A la mañana siguiente montan su puesto a la orilla del lago.
La ciudad despierta perezosa, bostezando desde las ventanas abiertas y estirándose como un animal largo tiempo aletargado. Todo se hace con desquiciante parsimonia: la ropa que se cuelga de los tendales, el agua que se recoge en las canalizaciones, el paso lento de los ganaderos y labradores que abandonan sus casas para comenzar la jornada. Los mismos vendedores ambulantes parecen haberse contagiado y disponen sus chiringuitos con movimientos forzados, muy diferentes a lo que Brian está acostumbrado a ver, esa habilidad forjada por la experiencia y las manos ágiles que no malgastan un instante. Les escucha también hablar, susurros escondidos bajo el ala de un sombrero, palabras vertidas contra la curva de un oído, pequeñas y secretas y empapadas de temor. Lo notan, claro, es imposible no notarlo. Las ciudades grises dijo el mago y eso es exactamente Monrra, una ciudad desteñida y seca, el testimonio moribundo de la destrucción de los Ura.
"¿Me ayudas con esto?"
"Claro" sujeta el listón de madera y el mago lo hace encajar en la estructura a golpes de martillo. Estiran la tela roja sobre el armazón de tablones escalonados y Brian coloca los corazones en los agujeros practicados para alojar los bastones.
El contraste que ya percibiera hace días es muchísimo más intenso aquí, discordante, como si esa mañana los dioses hubieran olvidado las instrucciones y se hubieran equivocado al disponer algunas piezas a la hora de organizar el mundo. Un hombre no mucho mayor que Brian admira el despliegue de piedras preciosas del puesto de al lado. El zafiro, la madreperla, los tonos salvajes del lapislázuli. Los estudia con detenimiento, una caricia de la mirada cuando se detiene en una nueva joya y lo que Brian ve en sus ojos es el paso fugaz de un recuerdo, como si una vez hubiera conocido toda esa belleza y ahora fuera poco más que un soplo de memoria que pasa y no se atrapa. Brian le da la espalda y sigue distribuyendo sus corazones.
Empieza a llover a mediodía, una película fina y constante que va tomando fuerza hasta repiquetear en la superficie serena del lago y rachea con los envites del viento. Colocan el toldo y se abrigan, parapetados tras la pared opuesta a la dirección de las gotas. No han vendido una sola pieza en toda la mañana. Varios curiosos se han acercado a contemplar los corazones, pero al igual que el hombre de las piedras preciosas se han alejado con las manos vacías y esa mirada ausente que es idéntica en cada rostro, en cada expresión tintada de gris.
"No van a hacerlo, ¿verdad? No van a comprar ningún corazón"
El mago da un pequeño respingo, como si se hubiera olvidado de que Brian estaba ahí.
"Puede ser. Tal vez. Las cosas no van muy bien por aquí. Las cosechas están muriendo y quedan pocos animales. No creo que casi ninguno de ellos pueda permitírselo" responde, concentrándose de nuevo en la plaza, de esa forma particular que Brian ha observado, como si todo formara parte de un mecanismo cuyo funcionamiento intentara entender. "Y luego está lo otro…" murmura el mago, dejando la frase a la mitad, aunque Brian sabe a qué se refiere, claro. Lo otro es la mirada perdida, la forma de moverse como si cada vez tuvieran que arrancar las raíces de los pies del suelo. Lo otro es la tristeza, la falta de vida.
Un bramido hidráulico hace temblar el suelo y las bombas empiezan a succionar el agua del lago, a impulsarla hacia el exterior mediante un sistema de turbinas y a Brian se le ocurre que Monrra no parece sino la garganta de una bestia titánica e inmemorial a la que mantuvieran con vida a través de esos mismos tubos, tan demacrada y moribunda como la ciudad que habita en su boca.
"¿Y por qué no se van? ¿Por qué no dejan esto y se marchan a otro sitio?" pregunta, siguiendo con la mirada los pasos una mujer que lleva de las riendas a un caballo de tiro. El animal, otrora uno de los corpulentos Irenos de las islas de Lorea, camina tras ella con la cabeza gacha, la piel como una manta vieja, refinada y pegada a los músculos fibrosos.
