Tabla Básica (II)
Fandom: Community
Claim: Study Group
Notas: Annie-angst. Mucho.
14.Licor
El día en que cumplió los veintiuno, Troy Barnes no tuvo la oportunidad de probar el alcohol.
Tampoco es que se arrepienta, desde luego. Ha habido otras salidas, al fin y al cabo, aunque niguna tan... intensa, tan reveladora como la primera.
Generalmente, Troy no sale demasiado. No es como otros chicos de su edad, eso lo tiene claro -está en Greendale, e incluso en Greendale es un poco raro. Raro en plan positivo, por supuesto, como Abed. Cool-, y hace tiempo que perdió el contacto con la gente del instituto. Por alguna razón, nadie estaba demasiado interesado en quedar con el ex jugador lesionado; puede que hubiera debido sentirse molesto, pero en realidad lo tiene bastante superado. Es un capítulo de su vida que cerró hace mucho, y esto que tiene ahora -Greendale, Abed, el grupo de estudio, Inspector Spacetime y Kickpuncher- es mucho mejor. O eso cree.
La cuestión es que hay otras salidas. No muchas, pero sí que va a algún bar, de vez en cuando, generalmente con Britta o con Jeff o con Annie -con su carné falso y sus intentos de tomar prestada también otra vida-. Con Abed, casi nunca.
A Abed no le gusta beber. Dice que se siente molesto, cuando está borracho, que no controla la situación -Troy no le dice que no controla la situación muchas otras veces, sólo por si acaso-. A Abed no le gustan los bares, tampoco, porque tiene tendencia a acabar diciendo lo que no debe o haciendo algo mal, y es que son tantas normas sociales juntas que le cuesta seguir el ritmo. Y Troy lo respeta, al menos la mayor parte de las veces.
Le obliga a salir en su cumpleaños número veintidós, sin embargo. Es una fecha especial, le dice, y no quiero pasarlo con nadie más. Y Abed no le lleva la contraria, y, si no le conociera, Troy diría que está siendo empático. Si es que esa palabra significa lo que él cree que significa, al menos. Tendría que preguntárselo a Annie.
No van a The Red Door, porque lo más probable es que se encuentren a Jeff o a Britta, y entonces habrá un momento raro en el que Troy no sabrá si acercarse a sus, claramente borrachos a esas alturas, amigos, o quedarse en la puerta. Así que acaban en otro bar, un par de calles más abajo, de nombre Liquorice. Tiene sillas altas y mesas pequeñas, redondas, y está bastante lleno. Casi todo son hombres, piensa; las pocas chicas que hay están en grupo.
Abed se sienta en uno de los taburetes en la barra; Troy hace lo mismo a su lado. Y cuando el barman, un tipo inmenso con una barba descuidada color cobre, se les acerca, Troy pide lo primero que se le pasa por la cabeza: una botella de licor.
Se la beben entre los dos, y al terminarla Abed se ríe con más facilidad. Troy siente la cabeza algo más ligera, pero, se convence, tampoco es para tanto; no es hasta que intenta levantarse de la silla -necesita ir al baño urgentemente- que se da cuenta de que, bueno, quizás sí que era algo. Quiere preguntarle a Abed cuántos vasos han bebido cada uno, pero probablemente ha perdido la cuenta, igual que él; al fin y al cabo, eran vasos pequeñitos, de chupito. Los ha tomado otras veces con Jeff, pero siempre eran dos, tres, cuatro los días en que les daba un poco más igual. Nunca llenaban y volvían a llenar y seguían bebiendo y bebiendo hasta que el hombre de enfrente les parecía un poco más atractivo que otras veces, un poco más cercano.
Abed le sujeta antes de que caiga, bajando también de su silla. Le dice tendríamos que salir a la calle, y suena un poco menos robótico de lo habitual. Arrastra las palabras. A Troy le gusta el efecto, y se lo dice.
Vuelve a hablar, le pide. Abed sólo le mira; Troy se echa a reír. Y su amigo hace un ruido extraño, y tuerce la boca en una sonrisa. Está guapo, piensa Troy. Está... bien.
Le besa casi sin pensarlo, con los labios entreabiertos y la lengua aventurera; Abed sigue sonriendo, dentro del beso, y alguien hace un ruido estrangulado a unos metros de ellos. Troy muerde, lame, juega con la boca de Abed como si la conociera de memoria, como si cada rincón fuera suyo y no tuviera secretos. Y, cuando se separan, sin aliento y sonrojados, lo único que es capaz de decir es no me esperaba este regalo de cumpleaños.
18.Escalera
Se sienta en las escaleras, espera a que llegue alguien. Sabe que no debería hacerlo, sabe que debería irse a casa porque es tarde -temprano-, pero le ha pedido a Troy que por favor, sólo un momento. Sólo quiero ver cómo están, y supone que él cree que ha llamado a la puerta -aunque sean las ocho de la mañana y no sean horas para una visita sorpresa-, pero no lo hace. No quiere hacerlo.
Su padre entra a trabajar en media hora, más o menos; en cualquier minuto bajará a la calle, con el traje perfectamente limpio y la corbata a medio poner, como siempre, porque no le ha dado tiempo antes. Su madre saldrá justo después, un grito en los labios porque se te ha vuelto a olvidar el almuerzo, claro. Es casi una tradición. Es rutina.
O lo era, al menos, cuando Annie era una niña -no hace tanto de eso-. Cuando aún creía que papá y mamá iban a sacarla de cualquier lío y nadie le había demostrado lo contrario, como ahora, cuando aún pensaba que era ella la que tenía el control y no las pastillas, nunca las pastillas. Deja escapar un sollozo.
