Tabla Ilusoria
Fandom: Heroes
Claim: Nathan Petrelli
1. Palabras prestadas
No se para a pensarlo muy a menudo, claro, probablemente porque una parte de él lo tiene claro. No hace falta ser muy listo para saber que no eres tú, Nathan Petrelli, el que mueve los hilos. Hay alguien detrás, y lo sabes.
Así que prefiere no pensarlo. Se repite que lo hace porque quiere, que nada de lo que Linderman diga o haga importa -cómo iba a importar, si está muerto-, que qué más da que sólo haya aceptado después de que Peter-del-futuro se lo dijera. Qué importa, si puede controlarlo todo, si sabe qué ocurre y qué quiere hacer y puede elegir un maldito escritorio por su cuenta, qué importa si esta vez, por fin, es él quien manda. Lo dice en voz alta, lo piensa. De vez en cuando se engaña.
No hay mucho que hacer, en esta segunda oportunidad, este ascenso número dos al poder. Se lo han dado todo hecho, y tiene a Tracy -más o menos- y estaba todo tan bien preparado que a veces tiene que pellizcarse para convencerse de que es real. De que no es un sueño, un juego, de que está aquí de verdad. Mucho tiene que ver con el gobernador, desde luego, con la eficiencia de quienes trabajan aquí, con su propio esfuerzo; mucho tiene que ver con otras cosas, menos visibles y, por tanto, más peligrosas. Linderman, ese mafioso muerto que le sigue a todas partes, le susurra en el oído, a veces, palabras que, por algún motivo, acaban saliendo de sus labios. Palabras prestadas, ajenas, que convierte en suyas, por las que asume toda responsabilidad -no puede echarle la culpa a un muerto-. Palabras que no ha pensado ni sentido nunca, pero que ayudan, y en eso consiste el ser un buen político, Nathan. Déjate llevar, y llegarás muy lejos.
9. Engaño mutuo
Le dice que no hubo nada, y casi le duele más a él, porque Heidi se merece otra cosa. Un hombre que no se esconda en brazos de otra, por ejemplo, un hombre que sea capaz de mirarla a la cara sin sentirse a punto de estallar.
Ojalá hubiese sido más fácil. Ojalá hubiese podido decir no, retirarse a tiempo, ser lo bastante inteligente como para saber sonreír en el momento adecuado -más como su padre, por ejemplo, menos como su hermano-. Ojalá hubiese sido distinto, aquella noche y todas las siguientes, se dice; no sirve de mucho, la verdad. Heidi sigue atrapada; él sigue siendo culpable. Y quizás tendría que decírselo, que confesar -sé quién nos lo hizo, sé por qué nos lo hizo; cariño, yo eché a volar, y no te llevé conmigo-, pero es más sencillo dejarlo estar. Si no hay palabras, no hay mentiras. Si no hay palabras, conversaciones, casi parece que ese vacío entre los dos es más pequeño, que lo pueden saltar -que puede volar sobre él y alcanzarla, de nuevo-.
Así que la abraza, de vez en cuando, le dice lo que quiere oír, y ella le sonríe y se deja besar, alguna vez, y todo está bien. Y el engaño funciona, más o menos. Casi es real, casi son una bonita familia feliz -sólo que no son felices, y quién sabe si siguen siendo familia- y Heidi es fuerte, como siempre, y le ayuda a seguir, a caminar, aunque ella no pueda. Vas a conseguirlo, y yo estaré a tu lado, le dice; antes hacía lo mismo, pero antes era diferente. Antes tenía los ojos llenos de algo que podía ser decisión, valentía, de algo que podía ser amor. Ahora. Ahora no queda mucho en ellos.
Pero qué importa, en el fondo. Todo es una mentira, al fin y al cabo -no queda verdad en ninguna parte-; qué importa si así tienen lo que necesitan. Esperanza.
14. Frente al espejo
La primera vez lo tiró al suelo. El ruido hizo venir a las enfermeras; una de ellas, una mujer mayor, frunció el ceño y salió con Angela; Nathan pudo escuchar la discusión desde la cama. No debería haberle dejado hacerlo, dijo la mujer; su madre sólo callaba. Y él estuvo a punto de gritar, y habría querido hacerlo, porque qué importa, en el fondo. Sólo es un maldito espejo. No es el problema.
