Número: 083/100.
Título: Esperanza debida [2/2].
Fandom: Hyouka.
Claim: Oreki Houtarou/Chitanda Eru.
Extensión: 1209 palabras.
Advertencias: Post-series.
Notas: Para la Tabla Abecedario de
retos_a_lacarta y el
quinesob Esperanza debida (Continuación).
Cuando llega a la calle, no tarda mucho en encontrarla. Gracias a Dios no lleva bicicleta -¿cómo podría, ahora que es mayor y debe ostentar la dignidad de su familia-, una figura rosa, como una vida rosa y vibrante, caminando a no más de 30 metros de donde se encuentra él. No sabe en realidad qué va a decirle, miles de ideas alocadas cruzan su cabeza, desde el clásico de las películas <¡No te cases con él!>, hasta el disparatado pero no menos cierto <¡Yo te amo!>. No sabe qué va a decirle, pero quiere alcanzarla, quiere ver su rostro, como no pudo verlo ese día en el festival de los cerezos, cuando dejó morir su curiosidad para salvaguardar su estilo de vida.
Alcanzar a Chitanda, sin embargo, es una tarea un tanto imposible. Sus pasos certeros, son seguros y rápidos y mientras él la sigue, con toda la energía que es capaz de gastar -quizás incluso más de la que ha gastado en toda su vida-, no puede cerrar la distancia entre ellos, que permanece constante, a pesar de las personas, los cruces de calle y los semáforos.
<¿Qué es esto?> se recrimina una y otra vez, paso tras paso en su alocada carrera. Pronto la ciudad queda atrás para dejar paso a grandes extensiones de pasto, de campos de cultivo y árboles en flor. <¿Qué es esto? ¿Se siente Satoshi así también? ¿Culpable? ¿Arrepentido?> nunca se lo ha preguntado, hay ciertos temas tabú entre ellos, palabras difíciles de expresar, barreras insalvables. Y mientras camina, Houtarou se pregunta si no son estas barreras, más que su estilo de vida, las que le han negado -se ha negado a sí mismo, más bien-, diversas cosas durante su vida.
Una barrera entre el mundo y él, una burbuja protectora para su cuerpo cobarde. Chitanda sigue caminando en la lejanía, aunque ahora, efecto óptico o no, la siente un poco más cerca, puede ver el contoneo de su coleta a cada paso que da, las suelas de sus zapatos claros cada vez que levanta un pie, el movimiento de sus manos, seguro al andar. Puede verla y entender mejor esa curiosidad creciente en ella, no por ser molesta y fastidiosa, como una vez creyó, en esos primeros días tras conocerse, sino como una manera de salvar la distancia entre esa barrera y ella, una barrera que su apellido había impuesto y que sólo era capaz de saltar con su inagotable curiosidad.
, piensa él y le arden las piernas, los músculos parecen gritar. . Tiene ganas de gritarle, llamarla para que se detenga con cualquier excusa, cometer una tontería, pero nuevos pensamientos invaden su mente, esa mente que a veces detesta porque puede resolver misterios que no deberían ser expuestos, juntar pistas que deberían ser olvidadas. .
.
La casa de los Chitanda se ve en la lejanía, un edificio imponente, una fortaleza impenetrable donde la princesa, por voluntad propia se encierra cada día. Al verla, Houtarou se siente un tanto empequeñecido, un poco cobarde e insuficiente. Ha descubierto el misterio de Chitanda Eru, tras tantos años de observar y convivir en silencio, presumiblemente también ha encontrado una respuesta extra, algo qué ofrecer comparado con esa jaula de oro en la que reposa, pequeño pajarillo de alas encantadas. Pero, ¿de verdad puede competir con dicha familia? ¿De verdad tiene las agallas para hacerlo?
Llevársela, ésa es su solución. Llevársela muy lejos, lejos de esa ciudad, ese pueblo, lejos de sus obligaciones, de sus deberes y fortuna. Enseñarle el mundo en la medida de sus posibilidades, los pueblos alrededor de la costa, el curioso espectáculo de luces en la bahía de Enoshima, los festivales en Tokyo, las grandes ciudades del sur. Llevársela, llevársela, porque ya se ha imaginado una vida a su lado, aunque le cueste admitirlo aún para sí mismo.
<¿Y querrá ella ir contigo?>, la pregunta lo asalta, lo obliga a buscar nuevamente en su memoria por pistas, reconstruir la escena muy a lo Sherlock Holmes. La respuesta es afirmativa, aunque no sabe si su juicio está basado en puebas lógicas o en lo que quiere creer, alucinaciones de una mente en shock. Pero si quiere llevársela debe apresurarse, porque una vez se cierre la jaula de oro nadie más podrá entrar y la mansión de los Chitanda está cerca, tan cerca que puede oler el té que preparan dentro, así como también el polvo y la vejez de sus componentes.
-¡Chitanda! -grita, cuando siente que la ha perdido de vista, que su oportunidad se ha perdido para no volver más. Apenas lo ha logrado, se ha detenido en la entrada de la casa, antes del pequeño sendero que conduce al timbre y la puerta principal. Sus ojos, está equivocado, no están llenos de lágrimas. Se mantiene fuerte como la heredera que es, como la joven que es, dispuesta a aceptar su destino.
-Oreki-san -no le pregunta porqué la ha seguido, una pista más que avala sus conclusiones sobre ella. Pronto quedan cara a cara, en ese camino rural olvidado, de un mundo que debió terminar hace cien años, cuando aún había matrimonios arreglados y guerras absurdas.
-Espera -dice y alza una mano en el aire, como si quisiera tocarla-. Yo...
Eru comienza a caminar hacia la entrada y abre la puerta con naturalidad, un escape a las palabras que él tenga que decirle, a las alternativas que puedan abrirse ante sus ojos. Tiene un deber para con sus padres, más que un deber consigo misma y por eso no puede, no quiere escuchar más.
-Lo siento, Oreki-san, pero está decidido -la puerta se cierra entre ambos, regalándoles un último vistazo. Chitanda Eru, sumida en la oscuridad proyectada por la puerta. Houtarou, bajo la brillante luz del sol. Dos mundos distintos, definidos para siempre-. No hubiera funcionado -confiesa Chitanda unos segundos después, cuando la puerta ya está cerrada y Houtarou puede imaginársela recargada sobre ella, quizás ahora sí sucumbiendo ante las lágrimas-. Vete, por favor.
Houtarou se da la vuelta, encarando el largo camino de regreso a casa. Las palabras de Chitanda se le han clavado profundo, matando cualquier esperanza en su interior. , quizá no, porque habrían tenido que enfrentar a sus padres, pero al menos lo habrían intentado, ¿no es así?
Pero en el fondo, las palabras de Eru esconden algo más. Un último pensamiento que le duele más que otro, quizás incluso más que haberla perdido antes de empezar.
Ella nunca tuvo esperanza en él, ni en sí misma, ni en que podría salvarla.
Nunca tuvo la esperanza debida.
FIN.