Título: El largo camino
Personajes: República Dominicana (Gregorio Duarte ©
know), Haití (René Ogé ©
karasuhimechan) // Guatemala (Efraín de la Vega ©
sariachian), Honduras (Luis Ángel Morazán del Valle ©
makotohayama), Puerto Rico (Blanca Ruíz ©
la_tamy), Perú (Miguel Alejandro Prado ©
kuraudia), México del Norte (Juan Pedro Sánchez), México del Sur (Itzel Sánchez) y Argentina (Martín Hernández), los tres últimos de
roweinClasificación: R por violencia
Advertencias: AU, zombis, sinsentidos. Muerte de un personaje secundario.
Nota: Para escribir este fic me basé mucho en el texto The Zombie Survival Guide: Complete Protection From The Living Dead, de Max Brooks. Intenté hacerlo más o menos creíble. No todos los personajes aparecen desde el comienzo de la historia. Se mencionan algunos otros personajes. Está más o menos beteado y corregido por mí misma, pero soy la peor persona para corregir sus propios textos.
El largo camino: I El largo camino: II El largo camino: III IV
Los supuestos métodos para llegar a la Ciudad de México consistían en conducir como almas que lleva el diablo hasta llegar a Calexico, en California, dejar el vehículo abandonado, colocarle un explosivo y seguir a pie por veinte minutos hasta llegar a una bodega abandonada. En el interior de la bodega había cajas apiladas, trozos de tela suficientemente grandes para cubrir un vehículo, y más de una rata. Había una puerta pequeña en una de las paredes. Para Gregorio y René (quien para ese momento ya no estaba totalmente inmovilizado por las cadenas), ir a un lugar así no tenía sentido. ¿Cómo iban a cruzar hacia México? Quizá aquélla era sólo una parada para reabastecerse de algunas cosas. ¿Pero entonces por qué habían detonado la camioneta?
-Tendremos que bloquear el paso -dijo Itzel mirando a los demás-. Y nos quedaremos sin una entrada.
-Girl, we already knew that before we came -respondió Blanca con una sonrisa-. ¿Qué importa? No tenemos planes de infiltrarnos en los próximos meses. Y si los hay, ¿por qué nadie me lo ha dicho para tenerlo en mi agenda?
-Antes de irnos tengo que tratar su herida -añadió Miguel quien para ese momento buscaba algo dentro de una de las tantas cajas-. Tienes suerte de que en cada una de las entradas tengamos lo necesario para esta clase de situaciones -añadió mirando a Gregorio.
-¿Cuánto tiempo necesitas para remendarlo? -preguntó Luis Ángel inclinándose sobre Gregorio para ver más de cerca su mano. El paño estaba completamente teñido de rojo y aunque la sangre había dejado de fluir como lo hiciera al principio, era una herida aparatosa.
-Hazlo en diez minutos -dijo Pedro antes de que Miguel pudiera responder. El peruano suspiró.
-No me pidas milagros.
-Que sean quince.
Cuando Miguel retiró el paño ensangrentado, Gregorio se sorprendió de ver su mano herida. Dolía tanto como parecía, y supuso que no sería agradable aquello de la sutura. Estuvo tentado a sugerir que simplemente le vendaran la mano y que siguieran con el camino, pero antes de poder hacerlo, Miguel destapó una botella pequeña y vació algo de su contenido sobre la piel. El grito de Gregorio resonó en el interior de la bodega. El resto de la operación estuvo lleno de gritos, quejas, insultos hacia Miguel y claro, hacia cualquiera que hiciera algún comentario cuestionando la masculinidad de Gregorio por quejarse cuando el médico del grupo le anestesió la mano y comenzó a suturar. Punto por punto.
Minutos después (más de los quince que Pedro solicitó), Duarte se encontraba con la mano adormecida, suturada y cubierta con una gasa y una venda. Según lo dicho por Miguel su mano permanecería parcialmente inmovilizada por dos o tres semanas, noticia que fue recibida con desgano. Si no podía usar la mano ¿cómo iba a manipular sus armas? Sí, podía usar sólo una pistola, pero una simple pistola no era de mucha ayuda cuando se está rodeado por un ejército de zombis. Puede que ya no estuviera en sus tierras, pero zombis había en todo el mundo, no eran algo que se hubiera quedado atrás al dejar la isla.
Sin darle tiempo a las quejas, llegó el momento de partir. En ese momento Gregorio notó que mientras él se encontraba a gritando improperios contra el médico del grupo y amenazándole de muerte, alguien (posiblemente Pedro y Luis Ángel), había movido algunas de las cajas, dejando al descubierto un agujero iluminado por un par de focos. Al asomarse, el dominicano sintió un escalofrío recorrer su espalda. Aquel agujero le daba mala espina. Tal vez no tenía razones, pero había escuchado miles de historias de zombis ocultándose en minas abandonadas o en túneles vehiculares, y simplemente, si se lo preguntaban, preferiría alejarse de ese lugar.
