IV
La virtud más inherente a la vida es que, quizás, prescinde de virtud alguna
Tenía 16 años la primera vez que visitó Braavos, en honor a la verdad no había sido una escala planeada pero el incidente con Lord Yronwood estaba demasiado reciente y su regio hermano había considerado pertinente que se tomara un viaje.
La ciudad escondida olía a sal y a locura, a historias pérdidas entre la lava ardiente de los 14 fuegos y a naufragios, olía a galeras que se habían hundido en sus costas y el titán rugía entre los gritos de los hombres que se habían ahogado antes de llegar. El aroma se le filtraba entre las fosas nasales, líquido y cadencioso, le evocaba recuerdos que no eran suyos, pequeños esbozos que relataban las andanzas de un cielo gris y un mar indómito. Braavos era agua y piedra, de la primera nacía la esencia, la vida, de la ciudad, entre las grietas de la segunda susurraba el dios de los mil rostros, exigiendo el pago por el don que otorgaba.
La Víbora Roja, habían comenzado a llamarle, estaba seguro que aún lo decían en voz baja y mirando a ambos lados con aprehensión antes de hablar, después de todo lo que sugería podía castigarse como perjurio y sin embargo, lo complacía extrañamente, se le antojaba ingenioso y, sobre todo, adecuado.
Era curioso, -por defecto-, le parecía que la mayor parte del conocimiento que su maestre le ofrecían era insuficiente y fútil, si estaba al alcance de la mayoría no podía resultar más útil que el sencillo sentido común que hasta el más humilde y analfabeta de los campesinos podía adquirir con un poco de suerte.
Ver y entender lo evidente no era lo que hacía la diferencia, el menor de los Martell creía que era justo allí -en el lugar donde la realidad se resquebrajaba- que la imaginación florecía. E imaginar era un arte, el príncipe lo había aprendido sobradamente a lo largo de su vida, observar las sombras en la oscuridad y escuchar las palabras susurradas con sonidos de humo e inflexiones de agua, era un arte que podía enloquecer a los hombres inteligentes, y su ausencia privaba de placer alguno a los más pueriles.
Era lo que dividía a los hombres entre los que ven el mundo y los que ven la vida, y a Oberyn le gustaba pensar que no sólo se limitaba a contemplarla: La besaba violenta -profunda e irrevocablemente- la asía como a las mujeres alegres -por el talle y sin opciones-, permitiendo que su voz trémula se fundiera entre suspiro y suplica hasta que se disolvía en gemidos sofocados.
La vida es una cortesana costosa: Le gusta ser cortejada como una gran señora y tomada como una amante libertina. Pero el mimo la torna altanera y la pasión, caprichosa; se burla de la devoción extrema, y la fidelidad y veneración ciegas la aburren sin remedio.
Los primeros días se limitó a observar, a recorrer las calles y aprender las rutinas de sus habitantes y vaya que tenían muchas, lo que en un principio había encontrado diferente y atractivo, a la semana ya era repetitivo y predecible, era como si toda la ciudad se asiera de un bucle de conformidad que giraba y giraba sin salirse de su órbita, desde la pequeña que recorría las calles con un carro de ostras justo desde el muelle del Trapero hasta la Taberna Luz de luna, hasta los tres Jaques que siempre se hacían en la esquina del mercado de pieles y se hinchaban como pavos reales ( parecidos en todo menos en su belleza, meneando sus ostentosos disfraces que le recordaban a los trajes de un bufón particularmente ebrio) fanfarroneando y exhibiendo sus espadas cuando le veían pasar ataviado en sus atuendos dornienses, con sedas etéreas que brillaban en amarillo, rojo y naranja. La primera noche que lo vieron se abalanzaron sobre él exigiendo un duelo, pero claro la primera noche eran cuatro, ahora sólo se restringían a dedicarle miradas airadas y a sacudir su colorido culo.
Había algo en esos habitantes superficiales que le parecía estancado y vacío, le recordaba a los pozos abandonados en los desiertos dornienses; era como si la voluntad y el imperio de la consciencia se les escurriera en cada deseo nuevo del que no eran víctimas inevitables, en cada puesta en escena que ya se sabían de memoria, porque si se suponía que la vida era una obra no consumada, un bosquejo en el que cada trazo empezaba como borrador y terminaba como producto final, ellos se habían estancado en el mismo mobiliario y habían arrancado la hoja borrando las líneas un día y repasándolas al siguiente.
No tardó mucho en descubrir que en Braavos, la realidad también podía ser rasgada y bajo la superficie aguardaban los secretos que sólo se mostraban a quien los buscaba con cautela.