"No pueden. No… quieren. Míralos. Han perdido la voluntad. Ese lobo que encontramos era una de las criaturas más fuertes y más inteligentes de Queeria, por eso logró llegar tan lejos, huyendo desde el sur. Pero ya has visto lo que pasa al final. La voluntad muere y con ella la esperanza y el poder de los Ura ocupa su lugar"
Brian se apoya contra el borde del mostrador. Siente el cuerpo débil, frío, como cuando tienes fiebre y las fuerzas se diluyen. Esto es lo que no querías ver. Solo le queda una pregunta por hacer.
"Entonces- Tú. Y yo"
El mago asiente.
"Si seguimos aquí mucho tiempo. Si"
Pero tienen que seguir. Tienen que continuar, recorrer los cien días de las ferias del verano. Vender cien corazones. Eso es lo que romperá el hechizo. Su madre. Ella tiene que saberlo. ¿Por qué le ha hecho esto? ¿Por qué no le protege, como ha hecho siempre? Las manos le tiemblan y un sabor amargo y metálico se le espesa en la lengua. Pero su corazón no late. Nunca late. Monrra parece estrecharse a su alrededor, como las mandíbulas de una boca que se cierra. Monrra, terrible y muerta, pudriéndose delante de sus ojos y Brian aprieta los dedos contra la madera, luchando por respirar, luchando contra una voluntad más fuerte que la suya, algo que tira del él como- .
"Vámonos. Vámonos de aquí"
El mago se acerca, una presencia sólida a su espalda, la única cosa realmente viva, intacta, de entre todo lo que le rodea.
"Brian, no puedes- Si lo dejamos ahora…"
Brian no la ve, pero siente la mano que no llega del todo a tocarle, una presencia frágil sobre la curva de su hombro. Vuelve la cabeza para mirarle y la expresión de Justin es triste, profundamente triste y aunque Brian no quiere hacerlo es incapaz de no creer que es real, que aún a pesar de todo, tal vez sea cierto que le importa.
"No. Adelante. Sigamos. Terminemos con esto. Recuperemos mi corazón y volvamos a casa"
ºººº
La devastación se extiende, a lo largo y a lo ancho, allá donde alcanza la vista.
Rea es la penúltima de las ciudades de Ylomor, tan solo una nota al pie del camino. Las construcciones bajas se encorvan las unas contras las otras, como si cada una de ellas hubiese sido levantada con el único propósito de sostener a la anterior. El lecho seco de un rio atraviesa la planicie, sus entrañas de barro expuestas a la vista y una fina franja de agua discurriendo en el centro, como una larguísima serpiente abierta en canal y puesta a secar sobre el tablero del mundo.
La pequeña población no constituye un emplazamiento de venta oficial, más bien una parada de tránsito, una cama caliente y un baño antes de retomar la ruta hacia Crefta, pero movidos por la necesidad algunos vendedores empiezan a improvisar pequeños puestos sencillos, mostrando sus mercancías sobre mantas extendidas en el suelo, o en los mismos carros o baúles, aprovechando la ocasión por si a bien tuviera de sonreírles la suerte antes de que caiga la noche. Ya no hay tantos como al principio. Muchos no pasaron de Lotar y unos cuantos volvieron sobre sus pasos una vez alcanzada Monrra. Brian sigue el ejemplo de los pocos que quedan. Detiene el carrito junto a un muro bajo y amontona unos cuantos corazones a la vista. No espera que la suerte llegue pero nada se pierde por intentarlo.
Justin se ha ido hace un rato a reservar habitación para la noche y a falta de nada mejor que hacer, Brian revisa sus cuentas. Sesenta corazones. Ni uno solo más desde Lotar. Escribe en el margen de la libreta el número de corazones que quedan hasta llegar a Enilon, la última ciudad del sur, a pesar de lo evidente de la cifra. Cuarenta corazones. Rodea los números, trazando círculos que sobrescriben los contornos del anterior y luego, en un arrebato de rabia, lanza el cuaderno, odiándose por meter el dedo en la llaga de lo que ya sabía. El lomo de cuero rebota sobre el suelo y el cuaderno cae abierto la segunda vez. Brian escucha el batir de las páginas, que se retuercen atrapadas, como si el viento buscase algo en ellas a toda prisa. Toda la desesperación que se ha arreglado para mantener a raya desde Monrra le golpea de nuevo, cruda y real. Las palabras son como un palpitar arrítmico en su mente No vas a conseguirlo. No vas a conseguirlo. No vas a conseguirlo. Brian se frota los ojos con furia, tratando de borrarlas. "No me voy a rendir. Yo nunca me rindo"Les dice en voz alta, porque es la única verdad de sí mismo que se ha mantenido siempre, pero suena demasiado débil, demasiado derrotado incluso a sus propios oídos. Y tal vez sea el momento, de aceptarlo, de asumir que es su propia cabezonería, su propia incapacidad para aceptar sus errores lo que le ha traído hasta aquí. Lo que le hará desaparecer, lo que ha hecho que incluso aquellos quienes más le quieren, aparten también la mirada.