Pero evidentemente nadie le preguntó, y terminó siguiendo al resto del grupo por unas escaleras hasta pisar el fondo, aproximadamente unos diez metros hacia abajo. Aunque al estar arriba el agujero se veía tétrico (y a eso se sumaba el nerviosismo por no saber exactamente qué hacían ahí), una vez estando en su interior el lugar no era para nada aterrador. Era un túnel, eso era evidente, y Gregorio calculó que tenía unos seis o siete metros de ancho, aunque la entrada fuera más angosta. Las paredes y el techo estaban reforzados con vigas de madera y placas de metal, también había instalación eléctrica a lo largo del camino, y un sistema de ventilación. No se veía el final del mismo, pero si la entrada era así, no había razones para pensar que la salida sería diferente.
-Exactamente a dónde nos lleva este túnel -preguntó René. Era la primera vez que hablaba desde que recuperar la conciencia al salir del laboratorio y la tensión en más de uno de los que no estaba acostumbrado a oírle era evidente.
-A Mexicali, que ya pertenece a México -respondió Miguel con calma
-¿El túnel cruza la frontera entre ambos países? -preguntó el zombi con genuino interés.
-Es uno de los llamados narcotúneles -respondió Blanca volteando a verles-. Éste en particular fue descubierto por el ejército mexicano a principios del 2013, cuando apenas tenía unos 30 metros de construcción.
-Pensé que esta clase de lugares eran custodiados por militares -añadió Gregorio mirando a su alrededor. Aunque afuera hacía calor, ahí dentro comenzaba a descender la temperatura.
-Los militares tienen otras preocupaciones ahora -dijo la puertorriqueña encogiéndose de hombros-. ¿Quién tendría tiempo para custodiar narcotúneles cuando hay hordas de no-muertos por todas partes, dispuestas a comerse vivo a cuanta persona se le ponga enfrente? Los gobiernos no se preocupan tanto por esto porque el narcotráfico dejó de ser su principal problema.
-En realidad estos túneles nunca fueron custodiados -dijo Pedro, añadiéndose a la conversación pero sin voltear a ver a los demás. Junto a él, Itzel permanecía en silencio-. Al igual que muchas otras cosas que involucraron al narco, sólo fueron actuaciones para que la gente pensara que el gobierno hacía algo. Como si esos hijos de puta supieran hacer algo, para empezar.
Nadie respondió. Por un momento, Gregorio y René fueron conscientes del ambiente denso que se había formado dentro del túnel. Ninguno de los dos sabía cómo explicar lo que sintieron, pero era evidente que algo había con Pedro y con Itzel. No estaban seguros de qué. Daba la impresión que la persona que llevaba las riendas del equipo era Itzel, y quizá lo era a juzgar por la manera como había dado órdenes y organizado la huida al salir del laboratorio. Era muy notorio que ambos eran personas de cuidado, aquéllas con las que no quieres tener problemas porque pones en peligro tu integridad física. Además el machete de Itzel era amenazante, y Gregorio había comprobado que realmente estaba muy afilado.
*
Eran las cinco de la mañana del 25 de marzo del 2016 cuando salieron túnel (por una bodega similar a la que se encontraba en California, en una zona abandonada de Mexicali), el plan fue seguir por tierra. No tenían otra opción: en avión era imposible viajar con René formando parte del grupo, y por mar era absurdo llegar al destino planeado. Después de hablarlo por menos de diez minutos, se dividieron en dos grupos: en uno irían Luis Ángel, Blanca e Itzel; en el otro, Pedro, Miguel, René y Gregorio. Los primeros subieron en un Volkswagen Jetta GLI del año 2005, color humo, mientras que los demás se encaminaron hasta un Jeep Compass del 2009, en color rojo, un tanto maltrecho. Sin hacer tanto alarde, se despidieron, prometiendo encontrarse en la Ciudad de México en los próximos dos días.
-¿Por qué nos veremos hasta dentro de dos días? -preguntó René una vez estuvieron en el vehículo.
-Son aproximadamente cuarenta horas de viaje en auto desde aquí hasta Ciudad de México -respondió el peruano mientras se acomodaba en el asiento del copiloto-. Aunque es probable que hagamos menos tiempo con el conductor designado el día de hoy -Pedro no respondió.
-¿Tanto tiempo? -preguntó el zombi.
-México es un país grande, y estamos muy al norte -Miguel se encogió de hombros y les miró por el espejo retrovisor.
-Conduciré rápido -murmuró Pedro al incorporarse a la carretera-. Necesitamos avanzar lo más que podamos antes de que anochezca.
-¿Por los zombis? -preguntó Gregorio.
