Título: Primer encuentro
Resumen: Un baile que termina en otra especie de baile, digamos.
Personaje / Parejas: Abuelo Pampa / Piaré-Guor (OC de
galatea_dnegro) y Pillán / Abuelo Mapuche (OC de
thomas_mckellen).
Advertencias: Por ahora nada XD
Nota de autora: El primero de la serie de fics que hemos preparado para la semana de ancestros en curso. ¡Espero que les guste!
Nunca había llegado tan lejos.
La sensación que corrió por sus extremidades inferiores, apenas cubiertas por una telas contra el pastizal, no servían para aplacar lo que conocería como «frío» con el tiempo. Se detenía a cada paso y sacudía con fervor las plantas de los pies, buscando calor como la tierra caliente que había conocido siempre desde que comenzó a existir en el mundo, junto a los otros como él.
Bueno, no como él, precisamente.
Sabía que era diferente, que esos hermanos y hermanas eran más pequeños y debía velar por ellos. Al mismo tiempo, como aquella voz le dijo desde que era un retoño, tenía que aprender para así poder enseñar y aprender de esas tierras que eran suyas, un territorio que recorría libremente corriendo por horas, escudándose y jugando entre los arbustos hasta que conoció a los primeros animales, las primeras plantas y empuñó las primeras armas junto con sus protegidos.
La misión era diferente: ahora debía cazar, y tenía que conseguir una buena presa porque esas lunas de frío se anunciaban más duras que las anteriores, y habían muerto los viejos. Ya eran demasiados para que un grupo pequeño de caza alcanzara; por eso ahora él salió a acompañarlos.
Pero la casa es tan grande que se encontró solo al final de la puesta de Sepé, siguiendo a esa criatura que lo había fascinado. Nunca vio una igual, pero sus enormes patas parecían perderse más y más en dirección al oeste, donde hacía más frío que en el otro lado; aquella cosa peluda era fuerte y grande y serviría para alimentar a los suyos. Solo tenía que ser discreto y aguardar como en ese instante, agazapado mientras lo que él no sabía que era un puma bebía en un espejo invisible entre los pastizales que cambiaron de color a los pocos kilómetros.
Nunca se había aventurado tan lejos.
Y menos sabía que ese era el territorio de otro como él.
****
El rito había terminado por esa noche.
Una noche helada, lo sabía bien porque su piel se erizaba, aunque él no comprendía del todo lo peligrosa que era una sensación así de intensa. No podía morirse, por eso también se había alejado un poco de los otros seres del grupo y se encontraba a solas, jugando tras hablar con esos seres que nadie más que él podía escuchar. Ellos le hablaban en los sueños, cuando cerraba los ojos y toda la oscuridad tomaba formas que en el mundo que veía con los ojos abiertos no tenían ningún asidero.
Ni siquiera tenían un nombre definido; los hombres mayores los llamaban de distintas maneras, tantas que era confuso. A medida que los sueños fueron más claros, él les llamaba Padre y Madre. Esos nombres los agradaban y le permitían hablar más rápido con esa lengua que apenas aprendía a manejar del todo.
Su padre, en efecto, le había ordenado celebrar un ritual esa noche, pues le sería revelado algo nuevo. Que su pena por ver morir a los hombres de su grupo se iba a terminar cuando la luna estuviera alta y lo iluminase con sus rayos directamente.
Entonces lo vio; un animal grande, de pelaje color de la tierra y que lucía desorientado, sin saber a dónde irse, cansado, hambriento tal vez.
El niño no le temió.
Y cuando el animal se acercó a él, lo notó. Justo atrás, otro niño...
¿Quién era? jamás en la vida lo había visto.
Los pies estaban entumecidos, desacostumbrados al frío de esa tierra que parecía yerta de vida, a diferencia de la propia, siempre caliente y verde. Esta también tenía vida pero mucho más... azulada, diferente, como ordenada.
Se agachó y dejó de respirar cuando el animal comenzó a buscar su rumbo; se le notaba cansado. Eso era bueno, y le dio una pequeña sonrisa de triunfo entre los pastizales; sus ojos negros, brillantes como su cabello corto, grueso y liso hasta los hombros, atado por una sucia vincha color ocre; todo parecía que estaba en el punto culmine de su éxito.