Lo llamaban el Templo del Titán, según le había informado uno de sus sirvientes que lo había escuchado de pasada en una casa de mancebía, las mujeres no se permitían y allí se iba a pelear o a morir, era como un juicio por combate, sólo que, en realidad, no se defendía ninguna causa ni se clamaba por justicia alguna: Se honraban las antiguas costumbres y se esperaba que la cortesana o la puta dieran el beso final. El hombre que moría alimentaba la sangre del titán y el que vivía recibía su bendición (y un nombre entre los mercenarios de las ciudades libres).
Encontrarlo no fue tan difícil, siempre había hombres dispuestos a contar sus hazañas cuando el alcohol les calentaba la sangre y les soltaba la lengua. Se emplazaba justo en la desembocadura de tres canales, era de piedra maciza, sin ventanas y con una base triangular, las puertas nunca se atrancaban, no era necesario, pocos se aventuraban a ir más allá.
Los ojos le escocieron tan pronto se adentró en la estancia, el aire estaba viciado de cenizas y de fuego, grandes antorchas decoraban las paredes del recinto cerrada y el calor se le escabullía entre los pliegues de tela haciendo que se le pegase como una segunda piel.
-¿Qué haces aquí? -La voz surgió de una de las esquinas y la sombra de un hombre comenzó a temblar a sus pies
-¿Qué suele hacer la gente aquí normalmente? -Para ser honesto consigo mismo, esperaba algo diferente, una arena en el centro, hombres ahogados en euforia gritando en las esquinas y apostando por su vencedor, algo.
El otro hombre se acercó dos pasos, la luz iluminaba su perfil derecho y hacía que el izquierdo pareciese volátil, incórporeo, cincelado por los caprichos del fuego. El cabello del color de la arenisca le llegaba hasta más abajo de los hombros y caía en picos irregulares sobre parte de su pecho desnudo y su espalda, tenía un rostro joven pero adusto, los ojos castaños, la mirada dura y los labios finos, tensados en una delgada línea. Oberyn concluyó que si alguna vez había tenido algo de humor era probable que hubiese muerto hacía bastante.
-Vienen a probar su destino y su valía. Valar Morghulis.-Un paso más y pudo notar la cicatriz que se le retorcía alrededor del cuello y el gesto de desaprobación que empezó a formarse en su nariz arrugada.-Este no es lugar para un noble ponienti
El príncipe enarcó una fina ceja negra, el espionaje en las ciudades libres era definitivamente más eficiente que en los siete reinos.
-La última vez que me fijé no estábamos en Poniente
-¿Qué buscas probar príncipe? -Sus facciones no se alteraron, y sus oraciones sonaban planas, carentes de matices, no obstante, el dorniense tuvo la impresión de que sus ojos lo examinaban con una mezcla de mofa y condescendencia.
Además, le incomodaba la extraña solemnidad del momento. Bufó y chasqueó la lengua antes de contestar.
-Que en esta ciudad hay algo más interesante que escoger todos los días entre diferentes especies de pescado.
Y el resultado fue el esperado, las expresiones no habían perecido completamente en su rostro.
-Te gusta coquetear con la muerte, príncipe -siseó, con la voz más suave.
Una sonora carcajada emanó de sus labios -Es la forma correcta de tratarla. El problema sería si le fuese fiel.
A cualquiera de las dos.
El hombre sonrió, y unos dientes blanquísimos aparecieron entre los surcos de sus labios. Casi parecía complacido.
-Sin la espada. Un mercenario debe demostrar que es capaz de cumplir su cometido de cualquier manera. Hoy serás mi sacrificio- La sonrisa se trasformó en una mueca de determinación de la cual el joven Martell no pudo evitar contagiarse. Se soltó la tira de la espada que le atravesaba el pecho y la espalda y la dejó caer al suelo con estrépito.
Más tarde Oberyn intentaría rememorar el intermedio y encontraría con sorpresa que todo en su cabeza emularía a un sueño mal fijado, que las escenas de la pelea se sucedían en su mente, anárquicas y graduales, a pedazos como un rompecabezas con los extremos sin encajar, un golpe a su rostro, el rugido de dolor en el costado derecho, sus nudillos crujiendo al estrellarse contra el hombro contrario, la ausencia total de sonido porque estaba demasiado concentrado en el contrario como para fijarse en los detalles exteriores, y el centelleo repentino que apareció entre los dedos de su oponente, la sutura súbita de su mente, de vuelta a la realidad.
La víbora roja tenía por costumbre no seguir las instrucciones muy al pie de la letra, así mismo también solía llevar más de un arma consigo, era un error común de la gente creer que las serpientes sólo eran peligrosas si mostraban los colmillos y escupían directamente a los ojos el veneno.