-Por eso, sí -respondió Miguel y Pedro aceleró más allá del límite de velocidad que se marcaba en la orilla del camino-. Pero también porque en cuanto comienza a oscurecer hay retenes militares en todas las carreteras, en especial en las que conectan el centro con el resto del país.
-Si nos retienen -continuó Pedro-, revisarán la camioneta y aunque los militares de este país son idiotas, notarán que traemos un zombi con nosotros.
-Quizá tendríamos problemas con las armas -añadió el peruano-. Portar armas es legal en este país desde hace unos años, pero no creo que al ejército le haga mucho gusto encontrar más de las permitidas y de calibres que sólo ciertas personas pueden poseer.
-Nos confiscarían todo y nos llevarían presos-farfulló el mexicano; miró de reojo a Miguel antes de continuar-: quiero llegar a Sinaloa antes de que anochezca.
-Como quieras, tú conduces. Pero son como diecisiete o dieciocho horas hasta allá.
-Llegaremos antes de las siete de la noche si no hacemos paradas innecesarias. Y tengo cigarros en la guantera, podrás fumar todos los que quieras.
-Chévere. ¿Y al menos pasaremos a comer a algún lugar?
-Si ves un McDonald’s o algo similar, avísame.
Nadie comentó nada después de aquello.
Ésas fueron las catorce horas más largas en la vida de Gregorio (porque sí llegaron antes de las siete a donde Pedro había dicho), no sólo porque avanzar en auto era cansado y muy diferente a cuando viajaba solo en su motocicleta, sino porque durante todo el camino Pedro y Miguel apenas si conversaron con él. En realidad quien se mantenía esquivo era el mexicano, el otro ya había demostrado que era alguien amable y que se preocupaba por entablar una conversación con los demás para romper el hielo. Pasaron la noche en un hotelucho que se encontraba junto a la carretera; René tuvo que escabullirse a la habitación que compartirían los cuatro para que el dueño del hotel no se diera cuenta de lo que era. Fue sencillo, el hombre estaba prácticamente ciego y la persona encargada de cobrar no les prestó la menor atención.
Al estar en la habitación, Miguel se acercó a Gregorio para preguntarle por el estado de su mano y si aún tenía dolor. Aunque Duarte no había hecho comentario alguno (porque sí, aún le dolía, pero no se quejaba), Miguel era consciente de que las heridas en las manos eran dolorosas, y más una como la que Gregorio se había hecho. Después de unas preguntas y de pedirle que hiciera algunos movimientos lentos y suaves con sus dedos, el peruano le indicó que su mano permanecería inmóvil por una semana antes de realizar la primera curación.
La noche fue tan silenciosa como el camino hasta aquel lugar. Gregorio sólo necesitó colocar su cabeza en la almohada casi plana y cerrar los ojos para quedarse completamente dormido. Si bien había dormitado durante el camino, no era lo mismo que descansar en una cama, y mucho menos en una que no tenía correas de cuero para sujetarlo e inmovilizarlo. Despertó cuando Miguel sacudió su hombro y le indicó que eran las siete de la mañana y que debían continuar con su camino. René permaneció la noche en vela, sentado en una esquina, sin hacer un solo ruido o decir palabra alguna. No se lo dijo a Gregorio, pero Pedro y Miguel tomaron turnos al dormir, para que quien permaneciera despierto pudiera vigilarlo. No los culpaba por desconfiar de él.
Continuaron con su camino después de un rápido desayuno (una comida extraña preparada tortillas en trozos recubiertos con una salsa a base de chile, llamada chilaquiles, que para Gregorio fue prácticamente incomible, para Miguel no tan picante como lo que cocinaba Itzel, y para Pedro, falta de sabor), y mientras avanzaban por las carreteras de México, Gregorio y René de sorprendieron por el cambio que sufría el paisaje desde que habían dejado Mexicali. Hasta ese momento habían pasado del calor infernal y lo árido del desierto, a una zona igual seca, pero con un tipo de calor diferente. Con el pasar de las horas, y mientras se acercaban a la capital del país, la vegetación cambió, dando paso a más árboles, más tierra verde, más sembradíos y menos calor.
Llegaron a la Ciudad de México a las 8:10 p.m. del 27 de marzo del 2016.
*
Pedro estacionó el jeep en una calle prácticamente desierta. A esa hora la ciudad completa permanecía en silencio, el toque de queda comenzaba a las 9:00 p.m. Pronto las calles serían custodiadas por elementos de la Armada de México y detendrían a cualquier persona sospechosa, si es que tenía suerte. En el peor de los casos, le dispararían sin preguntar. Todo fuera por evitar que la pandemia de zombis invadiera la principal urbe del país. Los tres muchachos y el zombi bajaron del vehículo y Pedro accionó la alarma. A unos metros, pero al lado contrario de la calle, se encontraba el Jetta en el que los demás habían viajado.
