su lado y posando una de sus manos en el rostro de Marius, haciendo que se volviera hacia ella. El joven pudo ver también la tristeza y las lágrimas contenidas en los ojos de Cosette, quien besó con delicadeza su mejilla para después tomarle del brazo y sentarse apoyada en él, entrelazando sus manos, dándole fuerzas en aquellos momentos que traían tan funestos recuerdos.

Marius abrazó a Cosette, dando rienda suelta a la pena que había reservado únicamente para sí mismo y besó la cabeza de la joven con devoción y agradecimiento: ahora que ella estaba allí, se sentía como un tonto al haberla estado evitando todo este tiempo. Era verdad que quería evitarle sufrimiento y preocupación, pero ella era la luz de su vida y por nada del mundo quería imaginar siquiera a Cosette en una situación semejante, sumida en la desgracia sin acudir a él. Suerte que la tenía a ella, suerte que ambos se tenían el uno al otro.

Pasó el tiempo: segundos, minutos, puede que incluso horas... Y allí seguían, sosteniéndose el uno al otro, con las frentes apoyadas y las manos firmemente entrelazadas, donde únicamente se movían los pulgares para acariciar la mano del otro con ternura. Cada uno a su manera, ambos jóvenes habían pasado por momentos a lo largo de sus vidas en los que se habían sentido terriblemente solos: Marius al abandonar la casa de su abuelo para aventurarse en las calles de los barrios pobres de París, Cosette durante el tiempo que vivió bajo el "cuidado" de los Thenardier.

Aquellos habían sido días terribles para ambos, pero ellos habían encontrado el uno en el otro un lugar donde refugiarse y sentirse a salvo. Muy conocida es la frase que reza "el hogar está donde habita el corazón" y nunca hubieron palabras más ciertas: el corazón de Marius habitaba en Cosette, y el de Cosette en Marius.

Juntos habían formado un hogar.

Marius alzó la mirada, encontrándose con los ojos claros de Cosette, y no pudo contener una sonrisa emocionada al contemplar el rostro de la joven, quien esbozó a su vez una tierna sonrisa. Eso era lo maravilloso de los ojos de Cosette: eran de un color azul tan claro y puro que Marius veía reflejados en ellos todo lo bueno que existía en el mundo, veía la promesa de que era posible vivir siendo feliz, después de todo. Eran ojos que le infundían valor, esperanza y, sobre todas las cosas, un amor tan inmenso que jamás hubiera esperado sentir algo similar con otra persona. Cosette le inspiraba ser mejor persona, le hacía ver el mundo con ilusión renovada y todo ello sin siquiera propónerselo.

Ella era la promesa cumplida de que podía volver a ser feliz.

Con sólo mirarla volvía a sentir el mismo escalofrío que había sentido al verla surgir de entre las enredaderas de jazmín del jardín de la casa Rue Plumet, la sensación de divina suerte de poder contemplarla de nuevo y preguntarle al fin cuál era su nombre, pregunta que Cosette había respondido tras esbozar una sonrisa timida y haberse apoderado de sus mejillas el rubor de una muchacha enamorada.

Marius se inclinó hacia su esposa besándola en los labios, gesto que ella respondió a su vez apoyando con delicadeza su mano en la mejilla. Sin decir ninguna palabra, pues no hacían falta, ambos supieron que no debían temer las crueldades de sus pasados y la incertidumbre de su futuro, pues mientras la vida los mantuviera unidos, siempre tendrían ese lugar para encontrarse, cada vez como el primer día, en la mirada del otro.

Cuando el beso se desvaneció finalmente entre la respiración de los amantes, la joven guió la mano de Marius hasta posarla sobre su aún vientre plano: cuando Cosette se había dado cuenta de su estado, se encontró con que no sabía muy bien cómo darle la noticia a Marius y qué bien recordaba ahora que muchas de las cosas más hermosas de este mundo comenzaban únicamente con un instante parado en el tiempo, una simple mirada y un millón de palabras no dichas. El rubor se apoderó de las mejillas de Marius Pontmercy, que únicamente apartó la mirada del vientre de su esposa para confirmar en sus ojos lo que su mente aún sólo sospechaba, y apoyó nuevamente su frente en la frente de su esposa, quien volvió esbozar una luminosa sonrisa.

Algo en sus vidas había terminado, sí, pero únicamente para dar paso algo bello y nuevo a la vez.

Amar al semejante realmente era contemplar el rostro de Dios.

personaje: cosette, pareja: marius/cosette, fanwork: fic, personaje: marius pontmercy, amigoinvisible2013

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