Baja las manos, la claridad ajada de las tierras grises deslumbrándole los ojos irritados, y entonces se da cuenta de que alguien le observa.
Un niño. Un niño pequeño. De pie. Al otro lado de la calle. El pelo color arena se le pega a la cabeza, sucio y enmadejado. Las mejillas angostas. Los labios agrietados. Tiene el cuerpo descubierto de cintura para arriba y en él se aprecian las consecuencias del hambre, las costillas que aguijonean la piel desnutrida por debajo del pecho a cada respiración. No puede tener más de nueve años y aunque en un primer momento Brian cree que le está mirando a él, su vista está fija en los corazones, frescos y relucientes sobre el carrito, de un rojo puro y disonante en el centro de las ruinas de Rea.
Transcurre un largo momento en el que el niño no parece darse cuenta de su presencia, pero cuando por fin lo hace y sus miradas se cruzan, lo que Brian ve ahí no es la fascinación dócil y resignada de tantas veces, sino rabia, una rabia visceral, que no va dirigida contra él, sino que parece extenderse a todo lo que les rodea, y Brian la entiende, la siente como si surgiera de lo más antiguo y enterrado de sí mismo, rabia porque en este mundo terrible pueda existir algo tan hermoso y a la vez tan fuera del alcance.
Y entonces, como activado por alguna señal invisible, el niño echa a correr. Brian no se lo piensa siquiera, coge algo del carrito y sale tras él.
"¡Eh! ¿Pero qué-? ¿A dónde vas?" grita Justin, que se acerca por el camino. Pero Brian no se detiene a contestarle, solo sigue corriendo.
ºººº
El suelo arenoso resbala bajo sus botas cuando Brian ya no es capaz de correr más y se para en seco. Nada. No hay nada en la planicie que se prolonga de parte a parte, como un reflejo pulido y oscuro del cielo. Empieza a caminar, girando sobre sí mismo a cada rato, buscando en todas direcciones, guiado por un impulso desenfrenado, como si encontrar al niño fuera importante por algún motivo que reconoce solo por instinto.
Debería sentir miedo. A perderse. A no ser capaz de encontrar el camino de vuelta a Rea entre la vaga impresión de sus pasos. Pero sigue andando con lo que al él mismo se le antoja como la determinación de un loco. Ha visto esa mirada antes. La recuerda. Podría reconocerla en cualquier parte.
Lo encuentra por fin, agachado tras un saliente rocoso, el dedo índice esbozando caracolas que provocan minúsculos desprendimientos en un montículo de arena.
"¡Oye!" dice, acuclillándose a cierta distancia entre jadeos "Corres un montón para ser tan pequeño"
El niño alza la vista. Brian puede distinguir entre los dibujos medio cubiertos por la brisa un corazón emborronado. No le contesta.
"¿Cómo te llamas?"
Los ojos del niño se mueven sobre sus rasgos, entrecerrados, y Brian da un pequeño e inestable paso hacia atrás.
"Eh… Te doy- ¿Te doy miedo?" pregunta, temiendo que su apariencia, eso que los otros ven, asuste al niño, pero el muchacho mantiene su exhaustiva exploración, como si estuviera sometiendo lo que ve a un análisis largo y concienzudo.
"¿Por qué ibas a darme miedo?" pregunta, encogiéndose de hombros, devolviendo la atención a sus dibujos.