Más de un perro aullaba en la calle, quizá por la presencia del zombi. René buscó con la mirada el nombre de la calle, pero no encontró ningún letrero. Miguel y Pedro les indicaron que los siguieran; se detuvieron frente a un edificio de tres pisos pintado en una mezcla de marrón y beige. Parecía viejo, como el resto de los edificios en aquella calle, y seguramente en la zona. El peruano sacó unas llaves de su bolsillo y se apresuró a abrir la puerta. Escucharon los seguros abrirse y tras darle una vuelta a la última de las cuatro llaves necesarias para abrir los cerrojos, Miguel empujó la portezuela y se hizo a un lado para dejarles entrar.
El interior estaba oscuro. Miguel cerró la puerta detrás de ellos cuando todos estuvieron dentro, Blanca pasó su mano por la pared hasta encontrar con el interruptor de la luz, que parpadeó al encenderse. Estaban en un pasillo que daba directamente a unas escaleras de caracol que se veían viejas. Las ventanas estaban clausuradas con periódico y tablones de madera; el interior olía a viejo, a polvo y a moho. Todo junto. Gregorio se sintió un poco mareado al entrar, pero supuso que sería cuestión de tiempo para acostumbrarse al olor. El olfato, después de todo, era un sentido perezoso y pronto se acostumbraba al ambiente.
-Es por acá -dijo Miguel y su voz resonó en el lugar. Comenzó a subir las escaleras y todos le siguieron, con Pedro cerrando la marcha.
-¿Qué es este lugar? -preguntó René, hablando por primera vez en mucho tiempo.
-Nuestra base secreta -respondió el chico-. Temporalmente. Hasta que decidamos movernos o nos veamos obligados a huir, lo que pase primero.
-Esperamos que no sea la segunda opción -murmuró Pedro.
Una vez subieron dos pisos, Miguel se detuvo. Abrió una puerta y entró. Pedro les hizo señas para que ellos también entraran. El interior no tenía nada de excepcional. Era como entrar a una casa cualquiera: había una sala, un comedor pequeño, una cocineta, y al fondo un pasillo. Miguel los condujo por ahí. Aunque la casa tenía muebles y pese a los trastos en la cocina, se sentía un ambiente frío e impersonal. Gregorio supuso que era porque aquel lugar realmente no era el hogar de nadie, sólo una base, un lugar en donde protegerse.
-¡Finalmente llegan!
Gregorio volteó al frente en cuanto escuchó la voz desconocida. Frente a ellos estaba un chico más o menos de la estatura de Miguel, con gafas. Su ropa lucía vieja pero pulcra, no se veía ninguna arruga ni manchas en ella.
-¿Qué tal el camino? -preguntó dándole la mano a Miguel y después a Pedro.
-Largo -respondió el peruano.
-Cansado -dijo Pedro al mismo tiempo-. Me duele el culo de estar tanto tiempo sentado, la cabeza de estar atento al camino y los pies por los pedales. ¿No podemos tener una troca automática?
-Me temo que no. Nuestro presupuesto no da para eso -respondió el muchacho de las gafas. Pedro puso los ojos en blanco.
-Güey, los carros son robados, nos adueñamos de esta vecindad abandonada, la comida nos la regalan y estamos colgados de la luz. No me salgas con jaladas.
-Si robas una camioneta automática, puedes quedártela -respondió el chico encogiéndose de hombros, restándole importancia.
-Va.
Pedro no dijo más, pasó junto al chico de las gafas y siguió derecho por el pasillo. Miguel y el muchacho se miraron y sonrieron ligeramente. La atención se fijó entonces en René y Gregorio.
-Bienvenidos -dijo el chico extraño-. ¿Qué tal su viaje? No me digan. Cansado y largo y seguro les duele todo. ¿Tienen hambre?
-No realmente -respondió René. El chico le miró fijamente por unos segundos y hasta que asintió.
-Me llamo Efraín -dijo, los recién llegados no respondieron-. Me habría gustado ir con los demás para ayudar en su rescate, pero apenas si puedo cuidarme a mí mismo estando aquí, imagino que habría muerto si iba. Seguro se preguntan qué es lo que está sucediendo, pero todo será explicado a su debido tiempo.
-Saben un poco ya -intervino Miguel.
-¿Qué tanto?
-Lo básico: estamos buscando la cura.
-¡Ah! Entonces no hay más qué explicar. Salvo la parte en la que les digo que nos vamos Sudamérica.
*
Efraín resultó ser el científico loco de aquel singular grupo. Después de recibirlos y de soltar así como así que en una semana partirían a Sudamérica, se había encargado de explicar más o menos a detalle la situación en la que se encontraban, por qué sabían de su captura, cómo le habían hecho para rescatarlos, y más importante aún, qué razones tenía para haberles ayudado. Efraín había trabajado en el laboratorio en el que estuvieron cautivos y se había visto obligado a huir de ahí y esconderse en México por haber robado los resultados de unas pruebas confidenciales. Nada del otro mundo.