No ha sido buena idea, supone, lo de ir a beber el día de su cumpleaños. No es que se haya pasado -es demasiado responsable para eso, y ahora no tiene a Caroline para echarle las culpas-, pero supone que hay suficiente alcohol corriendo por sus venas ahora mismo como para que todo parezca un poco peor. Más... alargado. Sí, esa es la palabra que busca. Las formas no son las mismas, el ánimo no es el mismo, el aire es espeso y el tiempo pasa despacio y sus padres no bajan las escaleras, y hay un momento en el que Annie Edison se pregunta si tendría que llamar a la puerta.
Se levanta, sin embargo, y justo en ese instante escucha la cerradura; se queda inmóvil, congelada. Y de pronto todo esto es demasiado, quiere echar a correr lo más rápido posible y esconderse en alguna parte y no verlos, no dejarles que la vean; quiere huir.
Sale a la calle apenas unos segundos antes que su padre; él la alcanza cuando está a punto de montarse en el coche. Troy frunce el ceño; Annie cierra la puerta y espera de pie, un momento, para ver si él tiene algo que decirle que no le haya dicho ya mil veces. Le ve saludar, algo incómodo, como si no supiera qué hacer o qué decir delante de su propia hija; ella le entiende. Es difícil, todo esto. Es como si hubieran caído de un primer piso al sótano; tienen que subir una escalera, peldaño a peldaño.
A veces cuesta demasiado.
19.Conejo
Annie Edison no entiende, a veces, cómo es que su vida ha acabado siendo esto. Tenía un futuro brillante, todos lo decían -aunque a sus espaldas sacudieran la cabeza y murmuraran pobre chica-, tenía todo el camino marcado, señales luminosas a ambos lados del sendero; era imposible salirse de él, entrar en el bosque. O eso se suponía.
Le ha costado años entender que las cosas nunca salen como una las planea, claro. Le ha costado batacazos sin sentido, ataques psicóticos causados por el Adderall y enamoramientos no lo bastante fugaces. Le ha costado un par de años en Greendale y el despedirse de hacer una carrera de verdad, despedirse de ganar esos cientos de miles de dólares con los que había contado y acabar viviendo en un piso alquilado en el barrio más siniestro que podría haber imaginado.
Se dice que no está tan mal. Se obliga a sonreírse y a sonreírle al mundo y a ser fuerte porque, bueno, es lo único que puede ser, a estas alturas. Fuerte. No perfecta, pero al menos tampoco será una niña llorona, aunque se acueste temprano y se encienda la televisión y se abrace fuerte a su conejo de peluche.
Se lo regaló su madre cuando era una niña, recuerda. Me lo regaló mi madre, piensa, porque nunca piensa mamá ni papá, no desde hace tiempo -desde después del Adderall y esa mirada decepcionada que tenían, que tienen cada vez que la ven-; ni siquiera lo dice cuando hablan por teléfono. Hola, sí, estoy bien. Se calla que vive en un vertedero, que su casero le da escalofríos y hay un tipo llamado Spaguetti en la misma calle. También se calla que les echa de menos, que echa de menos a los papá y mamá de antes.
Suele esperar a que llamen ellos, una vez a la semana. Si el viernes por la tarde no ha sonado el móvil, bueno, entonces llama ella. Últimamente le toca marcar muchas veces, y no es que le moleste -no le molesta-, pero, en esa vida perfecta que había imaginado, era Annie quien tenía que colgar porque estaba muy ocupada, no mamá porque se le quema el estofado. No papá porque está a punto de arrancar el coche, Ann -siempre la llama así-, y tengo que dejarte, ya sabes. A veces se para a pensarlo y le entran ganas de gritar y llorar y quién sabe qué más cosas, de abrazar a ese conejo de peluche porque a lo mejor, sólo a lo mejor, él puede devolverle el abrazo.
Es viernes por la tarde, hoy. Hay pasta para comer porque ha llegado tarde y no tiene ganas de preparar otra cosa, y de todas formas es igual; no le queda nada en la nevera. Debería ir a comprar, en cuanto vuelva a tener dinero -cree que Pierce ha dejado un billete de marcapáginas en su libro de Antropología, pero piensa devolverlo; no está tan desesperada-, debería hacer muchas cosas en lugar de esperar a que suene el teléfono. Respira hondo, trata de calmarse. Nunca se le ha dado bien. Es histérica por naturaleza, Annie; en eso sale a su padre.
Y de pronto el móvil suena, y le tiemblan las manos porque no recuerda cuántas semanas hace desde la última vez. Siempre son demasiadas. Descuelga el teléfono y pregunta ¿quién?, y la voz le sale más aguda de lo que debería.
¿Annie?, Annie, cariño, ¿estás bien?
Y no es su madre, por supuesto, no es su padre. Es Shirley; quiere saber cómo está, cómo estás, Annie, ¿necesitas algo? Y por supuesto que no, es su respuesta, no te preocupes. No pasa nada, todo está bien. Quiere llorar pero es fuerte, es fuerte aunque no sea perfecta, y la voz de Shirley la calma un poco, por qué no. Le explica que Jeff -Jeff de entre todos; a Annie casi se le escapa la risa, pero se contiene- estaba algo preocupado, que la había visto rara esa mañana; Britta dice que se pasará por tu casa si te hace falta cualquier cosa; los chicos quieren que vayas con ellos a cenar mañana. Y es casi como tener una familia, justo ahí, al alcance de la mano, es casi como tener una familia más grande y mejor y Annie suspira, sonríe, asiente. Cuelga el teléfono y se le escapan las lágrimas, porque quizás no es tan fuerte.
Duerme abrazada al conejo, esa noche. Duerme abrazada al peluche, pero no llama a casa.