Pero él mismo vio el destello de unos ojos de hombre más allá de la oscuridad de los arbustos secos que rodeaban el espejo nítido bajo la luna. Fue un error desviar los ojos en otra dirección, porque el animal lo sintió y huyó para el otro lado, saliendo de su punto de tiro.
«No, no, no. »
Resignado a perder su camuflaje se puso de pie, firme, revelándole al otro muchacho que era alguien como él, una persona. También vio cómo su improvisado compañero, enojado, tensó un arco y una flecha y falló al moverse el pelaje disfrazado entre los matorrales. Enseguida vio cómo este tiraba sus armas cerca del agua con enojo y echó a correr a una velocidad que no era la que agotaba a los hombres y, finalmente contempló su salto sobre el lomo del animal, para tomarlo del grueso cogote y dominarlo.
-¡AGHHH! ¡Basta!
Luchó contra el puma que volteó y gruñó, mostrando sus patas y colmillos para separarse de su agresor. El chico apretó más los brazos, buscando asfixiarlo para inmovilizarlo. Pero el animal estaba enojado por el cansancio y el hambre, y eso le daba las últimas fuerzas para defenderse. Cuando el puma se lo sacó de encima, marcó un tarascón en el brazo del cazador; el animal quedó mirándolo, mientras el chico retrocedió y la sangre fluyó negra en la noche, brillante hacia la luna.
Sangre.
-¡Ahhhhhhh!
El habitante de esas tierras no tardó en notar la rabia de aquel, que se lanzó directo contra la fiera. Con las fauces abiertas, el animal parecía preparar una muerte segura para el chico, pero un gruñido ahogado del puma le hizo reconsiderar sus pensamientos, porque al girar contra el suelo una vez más, sacándose el pastizal, el animal había muerto atravesado por una punta de piedra que el niño sacó de entre sus ropas.
Cuando el animal quedó quieto y rígido, su boca y lengua abiertas y se llenó de más sangre, el pelinegro lo soltó y respiró agitado, tomándose el brazo con dolor pero suspirando con triunfo. Sin embargo, los ruidos a sus espalas lo alertaron y miró sobre su hombro para descubrir al otro chico como él a muy poca distancia. Enseguida sacó el cuchillo de piedra de la garganta del animal y puntó con ella al extraño, aún rabioso por el dolor y sinceramente, asustado.
-¡Alto! ¡¿Quién eres?!
Le enojaba más el no poder comprenderse, porque hablaban diferente.
El habitante de esa tierra lo miró todo con sorpresa, no porque fuera un niño de su edad cazando (era algo que hacían más o menos a esa edad) sino por la evidente falta de respeto para con sus antepasados y las fuerzas de la naturaleza. Tras las primeras miradas, al pequeño mapuche no le costó comprender que este era el encuentro de cual su padre y su madre le hablaron en los sueños con grandes sonrisas, asegurándole que ya no estaría más solo para caminar el mundo y cuidar de los suyos, como le encomendaron cuando pudo entender lo que significaba ese designio.
Por lo mismo no se movió con miedo, sino con sorpresa y un poco de susto al sentirse agredido de esa manera ¿Por qué ese niño lo apuntaba con esa piedra?
-¿Quién eres tú? -le preguntó y aunque el joven visitante no entendió las palabras, sí comprendió la intención-. ¿No sabes respetar a los que les obsequian vida? ¿Eres tonto o qué?
Para el muchachito de cabello castaño, ojos marrones y vivaces, envuelto en su mantón largo y negro, este agravio debía ser corregido. Con un gesto adusto en el rostro lanzó lejos la piedra de un manotazo y tomando del pelo al niño le obligó a enfrentar los ojos muertos del puma mientras le hablaba.
»Dale las gracias por morir para alimentarte. Eres un tonto. Sino lo haces te vas a enfermar.
Y estas palabras el extranjero las comprendió a la perfección.
El extranjero gruñó, luchando por liberarse (para ser un niño más flacucho y pequeño que él tenía bastante fuerza), pero se paralizó por una sola cosa, más allá de los ojos ámbar muertos del animal.
¿Acaso era de su tribu? ¿Por que podía entender sus palabras?
Intentó mirarlo de reojo, más cerca, pero el joven no se lo permitió, pegándolo al el cadáver para que hiciera lo que le ordenaba.
-Grr ¡Suéltame! ¡No me toques, extraño!
En el siguiente manotón sin distracción alejó la mano de su cuerpo y se pudo levantar, apretándose la herida que aún manaba sangre.