No ahondó en su relación con los demás ni cómo es que se había formado tan singular grupo; sólo mencionó que mantenía contacto con un laboratorio en Sudamérica en el que trabajaban algunos científicos intentando encontrar la cura para el virus zombi antes que lo hiciera Estados Unidos. Mientras hablaba, René notó algo de rencor en sus palabras. No lo mencionó, la prudencia así se lo decía, pero tomó nota mental de, en un futuro, indagar un poco más sobre las verdaderas razones que había detrás de aquella locura.
-Hemos contactado con estas personas -agregó-, trabajo con ellos a distancia desde hace un año, aproximadamente. Más que nada analizando datos y dando mi opinión porque no puedo ver muestras por mí mismo -suspiró-. Cuando supimos que los tenían en los laboratorios de California y después de un poco de información recibida por un amigo que sigue pensando seriamente en desertar de su trabajo allá e ir a trabajar con los sureños, decidimos que ir hasta la sede y someterlos a algunas pruebas es lo más conveniente ahora mismo.
-¿A qué parte de Sudamérica? -preguntó Gregorio, interrumpiendo por primera vez desde que Efraín comenzara a hablar.
-Argentina -respondió el científico.
Duarte asintió. Era bien sabidos por todos que el Cono Sur era una de las zonas más protegidas y vigiladas, ahí se encontraban los pocos lugares que podían jactarse de no haber sido infectados en los años recientes. ¿Era que se dirigían a uno de ellos? Las urbes estaban custodiadas, las zonas infectadas tenían vigilancia extra 24/7. No le sorprendía que tuvieran que trasladarse a uno de ellos.
-Trabajaremos con un grupo de personas de distintos países -continuó René-: Uruguay, Paraguay, Brasil, Venezuela, Colombia. Europeos también.
-¿Entonces todo está listo? -preguntó Miguel. Efraín se llevó una mano a la barbilla.
-En teoría, sí -respondió-. Pero por precaución, enviarán a alguien a confirmar la existencia de -miró a René-, ¿tu nombre?
-René Ogé -Efraín asintió.
-Confirmarán la existencia de René y que es un ser consciente de sus actos. Y también necesitan conocer a la persona que es inmune -añadió mirando a Gregorio.
-Suena como una película de ciencia ficción -se quejó Gregorio-. ¿Y qué pasa si yo me niego a ir? -preguntó. Notó que Efraín se tensaba.
-Desgraciadamente, al ser el único aquí inmune al virus, tu presencia es indispensable. Claro que puedes quedarte aquí en México si quieres, pero será cuestión de tiempo para que alguien más note lo que sucede contigo, y créeme que no te preguntarán ni te tratarán tan bien como nosotros. No necesito recordarte lo que sucedió en California, ¿o sí?
Gregorio apretó los labios con fuerza, enfadado.
-Ir con nosotros podría ser útil para encontrar la razón por la que eres inmune al virus -intervino Miguel poniendo una mano en el hombro de Gregorio-. Velo desde ese punto de vista. Y quizá podamos detener... ya sabes -añadió mirando de reojo el hombro que había sido mordido por René. Miguel no era tonto y se había dado cuenta.
Gregorio bufó. Efraín relajó su expresión. Uno de los teléfonos comenzó a sonar y se apresuró a contestar. Un par de segundos después colgó y miró a los demás.
-Era Itzel: hora de comer -anunció con una sonrisa en su rostro.
-¿Algo picante y muy mexicano? -preguntó Miguel. Efraín asintió y se puso de pie-. No podría ser de otra manera -suspiró el peruano con resignación.
*
Durante casi todo el tiempo que siguió al inicio de la pandemia, Gregorio había estado solo. Evitar la convivencia con otras personas era una parte esencial para sobrevivir; los zombis solían buscar grupos humanos, atraídos siempre por su olor, y una persona llamaba menos la atención que una agrupación. Y más importante aún: al no convivir con otros humanos era más sencillo olvidar los lazos afectivos y concentrar la atención en lo importante: continuar con vida.
Por eso es que convivir con otras personas después de tantos años (el tiempo pasado junto al zombi no contaba, claro que no), se sintió extraño al principio. Y no ayudaba el hecho de que sus nuevos compañeros fueran unos locos salidos de sabrá Dios donde. Ellos se conocían desde dos años atrás y formaban un grupo extraño de psicópatas con alguna especie de deseo suicida. Pronto supo que en el tiempo que llevaban juntos habían recopilado información relevante sobre la infección y además, perfeccionado sus métodos de exterminio. Así que sí, se encontraba rodeado de psicópatas con deseos suicidas que además sabían muy bien cómo utilizar un arma y cómo eliminar zombis en poco tiempo, sin tener bajas humanas.