No. El problema es él.
Y ahora han pasado meses, pero sigue siendo difícil. A pesar del milagro -y Nathan cada vez confía menos en ellos-, a pesar de todo. Sigue soñando con él, consigo mismo, con esa figura aterradora que le miró una vez desde un espejo de mano. Puede que los demás no lo vean, pero él... él lo siente. Dentro. Gritando y arañando y preguntándose por qué, cómo, cuánto tiempo nos queda. Y a veces cree que se ha vuelto loco, a veces se queda mirando su reflejo y no ve otra cosa que muerte. Quemaduras, cicatrices; que se haya curado es casi imposible, casi impensable. Quizás por eso no lo está, no del todo. Quizás por eso sigue sintiéndose igual que antes, atado a la cama, incapaz de hablar, de moverse, de vivir.
Y, sin embargo, le han dado otra oportunidad. Quién sabe cómo, quién sabe quién lo ha hecho; ahora estás vivo, ahora puedes mirarte al espejo y ver a un hombre, más o menos -la sombra de lo que ya no está ahí sigue acechando-.
No sabe qué hacer con ella.
26. Castillo de arena
Peter siempre fue el pequeño, ciertamente. Un puñetero milagro, prácticamente -aunque su padre no estuviese demasiado contento-, el niño bonito de Angela y, para qué negarlo, del propio Nathan. No es que fuese precisamente problemático; cualquier familia habría estado orgullosa de tenerlo, cualquier padre habría aplaudido su determinación, ese carácter y esa fuerza de voluntad que el propio Nathan nunca tuvo. Pero, cuando se habla de Arthur Petrelli, de su imperio, más que su familia, todo es diferente.
Y, aún así -aun sabiendo que no tendría que haberlo hecho, aun sabiendo lo que se esperaba de ambos y cómo tendrían que ser las cosas-, Nathan le apoyó. Más o menos. Le ayudó a esconder las cartas de aceptación de las universidades, le empujó, fingió no ver lo que no debía haber visto. Quizás habría sido distinto si él también hubiese tenido a alguien. No necesariamente mejor, desde luego; sólo distinto.
Pero tendría que haberlo imaginado, por supuesto. Tendría que saber cuál era el final -un padre que no va a la graduación de su hijo, miradas burlonas, casi de compasión-. Tendría que saber que no podía durar, Peter, que no has nacido para esto: has nacido para algo más. Para agachar la cabeza y dejar que los castillos de arena se derrumben, instalarte en uno de piedra. Y está casi seguro de que será así, de que no va a aguantar -quién podría- tanta presión y tantos silencios y tanta decepción; ni siquiera él es tan fuerte. Va a romperse, piensa, va a echarse atrás, y casi lo siente.
Pero es un poco más que eso, su hermano. Es un poco más valiente, un poco más él mismo; es un poco menos el niño bueno, y eso basta. Y quizás es admiración, lo que siente Nathan -quizás otra cosa-.
29. Promesas
Le dice que todo irá bien. Le promete que todo saldrá bien, que van a seguir adelante, que qué importa, en el fondo, que su padre no lo apruebe. Le jura que pasará por encima de él, si hace falta; que sabe perfectamente en qué se está metiendo. Ella asiente, aprieta los labios, y Nathan está seguro. No le cree. No del todo, al menos. Pero murmura que estará con él, pase lo que pase, y eso es suficiente.
Y es un gran caso. Linderman es un hombre peligroso, y el joven fiscal Petrelli está a punto de jugar a la ruleta rusa; en cualquier momento saldrá la bala. Y puede que entonces, piensa, puede que entonces no le alcance a él. Que sean otros los que paguen.
Deja de pensarlo.
Heidi está con él, de todas formas. Sonríe y hace de esposa perfecta, y, si está asustada, no deja que él lo vea. Aunque lo sienta -aunque pueda verla temblar, de vez en cuando, y casi duela-. Y él lo agradece, claro que sí. Tiene que luchar, tiene que conseguir esto. Por ella. Por él mismo.
Le dijo que todo iría bien, desde luego. Le prometió que todo saldría bien, que seguirían adelante, que qué importaba, en el fondo, que nadie lo aprobara del todo; sólo ella. Cuando pierde el control del coche, Nathan Petrelli se pregunta si Heidi sabía que todo era mentira.