»Que le dé las gracias? es mi comida, no mi hermano. Y tú tampoco eres mi hermano. Veré si no quieres que te lastime.
Pero algo brilló en sus ojos, mas allá de la amenaza o de sus palabras, que ahora el otro lentamente si comenzó a entender, como si alguna fuerza extraña tradujera en simultáneo. Ambos sintieron el mismo cosquilleo en el pecho, y los ojos brillaron exactamente igual, diferentes a los humanos que vivían con cada uno. Pero nada dijeron. Aunque tensos, los orgullos resplandecieron como la luna sobre sus cabellos.
»Es mi caza.
-Es quien te alimenta -susurró con algo de rabia el muchacho desconocido-, y eres un tonto si crees que él te debe algo. Tú le debes tu vida, aprenderás a dar las gracias o yo mismo te voy a enseñar.
Como el otro muchacho siguió en sus trece, el pequeño mapuche se sintió genuinamente ofendido ¿Como se expresaba así del puma? Aquel animal ofrendó su vida para alargar la ajena un momento más.
El forcejeo pronto se volvió pelea sin más preámbulos. Ambos rodaron por el suelo frío y se ensuciaron las ropas con barro, entrelazados en un contacto inútil, una pelea que no tenía sentido para los dioses. La luna se nubló con una fugaz capa oscura y el agua les cayó encima sin más contemplaciones. Apenas ocurrió esto, el muchacho dueño de aquel territorio se envolvió en su manto sucio y echó a correr hacia su ruca, para no enfermarse. Pero apenas avanzados unos pasos decidió devolverse y arrastras consigo al extraño, obligándole a dejar su presa en el piso, muerta y sucia.
-No te la ganaste, así que no la echarás de menos.
Y por cómo le apretó la mano, su opinión no era muy relevante.
-¡Suéltame! ¿Qué crees que haces?
En medio de los copihues enormes y a sus ojos, azules, logró detener el embarrado paso, haciendo presión hacia el otro lado.
»Déjame ir, extraño. -Batalló un poco más- ¡Suéltame!
El esfuerzo hizo que su herida se abriera más, y se tomó el brazo con disgusto, mirando a la presa mojada y la sangre corriendo, tragada por el espeso lodo. En el siguiente movimiento, el otro no dudó en tomarle por el brazo débil para forzarlo a seguirle; y como su cuerpo desabrigado y desaclimatado por el tacto helado de esa agua incólume empezó a tiritar, se resignó a seguirlo con la cabeza gacha.
Justo como hacían los prisioneros.
»Estuve lunas y lunas siguiéndolo, era el alimento para mi familia... ¡suéltame! -Se liberó cuando tomó un poco de fuerzas y el orgullo volvió a sus ojos, erguido y casi desnudo-. Tengo que irme a buscar otra presa.
El ceño fruncido, cargado de rabia y amenaza, fue demasiado para su cansancio y su hambre. Así que, a pesar de esas palabras, dejó que lo llevara esta vez de la mano de nuevo.
»No seré tu sirviente, ni tu esclavo. Mátame aquí mismo si es tu idea -susurró por sobre el agua que los empapaba completamente.
-No eres mi esclavo, pero sí estás prisionero. Y no voy a matarte, no soy tan bruto como tú. -Se dio apenas la vuelta, mirándole-. Lo que voy a hacer es curarte esa herida y enseñarte a respetar las cosas, como corresponde. Si lo hicieras no te habría atrapado, porque la fuerza del puma que mataste te habría hecho ágil para escapar de mí a tiempo.
Prosiguió su marcha y tironeó sin piedad el brazo herido del muchacho. Avanzaron un largo trecho, sucios y mojados hasta que la ruca del niño apareció, altiva y abrigada, en medio del bosque.
»Vivo acá con un guardián que me enseña lo que mis padres quieren que aprenda. Te curará y te explicaré por qué eres un irrespetuoso.
Lo metió a la ruca a los tirones y lo hizo tenderse en una de las camas, un pequeño cúmulo de frazadas que era acogedor comparado a la lluvia de afuera, mientras un hombre de muchas arrugas en el rostro no dudó en regañarlo por traer gente desconocida a su casa en un momento como ese.
-Podría ser un espía -le reprende.