Efraín no sólo era el cerebro del grupo y el encargado de la parte intelectual y los contactos; era también el demente que los había juntado a todos. El jefe, aunque nadie lo trataba como tal. Blanca y Luis Ángel le habían ayudado a ocultarse después del incidente en el laboratorio, pues en aquel entonces ellos eran inmigrantes ilegales asentados en alguna ciudad de Estados Unidos. Gregorio aún no sabía cómo es que la puertorriqueña y el hondureño se habían conocido y no le interesaba saberlo.
Miguel, por su parte, se encontraba en México como parte de un intercambio estudiantil justo cuando la epidemia se convirtió en pandemia y comenzó el caos. Con ello se había visto imposibilitado para regresar a su natal Perú, por distintas situaciones burocráticas y de “seguridad internacional”. Las entradas y salidas de muchos países estaban más que controladas desde entonces, y aunque Miguel acudió a la embajada de Perú en México para intentar solucionar su situación, después de medio año de largas y negativas, supo que quizá jamás regresaría a casa. En realidad si alguien quería salir del país (y era una situación que se repetía en otras naciones), necesitaba ser rico o poderoso, y como ambas solían ir de la mano, eran más bien pocas las personas con autorización para salir del territorio mexicano.
Pedro e Itzel eran otro caso. Ellos se habían integrado al grupo por razones desconocidas por Miguel, Blanca y Luis Ángel. Al menos eso fue lo que ellos le contaron a Gregorio en alguna charla durante el almuerzo. Itzel había ayudado a Blanca, Luis y Efraín a escapar de una emboscada zombi en algún punto de la frontera de Estados Unidos con México (y no te imaginas lo que fue verla volarle la cabeza a todos esos zombis ¡con un machete!), y sin decir mucho les había presentado con su hermano, quien les condujo por uno de los narcotúneles para cruzar a México.
Sin que se lo pidieran realmente, después de hablar un poco y de hospedarlos en una casa casi destruida, Pedro les había proporcionado armamento y ayuda. Los dos hermanos viajaban con ellos desde entonces, sin que sus razones estuvieran muy claras. Quizá deberían preocuparse al respecto, pero los hermanos eran proveedores de armamento, transporte y ayuda, así que realmente nadie se quejaba. Eso sí, aunque sabían que Itzel estaba entusiasmada con la causa, Pedro se mantenía renuente al respecto. Aunque se llevaban bien con ellos.
Al parecer el pequeño grupo, tenía muy bien asignadas sus tareas. Efraín pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en una habitación a la que Gregorio sólo se había asomado en una ocasión. Estaba llena de ordenadores y mapas, listas, una pizarra llena de anotaciones que no podía comprender porque la letra de Efraín era pequeña, desordenada y apresurada. Blanca, quien también tenía habilidades de hacker, pasaba buena parte de su tiempo navegando por la red, buscando cualquier tipo de información que fuera importante. Eso incluía escabullirse a lo más profundo de la deep web y huir del FBI de manera virtual. Se divertía burlándose de ellos, a decir verdad.
Luis Ángel y Miguel salían temprano por la mañana y regresaban después de mediodía. Hasta donde Gregorio tenía entendido, ambos aún preparaban lo necesario para su partida a Sudamérica. Miguel se encargaba del asunto médico, y ambos habían conseguido medicamentos y todo lo que el peruano necesitara por si, por ejemplo, a alguien se le ocurría cortarse la mano con un machete. Itzel deambulaba por la casa, ordenaba las cosas que se llevarían y desechaba lo que no. Permanecía meditabunda y silenciosa casi todo el tiempo. Pedro se iba a primera hora en las mañanas y había ocasiones en las que no regresaba sino hasta dos o tres días después. A veces le escuchaba tocar una guitarra en algún punto alejado de donde él se encontraba.
Los únicos momentos en los que convivían todos era cuando Efraín los convocaba para alguna reunión en la cual charlaban sobre lo que necesitaban para su viaje y los preparativos del mismo, y durante las tres comidas que hacían al día. Usualmente Efraín se retiraba pronto o llegaba casi al final, mientras que Pedro e Itzel se mantenían silenciosos y estoicos en todo momento. Gregorio y René solían charlar con Blanca, Luis Ángel, y mayor mente con Miguel.
Aquella noche al terminar con su cena, Itzel se levantó y cruzó la puerta que llevaba a la cocina para dejar su plato en el fregadero. Pedro le siguió. Itzel y Miguel eran los encargados de cocinar, pero todos los demás debían fregar sus trastos. Lo mismo ocurría con la limpieza: cada quien una habitación y las cosas personales, como la ropa, eran cosas individuales. Sin excepciones. Mientras los dos hermanos fregaban sus trastos, Gregorio les miró de reojo.