"Ah. Bueno. Pues-"
"Ahora todos me llaman chico" murmura el muchacho, apoyando las manos sobre la tierra y moviéndolas de lado a lado, imprimiendo sobre la tierra un patrón que hace las veces de alas para el ave que dibuja ahora. Tiene los brazos largos y delgados y marcas de suciedad reseca entre los pliegues de los dedos. Chico El muchacho debe haber tenido nombre alguna vez y a Brian el hecho de que nadie lo utilice, que puedan referirse a él de esa forma genérica, aséptica, le parece una clase especialmente cruel de maldición, cuando para Brian eso ha sido siempre lo más importante: su nombre, su identidad, esas dos palabras que conjuran todo lo que es, lo único que no llegaron a arrebatarle entonces.
"¿Y dónde están tus padres?"
"Ya no están" El muchacho le lanza una mirada rápida por debajo de las pestañas. Su voz es ahora voz poco más que un susurro. Y Brian entiende.
"¿Y estás tú solo?"
El crío se encoge de hombros de nuevo y Brian se fija en sus maneras toscas, ligeramente hostiles, como si le estuviera midiendo todo el tiempo. El muchacho, esa mirada. Le recuerda a alguien, alguien tan lejano en el tiempo que hasta ese momento creía haberlo olvidado ya.
"Ya" hace una pausa "¿Estás dibujando un pájaro!" pregunta tratando de convertir la interrogación en entusiasmo. Es una pregunta tonta, pero lo cierto es que a Brian nunca se le han dado bien los críos. Porque nunca los ha considerado como críos en sí, supone. Porque nunca le pareció ser realmente un niño cuando en supuestamente lo era. No puede evitar un pinchazo de tristeza cuando piensa en lo bien que se le daban a la Reina, siempre arrancando sonrisas y haciendo carantoñas. A Brian sencillamente no le sale.
El niño hace un mohín, como si se diera perfecta cuenta de lo poco que le pega a Brian eso de dulcificar la voz y llenarlo todo de admiraciones y hasta le diera un poco de pena por los nefastos resultados de su intento. Levanta la cabeza, señalando con el índice hacia el cielo y cuando Brian sigue su mirada ve, oscurecida contra los rayos del alto sol de mediodía, la silueta de una gaviota.
¿Aquí? ¿Qué hace una gaviota aquí? El mar está muy lejos para…
"¿Por qué me has seguido?" la voz del niño le atrae de nuevo hacia el suelo. Un negativo de luz impregna sus retinas, convirtiendo por unos segundos sus rasgos en un borrón.
"¿Eh?"
"Que por qué me has seguido" vuelve a decir, muy quieto, echando un vistazo ávido a eso que Brian esconde detrás de su espalda.
Claro.
"Ah, ya" dice, fingiendo un tono casual, extendiendo el brazo y tendiéndole un corazón rojo y perfecto, el envoltorio un poco arrugado y templado por el calor "Es solo que quería darte esto"
Es instantáneo e inesperado. El niño sonríe, dientes blancos y brillantes. La sonrisa le alcanza los ojos claros y algo en el pecho de Brian se reduce hasta alcanzar el tamaño de una partícula diminuta y aprisionada, una clase de dolor que no había sentido nunca antes y que su cuerpo quisiera rechazar, pero temiera perder al mismo tiempo. Se pregunta si fue así. Si entonces, en algún momento, si fue alguna vez así. El niño coge el corazón con lentitud, casi con reverencia y Brian se da cuenta de que es aquí, es este momento, en mitad de la desolación, después de todo lo que ha visto y vivido, por todos los dioses, es esto, la cosa más bonita y la más triste que ha visto nunca.
"Gracias" susurra el niño, apretando el corazón contra la piel morena de su pecho, como si pretendiera protegerlo y por un instante parece como si perteneciera exactamente ahí, expuesto directamente sobre su cuerpo, como si de verdad un corazón pudiera tocarse y entregarse, sujetarse en las palmas de las manos. Y entonces el muchacho echa a correr de nuevo, y desaparece de su vista tan rápido como la primera vez.
ºººº
"¿Brian?"
Brian no contesta. No sabe cuánto tiempo ha estado sentado aquí, ni cuando ha llegado el mago. Sus pensamientos son como las piezas dispersas de un mecanismo que espera ser ensamblado. Pero su dueño no es capaz más que dejarlas estar, seguro de que todo será más fácil si nunca las toca. Si no permite que sean más que pistas diseminadas al azar, nunca una figura uniforme. Algo a lo que poder mirar y ser incapaz de ignorar entonces la forma que tiene aquello que nunca ha querido mirar de cerca.