-No lo es. Si lo fuera, no vendría desde el sur, sino del norte -replicó sin inmutarse Pillán mientras le daba al visitante algo para que secase su pelo y se acercase más al fogón-. Es sólo otro de esos que no sabe darle gracias al padre Antü y a la madre Küyén por los obsequios que les envían.
Ambos se miraron intensamente.
»Hay que explicarle, como buenos machis que somos, por qué eso está mal.
El forastero los miraba desde un rincón oscuro, haciéndose un ovillo contra una pared, resignado a su terrible suerte.
Prisionero.
Gran final para un hijo del cielo.
Aunque más que su suerte ahí, le preocupaba el regaño de su mayor cuando se enterara donde había estado y que, tras tantos días de caza, regresaba con las manos vacías. Era curioso pensar que ese mayor se parecía al suyo, y que eran criados de manera similar. Bueno, ya no importaba mucho ahora.
Los observó con la tela seca sobre su cabeza. Su brazo había dejado de sangrar, pero latía dolorosamente; se habría agravado e infectado si hubiera sido un mortal, pero en él, por alguna razón, las heridas se congelaban y luego se curaban solas aunque debían pasar algunas lunas para eso. No entendía cómo pasaba, pero su mayor le decía que se debía a que era hijo del cielo, del mismísimo Padre.
-No se quiénes son ellos -irrumpió casi gritando con rabia, refiriéndose a los dioses mencionados-. Mi padre es Chachao, el viejo Goz me cuida, y yo soy un hijo del cielo -declaró, como si para aquellos extraños anfitriones resultara algo entendible.
Para él sí lo era.
Suspiró.
-Y creo que Gualicho me trajo hasta aquí.
El hombre mayor frunció en entrecejo, más severo que nunca y Pillán se quedó en silencio, mirándolo de arriba a abajo, desafiante.
-Yo soy hijo de Antü, el dios del sol y de Küyén, la madre luna. Un hombre de la tierra, mapuche -El tono altivo era casi enternecedor-. No creí que los del otro lado de las montañas eran tan irrespetuosos con los suyos. Te parecerás a los del norte, entonces.
El hombre mayor calló a Pillán con un gesto.
-Es un hermano, no un enemigo. Él no viene a quitarnos nuestra casa, solo está perdido acá, debió caminar y caminar al cazar, no más que eso. No me extraña que no conozcas nuestras costumbres, entonces. En este suelo, donde alumbra Antü, los cazadores piden permiso al agua para beberla y le dan gracias al animal por hacer de su muerte vida para la familia del cazador. Sino se hace esto, la naturaleza se vengará y hará que las enfermedades te azoten a ti y a los tuyos, porque la vida es sagrada y si no respetas la ajena, nadie respetará la tuya. Incluso la existencia más pequeña vale tanto como tú.
Pillán todavía lucía un poco soberbio, pero no tanto ya.
-Esa herida -comentó Pillán -, es la venganza del puma por no darle las gracias. Y te costará sanar sino aprendes a respetar a los demás, porque mataste un animal que también caza para alimentar a los suyos, no lo olvides. Todo está enredado en este mundo.
Piaré se sentó más erguido desde la luz que apenas daba la lumbre del fuego dentro de la ruca, y sus ojos negros se abrieron como los de una lechuza. Otra vez ese brillo extraño, esa cara inmóvil y tan similar a la que Pillán ponía a veces cuando aprendía algo importante y deseaba conservarlo para siempre, recordó el viejo machi.
Sin duda, estos dos provenían de lugares cercanos.
A pesar de eso, el joven prisionero centró toda su atención en el hombre mayor, casi adrede para ignorar la altivez y el maltrato del otro pequeño bribón que lo había llevado hasta ahí con una osadía que nunca había visto, y le habló con respeto.
-Eres como Goz, si entiendes lo que digo -Comenzó a hablar en su lenguaje, no muy seguro de que lo escuchase como el otro hijo del cielo-. Los animales y las cosas nos fueron dadas por Chachao para que creciéramos y construyéramos el mundo. A nosotros no nos representa ninguna falta, sino la función que tiene cada uno en el mundo. Así los ciclos se repiten y regeneran.
Miró hacia un costado, tomándose el brazo.
»Gualicho es el único que comete faltas y contamina los ritos. También es el que trae la enfermedad y la muerte, y es él quien no responde adecuadamente a los ciclos. Nosotros no.
Miró al viejo una vez más.