Enredo los dedos entre las hebras marrones y dobló dos veces la muñeca izquierda mientras la mano derecha sostenía la daga sobre la piel (y la cicatriz) que acaba de quedar tiernamente expuesta.
Un gruñido de sorpresa e indignación cortó el ambiente.
-Dije que sin armas.
-Dijiste que sin espada. Y además debo suponer entonces que eso que llevas en la mano es para acariciarme -señaló. Bajo la voz a continuación, impasible -. Yo de ti lo soltaría, no podrías hacerme cosquillas antes de que te atragantases con tu propia sangre.
El hombre frunció el entrecejo. Oberyn seguía sin soltarle. El ruido del metal estrellándose contra el suelo reverberó con una sacudida en las paredes.
-Eres rápido dorniense.
El aludido resopló, animado.
-Basta con no ser un completo idiota, sólo un imbécil se fiaría plenamente de la palabra de un hombre que haría lo que fuese para no morir. Pero yo he ganado- Percibió de manera clara como el cuerpo bajo sus manos se estremecía ligeramente.
-Valar Morghulis -Susurró el mercenario, cerrando los ojos. El príncipe rodó, exasperado (‘De verdad, que manía la de esa gente de tener el espíritu más rancio que las ostras de sus muelles’) los suyos.
-Vaya ¿No hay suplicas? -Esperó, dos segundos pasaron lánguidos, deshaciéndose momentos después en el pasado que se alargaba -Me decepcionas.
El hombre continúo sin hablar, el rostro de nuevo inexpresivo, el pulso de la carótida marcando un crescendo bajo la hoja. La deslizó con un solo movimiento.
Un par de gotas saltaron y se escurrieron por su antebrazo, eran tibias y el rojo intenso daba paso a un vino más apagado unos centímetros más allá al mezclarse con el sudor.
El agarre fue deshecho y todo el aire vibró justo en el momento en que el cuerpo se desplomó sin atenuantes, totalmente a merced de la gravedad.
Aguardó. Uno, dos, tres.
-¿Por qué? -Se afanaba en disimularlo, pero al principio y al final la voz le temblaba ligeramente.
Tenía la mirada húmeda, fija, expectante. Lo interrogaba desde el suelo, con las rodillas muy juntas y los dedos crispados.
El príncipe se encogió de hombros, levantando la daga que todavía sostenía en la mano derecha y pasándole un largo dedo sobre el filo, manchándose de carmín.
-Quizá no sea al titán al que tenga ganas de alimentar hoy.
Clavó en él un par de irises, negros, como la noche sin luna, y una de las comisuras de sus labios se fue estirando hasta formar una media sonrisa pérfida -Lenta, sugestiva, entretenida en el preludio- cargada de intenciones y de exigencias.
-Valar dohaeris. -Articuló finalmente antes de acercarse el dedo a los labios y enroscar una lengua húmeda alrededor de el. La mirada del hombre se oscureció por un momento.
Oberyn Martell, era a todas luces, una provocación osada.
Y estaba acostumbrado a que la gente reaccionara, tal vez por eso mismo mandó a sus sirvientes de paseo esa madrugada, cuando hubo regresado, y no se sorprendió demasiado cuando la puerta de su habitación en la posada se estremeció bajo dos golpes secos. En Braavos, aparentemente, se conseguían buenos espías, ya lo había demostrado.
-Tal parece que disfrutas jugar con fuego, príncipe - Quizá el otro no se imaginase que nunca, como en ese momento, esa frase había tenido tanto sentido.
‘Yo soy el fuego’, pensó.
Le gustaba la cicatriz de su cuello, era más suave que el resto de la piel, y también más sensible, los músculos cercanos se tensaban bajo su toque y los labios se entreabrían con más fuerza. No era un beso suave y ansioso como los de Satri, ni uno experto y dedicado como los de las putas de Antigua, era enredado y difícil de seguir, su boca tenía la misma potencia que sus golpes y su lengua las mismas escasas ganas de rendirse.
El mercenario enterró los dedos en su cabello y lo jaló levemente, obligándole a inclinarse, Oberyn deslizó la mano sobre su nuca y lo empujó, besaba con ganas, con dientes y con mucha saliva, con la adrenalina ardiendo incandescente en sus venas, gruñían y tomaban allí donde se les antojaba, sin delicadeza, sin análisis previo, cada roce tenía impreso un tanto de frenesí y otro tanto de locura. Sabía a cerveza y a hazañas no contadas, un poco a vileza y otro poco a vitalidad pura, y al final, justo en la punta de la lengua, sabía también a consignas firmadas en el paladar que pretendían ser una proclamación de supremacía. Sintió la parte posterior de sus rodillas chochar contra el borde de la cama y entonces percibió el arco insinuándose en la boca contraria, acariciándole mientras se formaba. El dorniense se dejó empujar, le gustaban cuando él era el culpable de esos arrebatos.