El mago se sienta a su lado. Sus hombros entrechocan en un movimiento de vaivén y Brian contiene el impulso de dejarse caer solo un poco, permitirse reposar contra esa solidez, para ver si así el mundo entero decide descansar también un segundo y parar a esperarle.
"Lo que acabas de hacer…" empieza el mago. La voz suave, ligera, como si Brian fuese algo que hay que tener cuidado de no romper. "No-"
"No me importa si no sirve" le corta, expulsando aire caliente en el hueco que forman sus brazos. Aprieta más las rodillas contra sí. No le importa en absoluto si este corazón cuenta o no para romper el encantamiento. Que qué más da ya. Si no van a conseguirlo.
"No era eso lo que…."
Si ya no está seguro de tener derecho a conseguirlo, cuando mira a su alrededor.
"Da igual" Respira. Hondo. Despacio "Haz que vuelvan a ser como eran" dice y algunas de las piezas se colocan en su sitio en contra de su voluntad.
"¿Qué? Brian. Yo-"
"Tú tienes magia. Puedes hacer que todo esto pare"
"No-"
"Sí. Sí que puedes. Mira lo que me has hecho a mí" insiste, cerrando el puño contra el pecho "Hace falta mucho poder para hacer esto, así que cámbialos"
"Brian" susurra el mago, inclinando la cabeza para buscarle los ojos y Brian rehúye su mirada, la vista clavada en los dibujos que desaparecen ya sobre la arena "No es tan sencillo. Lo habría hecho ya si pudiera, ¿crees que no? Pero hace falta muchísimo más que eso. No se trata solo de cambiarles y ya está. No puedo hacerles pensar y sentir lo que yo quiera. Eso es lo que hacen los Ura."
"¿Y entonces qué? ¿Se quedarán así para siempre?" dice, casi gritando. Señala hacia el horizonte de arena. Los ojos le arden. "¿El se quedará así para siempre?"
El mago vuelve la mirada hacia atrás, hacia el lugar por el que ha desaparecido el niño. Hay tristeza en su rostro, y Brian quiere que pare, que toda, toda, toda esta tristeza se evapore y se desvanezca a la vez, para no tener que volver a verla nunca. Que esta sensación que lo vuelve todo gris y terrible termine para siempre. Que todo vuelva ser como era antes. O distinto. Pero no esto.
"No. He dicho que yo no puedo hacer nada. Solo. Hace falta mucho poder, es cierto, pero ese poder existe y puede unirse contra ellos"
"¿Cómo en esa estúpida leyenda tuya? ¿Es eso lo que crees? ¿Qué la gente puede unirse y querer cambiar las cosas? Despierta, mago. El mundo no es cómo tú crees que es" casi grita, la rabia royéndole la lengua. "No es más que la misma historia, repetida una y otra vez. Es lo que hacen las personas. La supervivencia del más fuerte. Y terminará por tragárselo todo. Y la única forma de sobrevivir es luchar por uno mismo. Ser más fuerte que todos ellos. No dejar que-"
"Dime entonces. Si es así. Si es como tú dices" Justin se levanta, le mira desde arriba y dónde Brian esperaría encontrar ira, o desprecio, o decepción, no hay más que claridad, una claridad limpia y perfecta "Entonces dime que no te importa, Brian. Dímelo, y haz que te crea"
Brian cierra los ojos, y se cubre el rostro con las manos.
ºººº
"Espera. Espera. Así. Ya está"
Justin retira la manta hacia un lado y Brian se deja caer sobre la cama. El tacto de la tela de la almohada es suave y fresco contra su mejilla y Brian resiste el impulso de cerrar los ojos y permitirse dormir durante una vida entera. Siente el cuerpo pesado, laxo, como si el mismo gris que lo cubre todo allá fuera hubiera encontrado la forma de colársele dentro. El mago le retira el pelo hacia atrás, la palma templada sobre su frente y Brian piensa que es extraño, cómo algo tan simple puede ser tan poderoso, la forma en que su cuerpo se relaja al contacto, sintiendo que ahí, en ese punto exacto en el que sus pieles se tocan, el mundo es un lugar un poco más cálido, menos terrible.