»No somos como Gualicho. Pero comprendo lo que dices, tata mágico.
El hombre le sonrió con sus mil arrugas, sereno y al mismo tiempo cambiando el ambiente al interior de la ruca, como pudo comprobar bien el muchacho un momento después. El niño que lo había maltratado se sentó con parsimonia sobre su propio lugar para dormir y se empezó a peinar el cabello con los dedos, muy atareado en que no se le enredara más.
-Ya te he dicho, Pillán, que tienes que atarte esa mata de pelo o un día los enemigos te tumbarán.
-No quiero, es mi raíz, ¿cuándo has visto que les atan las raíces a las plantas o a los árboles? ¡Es una locura! -se quejó el muchacho y se tendió cuan largo era para seguir en su afán, algo caprichoso.
-Discúlpalo, pero él es el guardián de esta tierra y los dioses le han rogado mucho que observe los rituales, todos deben llevarse a cabo de la forma adecuada. El que seas de una tierra lejana no es para él ninguna excusa. Aun así, se pone un poco insistente con el asunto y no deja que la gente viva muy tranquila que digamos.
Un bufido fue la respuesta, mientras el niño les daba la espalda.
-Ahora, muchacho, vamos a ver ese brazo. Acá tengo unos buenos emplastos que van a refrescarla -El visitante hizo el gesto de no darle importancia, pero el hombre insistió -. No importa si tu carne es mágica como la de Pillán, tienen que seguir las reglas, sino asustarán a los demás.
Sonrió otra vez y el niño comprendió que lo hacía por su bien.
Este sí era un buen hombre. Justo como su viejito. Y muy diferente del otro caprichoso.
-Cuando termine la tormenta volveré a mi casa, y contaré de su buena hospitalidad conmigo. Que sepa mi tata mágico que hay otros como él aquí y que ayudan a entender. -Sonrió ampliamente, mostrando todos los dientes derechos y perfectos, feliz por la confianza con ese humano. Fue entonces que ofreció su brazo y se dejó atender, en silencio, mientras el otro niño se peinaba de espaldas, bufando-. También hay que aprender cosas, como lo hice ahora. Y respetar lo que otros dioses nos susurran en el oído...
Entrecerró los ojos.
»Pillán.
El aludido sólo se encogió de hombros.
-Te lo dije, no entiendo qué parte te costaba tanto entender. Por la mañana iremos a buscar al puma para darle las gracias por ofrendarte su vida. Aunque no puedas alimentar a tu familia con él no quiere decir que no te hagas responsable de lo que tomaste. No quiero que los dioses se enojen con nosotros y hagan el invierno más crudo por tu falta de respeto.
El anciano suspiró y le dijo a Pillán algo que sonaba como regaño, pero este solo se puso más caprichoso y se peinó más rápido el cabello, nervioso.
-No te preocupes, iremos
todos por la mañana, pequeño -susurró el anciano aún sonriente-. Así aprenderás qué ritos debes hacer cuando vengas a visitarnos.
Hubo cierta picardía en los ojos humanos, pero el niño no la pudo entender.
-Oh, ¿vendrá conmigo? -Parpadeó con sus ojos brillantes, para luego sonreír de nuevo, a pesar de las palabras de Pillán-. Sí, me gustaría aprender. Al menos cuando cruce la tierra de ustedes, sé lo que debo hacer, o qué no debo cazar de este lado.
Se quedó quieto mirando como el machi curaba la herida con el ungüento, la cubría en aguas con olor y ponía pastas hasta finalmente cerrarla. El joven guiñó un ojo por el picor que le dio el contacto del ungüento pero no se quejó. Era un hombre y los hombres no se quejaban cuando las heridas se curaban, sino cuando se producían.
Y para que el enojo no le hiciera doler más, pensó solamente en la sonrisa y las manos ásperas y dulces del viejo curándolo atentamente.
>> Dormiré donde me diga, tata mágico. No necesito mucho sueño para estar bien. La herida se irá en pocas lunas.
Al terminar observó el vendaje y sonrió, mirándolo de nuevo.
»Agradecido.
Y sus manos sucias se posaron sobre los hombros del mayor en dos leves toques, palmeándolo levemente. Luego tomó ambas manos e inclinó su frente contra los nudillos ajenos, en un gesto de humildad para así alejarse y buscar el cuenco de agua de la entrada y asearse un poco.