Un hilillo de saliva le descendía por la mandíbula, el príncipe lo siguió con la lengua justo por el centro, hasta llegar a la escotadura yugular, para a continuación seguir el camino que demarcaba la clavícula, una cordillera irregular bajo la piel, sintió como los dedos se le clavaban, desesperados y dolorosos, en la espalda, ascendió con el regusto de la sal en los labios y del pulso que latía furioso. Se detuvo exactamente en el punto donde su daga había rasgado la superficie, no fue más que un ligero mordisco pero la espalda del otro hombre se arqueó y los labios se abrieron en una declaración muda. Sus caderas se encontraron por primera vez -lo sintió. Duro, expectante- mientras las yemas ásperas le acariciaban la mejilla, corriendo las hebras de cabello, justo cuando su aliento chocó contra su oído:- Sírvete ahora, príncipe.
Afuera, una galera mercante acababa de llegar desde Lys y el titán bramaba dándole la bienvenida, el viento soplaba imperioso, se escabullía entre los canales y los callejones, arrancando escalofríos allí donde besaba.
Adentro, adentro quemaba y estaba en carne viva.
La cabeza le daba vueltas, respiraba un aire que se evaporaba y observaba sólo un par de ojos marrones que emergían tras un paisaje difuso y dilatado. Sus caderas se balanceaban sobre él, lo apretaban, hervía asfixiante e imposible, era más estrecho y sofocante de lo que podría haber imaginado nunca. Se mecía y no le daba tregua, tórrido y delirante. Lo desafiaba con esa maldita cadencia: suave arriba y frenético e insoportable abajo, Oberyn hundía los dedos en sus muslos pálidos dejando medialunas rojas justo donde empezaba la curva del trasero, y aun así no le dejaba controlarle follarle como quería, lo miraba desde su altura, el gesto insolente y la boca voluntariosa, con la mandíbula apretada intentando contener un gemido o una sonrisa de suficiencia. Ninguna de las dos opciones le complacía del todo.
Brillaba sobre él, el calor lamía su piel y dejaba escapar diminutas lágrimas de sudor que descendían por los surcos que marcaban los músculos del pecho y el abdomen, así se había visto en el templo, obcecado en su arrogancia, prometiendo una muerte que no estaba seguro de poder dar. ‘Y sigue empeñado en mostrar el mismo descaro insufrible’. Tomó su abdomen en un arrebato e invirtió las posiciones -la protesta del otro hombre se ahogó convenientemente dentro de sus labios y luego entre sus dientes, triturada hasta licuarse en un dejo metálico, sabor a hierro fundido-, para posteriormente hacer amago de levantarse, saliendo con lentitud, con un movimiento perezoso…y advirtió con satisfacción el agarre desesperado, rápido como la mordida de una cobra, en su muñeca.
-No -jadeó el castaño-, por favor.
Un gesto de socarronería absoluta perfiló su rostro, lo tomó de las crestas ilíacas y se adentró completamente en él, en una embestida demandante, luego otra hasta que el apremio se confundió con la necesidad, y la velocidad del deseo las tornó incalculables. “Sí”, “Joder”, “Así, más, más, más”
El hombre arqueó todo su cuerpo y un alarido se le escapó, traidor, ‘finalmente’, entre espasmos. Oberyn sonrió con sorna, satisfecho.
Enterró la nariz en la curva que formaba su hombro, su aliento le erizó la piel al musitar -Sabía que las suplicas aparecerían, tarde o temprano.
Estalló blanco, brillante y líquido, bulló en su vientre y en su pecho cuando el aire se evaporó y se convirtió en una masa húmeda, caliente e irrespirable, cuando los brazos dejaron de responderle por un segundo y la habitación pareció expandirse y encogerse al mismo tiempo.
Su compañero resoplaba copiosamente, boqueó un par de veces antes de poder emitir sonido alguno y aunque intentó impregnarlo del poco orgullo que aún le quedaba, Oberyn notó divertido que le salió estrangulado.
-Esa lengua insidiosa te perderá algún día.
- Pero no será hoy -contestó el príncipe antes de desenredarse de las sábanas-. Y al fin al cabo, como les gusta cacarear tanto a ustedes los braavosies: Valar Morghulis.
Todos los hombres mueren, sí. Pero no todos los hombres viven.
Tenía 16 años y comenzaba a creerse inmortal.
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Sí, yo tampoco tengo idea de dónde salió esto, confieso que es la primera vez que escribo algo sobre este fandom, y soy consciente del poco sentido que puedo llegar a tener a veces. Y bueno si llegaste hasta acá, gracias por leer, opiniones, críticas etc son ampliamente agradecidas,