-Mejor ignóralos -le dijo Blanca sin mirarle realmente-. Saben que los estás observando y eso no es muy educado de tu parte.
-Nunca dije que fuera un tipo educado -musitó el chico, pero aun así bajó la mirada y la posó en su plato una vez más.
-Eso se nota por tus terribles modales -añadió René.
A pesar de que él no tenía necesidad de alimentarse, solía acompañarles en la mesa. No es que a los demás del grupo les agradara del todo, pero se habían acostumbrado a su presencia y a veces era entretenido hacerle preguntas sobre su estado zombi. No que a René le agradara del todo responderlas, pero no tenía otra opción.
-Creo que nadie ha pedido tu opinión sobre si soy candidato a ganar un concurso de etiqueta -respondió Gregorio.
Blanca sonrió, empujó su plato vacío delante de ella y echó su silla un poco hacia atrás, recargándose en el respaldo y cruzándose de brazos.
-Yo no les recomendaría hablarles mucho. En especial a Pedro -dijo sin mirar a los gemelos que, metros más allá, charlaban entre susurros-. Ambos tienen demasiados secretos y razones para hacer lo que hacen, que no han compartido aún. Una vez los conoces son más accesibles, pero a decir verdad son algo cerrados con otras personas.
-¿Qué clase de personas son? -preguntó Gregorio.
-La clase de personas que saben hacer su trabajo.
-¿Y cuál es? -preguntó René mirándoles discretamente.
-Es muy simple -respondió ella mirando a los hermanos, sabiendo que a pesar de fingir lo contrario, le escuchaban perfectamente-. Matar.
Gregorio sintió un escalofrío.
-Según lo que sabemos, y hasta donde ella misma ha admitido, Itzel nunca ha matado a un humano. No así con los zombis. Con sólo un machete puede hacerse cargo de hasta cuatro o cinco zombis. Sola. Nunca la he visto usar armas de fuego -admitió Blanca luciendo pensativa-, pero no dudo que sepa usarlas.
-¿Y su hermano? -cuestionó René con cautela.
-Él es quien consigue nuestro armamento -respondió Luis Ángel adoptando una posición similar a la de Blanca, pero con las manos detrás de la cabeza-. Sabe usar todo tipo de armas y también les da mantenimiento.
-¿Es militar o algo?
-¿Militar? -rió Blanca. Gregorio y René se miraron entre sí antes de verla a ella-. ¡Para nada!
-Antes de la pandemia -explicó Efraín interviniendo en la conversación por primera vez-, Pedro trabajaba como sicario para una organización criminal. Para un capo de la droga de ese país. Y ahora, hasta hace unos meses al menos, se dedicaba al contrabando de armamento. Es lo único que sabemos de él.
-Eso -intervino Blanca- y que sólo él sobrevivió a un ataque zombi en el que murió casi todo el cártel para el que trabajaba. Y a decir verdad a veces me pregunto si lo que mató a todas esas personas fueron sólo los zombis.
*
René aprovechó su falta de sueño para deambular por la casa. Al principio había sido complicado porque, como era de esperar, los chicos no le tenían confianza y no le dejaban solo en ningún momento, pero después de comprobar que, mientras obtuviera un poco de sangre de Gregorio no se convertiría en un zombi devora-personas, le fueron otorgadas ciertas libertades. Así fue como entendió que aquel viejo edificio, que en algún momento fue una especie de vecindad, estaba ocupado sólo por ellos y no en todos los pisos. Lo que tenían en su posesión variaba de muebles viejos y botellas de alcohol, a armamento. También sabía que la casa tenía cámaras de vigilancia en la mayoría de las habitaciones, a excepción de la zona en donde dormían sus habitantes.
Aun cuando él era un zombi que podría perder en control en cualquier momento si es que no recibía su dosis de sangre, los demás le trataban bien. No es que fueran atentos o que se sentaran a charlar con él, pero al menos no lo tenían amenazado con armas. Miguel incluso había bromeado con él en alguna ocasión, y Blanca se permitía hacer comentarios sarcásticos sobre él, con él ahí presente. Así que no estaba del todo mal. Los gemelos, por su parte, apenas si le miraban. Sentía una extraña hostilidad de parte de Pedro y era evidente que no le agradaba su presencia.
En una ocasión, recordó, se había acercado a Itzel para preguntarle si podía ayudar con algo, lo que fuera. Pero no había podido hacer pregunta alguna porque Pedro se había interpuesto entre ambos y con una mirada fría le había indicado que no diera un paso más. Y sus palabras exactas habían sido “si te acercas a ella, te vuelo la cabeza”, dicho lo cual dio media vuelta y se alejó.
-Mi hermano detesta a los zombis -dijo Itzel evitando mirarle directamente-. No te tomes a pecho su actitud. Necesita algo de tiempo para asimilar tu presencia.
-¿Y tú? -preguntó en voz baja.