-No debes ser tan enojón, él es nuevo por aquí, le va a tomar tiempo acostumbrarse a los ritos -le dijo el anciano a Pillán, quien dejó de peinarse el pelo con los dedos y se volteó mientras el visitante estaba fuera de la ruca.
-Yo sé, pero tiene que aprender, es mi deber que todos respeten el aire que respiran, el viento que les toca la cara.
-Y él va a aprender, pero tienes que hablar con más cuidado. Si eres muy serio la gente se alejará y no va a escuchar lo que tu padre te dice en sueños.
El muchacho solo bufó.
>>Además él está de visita, no debes tratarle mal. Las peleas no nos sirven a los mapuches, deja que sean por cosas más importantes.
Pero para él el respeto era muy importante, tanto como para armar una guerra. Sin embargo, suspiró nada más, recibiendo el regaño y sentándose sobre su cama, para mirar al anciano.
-Eres muy sabio.
-Tuve una vida llena de errores para aprender. Y tu deber también es respetar los consejos que te doy, Pillán.
El muchacho se quedó pensativo por un largo momento, hasta que el muchacho forastero entra, ya aseado.
-Esta noche dormirás en mi cama -le dice todavía serio-. Descansa bien, es lo mejor para tus heridas.
Y hay cierto rubor en sus mejillas, pero nadie lo señala.
El jovencito miró hacia Pillán, desconcertado, y observó al viejo, esperando alguna clase de traducción de ese gesto. Cuando el machi se rió levemente y aceptó con la cabeza el otro dio dos pasos más, sin mirarlo a los ojos. Se sentó a su lado en la cama y con algo parecido al coraje entre el brillo que daba la lumbre del fuego en sus ojos negros (ese brillo tan especial y diferente a los humanos) tomó la mano izquierda del ceñudo chico y repitió el gesto que había hecho anteriormente, en silencio; solo que a diferencia de ser solamente con la frente, puso los nudillos ajenos en su pecho, dando un apretón a la mano y soltándola después.
Lo mapuches habían aprendido que esa era la forma de agradecer del extranjero; y parecía que variaba por la edad o la jerarquía.
-Mi nombre es Piaré-Guor, Pillán de los Mapuches.
Lo dijo suave y lento, aún cabizbajo. Pero se metió tan rápido debajo de las pieles y se cubrió hasta la cabeza en un gesto de timidez y nervios que ninguno de los otros dos pudo adivinar más gesto que ese.
Pillán se quedó callado un largo rato, memorizando el gesto para repetirlo en el futuro, aunque no supo si esta extraña tibieza en su pecho sería algo que se pudiese repetir. De hecho se puso un poco nervioso y, huyendo de la mirada ladina de su mayor, agarró sus mantos, se armó una cama y se envolvió de manera apretada, con la vista fija en el fogón, pensando y pensando, porque a la mañana siguiente debería enseñarle no sólo a dar las gracias al puma, sino que al camino, al viento, al agua y las rocas que se cruzaran por delante. Sonrió brevemente. Después de todo, el muchacho nuevo no parecía ser tan insolente.
Las horas pasaron al igual que la tormenta. El anciano veló por el cansancio del viaje, las peleas, la lluvia y la cacería de los niños, a quienes vigiló hasta el momento más álgido de la luna en el cielo. Él, que podía considerarse privilegiado de encontrarse rodeado de dos... criaturas tan especiales para la tierra que conocía y la más lejana, en donde había llegado el joven cazador. Aunque eso no era lo que en verdad le sorprendía, ahí cuando sus parpados arrugados pesaron y el fuego no fue más que una brasa ardiente. Algo llamó su atención en el aire.
A su nariz, precisamente.
Un aroma completamente diferente a los que conocía; olor a otra tierra, a otra llanura, a otros picos nevados, otros animales, otros bosques, otros pantanos, lagos, ríos y arenas; otro cielo, otras estrellas. Comida, trigo y flores dulces iguales que el canelo, pero más secas. Y cuando se dio cuenta del origen, vio los ojos cerrados y tranquilos del pequeño extranjero, descansando más allá de toda la aventura de ese día. Su rostro estaba en paz, arropado contra el frío y el dolor.
Era su cabello el que despedía ese aroma. Igual que el de Pillán, cuando dormía cerca de él.
Realmente, ambos eran hijos del cielo.
Hermanos.