"Descansa un poco, ¿vale?" dice Justin, los dedos enredados en los mechones, acariciando mínimamente la piel. Pero Brian no necesita descansar, lo que necesita es-
"No quería que me importara" susurra y siente que algo en su interior se rinde y abre los ojos.
El mago le mira. Azul y el color huidizo de la curva de sus pestañas. Le mira como si le importara, como tantas otras veces, pero lo que hace que esta sea distinta es que Brian ya no puede, ni huir, ni apartar la mirada. Esta vez Brian sabe que es cierto, que eso de lo que más huye ha estado siempre con él y que ya no es capaz de disfrazarlo de nada.
"¿Por qué?"
¿Por qué?
No llegaba la luz, parecía que nunca llegaba la luz y eso es lo que mejor recuerda. Su padre les había dejado hacía tiempo Tres bocas son demasiadas bocas que alimentar. Ahora tiene dos problemas menos Es lo que contestó su madre cuando Brian ya no pudo soportarlo más e hizo la pregunta. No era tan pequeño como para no entender, cuando ella también se marchó, que ahora ella tenía también un problema menos. ¿Por qué?.
"Porque yo no era muy distinto a ese crío cuando ella me encontró" Brian lo siente en los huesos, como esas cosas que se quedan grabadas y no dejan nunca de estar ahí. Hay cosas que no se olvidan, aunque quieras. No se borran nunca. Recuerda la pérdida. La soledad. Recuerda la primera vez que la vio, a la Reina, el pelo rojo y los ojos esmeralda. Una sonrisa blanca, perlada de luz.
"Pero ya no, Brian. No lo eres desde hace tiempo" dice Justin, bajando la mano hasta su mejilla y obligándole a mirarle a los ojos, muy serio. Pero Brian está agotado, cansado de sí mismo y de esta inmensa tristeza que engulle al mundo que les rodea, a dónde ya no llega ninguna luz.
"Hay cosas que no cambian"
"Eso es solo si no las dejas cambiar" susurra Justin, y cualquier cosa parece posible en ese momento, cerca de él, mirándole como si no hubiera magia alguna para la que no pudiera encontrar las palabras. Cambiar, ser mejor que el pasado. Tal vez Brian perdió su corazón hace ya mucho tiempo, en una habitación pequeña y oscura, esperando a alguien que nunca regresó y tal vez sea ese el verdadero conjuro, con más poder sobre él que ninguna otra cosa. Tal vez haya llegado ya el momento de romperlo.
"¿No hay quien pueda contigo, eh?" dice, sonriendo sin poder evitarlo y el mago le devuelve la sonrisa, cálida como el primer amanecer de primavera.
"Soy un mago, ¿qué esperabas? Me cuesta creer en lo imposible" Se inclina hacia él, los mechones rubios desparramados sobre su frente y Brian quiere alargar la mano y retirarlos, porque en este preciso instante, parece que cubrieran el sol.
"Este pelo tuyo crece a un ritmo vertiginoso. Lo sabes, ¿verdad?"
El mago entrecierra los párpados, una sonrisa suave se curva en el ángulo de sus labios. Y no es que sea guapo, piensa Brian, es otra cosa.
"Será cuestión de magia"
Magia. Sí. Eso es.
"Hay algo que siempre me he preguntado" dice Brian. La necesidad es demasiado irresistible como para ignorarla y retira finalmente los mechones, que se resisten, rebeldes entre sus dedos "¿Qué ves tú cuando me miras?"
Es un silencio tranquilo, el que espera entre los dos. Es un silencio que no tiene prisa. Se deja acariciar por el resplandor blanco que asoma en el cuarto, plata sobre la piel y líquido en los irises de la mirada de Justin. Es la luna que está de vuelta, la luna de las leyendas. Un faro que aclara el camino en las noches oscuras.
"Brian. Yo solo te veo a ti"
Un conjuro. Solo es un conjuro. Nada más. Y todo conjuro puede romperse, si conoces las palabras adecuadas.
"Tengo miedo, Justin" susurra Brian, cerrando los ojos y dejándolas ir.
"No importa. Yo estoy aquí." Justin suspira "Estoy aquí contigo"
(Sigue aquí)