-¿Yo qué?
-¿Qué piensas de los zombis? -Itzel le miró finalmente.
-Que son criaturas despreciables, por supuesto. Pero el hecho de que no nos hayas saltado encima con intenciones de devorarnos, hace que suprima las ganas de volarte la cabeza con mi machete, al menos por ahora- se fue, siguiendo a su hermano.
Desde entonces no cruzó palabra con los gemelos.
A pesar de no tener muy claro por qué aquellas personas hacían todo aquello, porque vamos, tendría que haber alguna razón lo suficientemente convincente para que arriesgaran sus vidas tan fácilmente, y la cura de la enfermedad no era una razón que lo convenciera demasiado, René no se preocupaba demasiado. Él no tenía nada que perder. Estaba muerto: era un cuerpo muerto que continuaba moviéndose y razonando porque convenientemente su cerebro era lo único que seguía vivo. Así que por él estaba bien lo que sucedía. Gregorio era tema aparte; él sí estaba ahí porque no tenía otra opción.
René abrió la cortina con cuidado y se asomó a la calle. No había ni un alma afuera y apenas estaba iluminado por una lámpara que parpadeaba, amenazando con apagarse en cualquier momento. A veces escuchaban sirenas o helicópteros. Un avión pasó cerca en una ocasión, pero exceptuando eso, aquella zona de la ciudad estaba prácticamente abandonada. Sus únicos vecinos eran algunos perros callejeros que seguían aullando cuando percibían el aroma de René. Pero nada más.
Después de observar la calle por algunos minutos, cerró la cortina con el mismo cuidado con el que la abrió y caminó hasta dejarse caer en uno de los sofás que había en el espacio que llamaban sala. La noche era silenciosa y larga. Si había algo que odiaba de ser un zombi, o más bien, si había algo que odiaba más que todo en aquel momento, porque quién en su sano juicio querría ser un no-muerto, eran las noches. Cuando no había nadie alrededor y cuando él debía ver las horas pasar con tortuosa lentitud. Era durante la noche cuando pensaba en su situación y en todo lo que había perdido por culpa de aquel maldito virus.
Era en las noches cuando más frustrado se sentía. Y aunque sabía que de nada serviría sentirse mal ni lamentarse por lo ocurrido, no podía evitarlo. Habría llorado de ser posible, pero de sus ojos ya no caían más lágrimas. A pesar de que su cuerpo dijera lo contrario: él aún era humano. Un humano con debilidades, un humano con miedos, con frustraciones, que la mayor parte del tiempo tenía que ocultar sus ganas de gritarles a todos que se callaran y dejaran de hablar de él como si fuera un monstruo. Porque no lo era. Era René Ogé, y su humanidad, o lo poco que quedaba de ella, era lo único que evitaba que se volviera loco.
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Martes 12 de abril del 2016- ¿te das cuenta del tiempo que pasó desde la última vez que escribí aquí?
Diario, cuaderno, lo que seas. Lo que ha sucedido en los últimos días parece tan irreal que no sé si deba creerlo. Es como un sueño. Estoy atrapado en algo que no termino de comprender. Sólo tengo claras un par de cosas: estoy rodeado de psicópatas y me estoy convirtiendo en un zombi. Al menos hoy es un día más siendo un humano, pero no sé cuánto tiempo me quede y eso apesta.
Actualmente estoy en México. Pasamos todo un calvario para salir de la isla y llegamos a Estados Unidos como prisioneros. Hablo del zombi y de mí, evidentemente. Todo esto es muy extraño y nada tiene sentido. Hace días que decidí no intentar encontrarle sentido a lo que sucede. Esta gente es, cómo decirlo, es única. ¿Ya dije que son unos psicópatas? Sí, ya lo creo que sí. Pero dicen que pueden ayudarme a comprender por qué a pesar de todo este tiempo, no me he convertido en un zombi devora personas.
No sé qué pensar sobre la posibilidad de la cura, pero sin duda ahora lo creo más posible que hace unos meses, aún en la isla. Y es que al menos ahora ya sé que sí hay quienes se encuentran trabajando en la cura, y también sé que todo es como una gran mafia y que a veces pareciera que estoy en una especie de película. Porque todo es muy como una: hay dos equipos investigando sobre el mismo tema y lo están haciendo contra reloj porque ambos quieren descubrir la cura.
Por mi parte, aunque preferiría no tener que haberme inmiscuido en toda esta locura, no creo que todo sea del todo malo. Al menos pude salir al continente. Y es que hay que ser honestos, estando en una isla hay pocas posibilidades de huir como se debe. Eventualmente toda la gente que vive allá, morirá. Es una pena. Casi me siento mal porque mi país desaparecerá, pero en una situación como esta lo que me importa es sobrevivir y nada más. El resto del mundo tendrá que arreglárselas como mejor pueda.
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