Atraviesan la frontera temprano, dejando atrás al resto de la comitiva.
Serra tarda en perderse de vista , alta como está , envuelta entre las nubes que amenazan tormenta, como si fuera una más, una forma particularmente nítida de esas que los niños juegan a adivinar, tumbados de cara al cielo sobre la hierba.
Brian no puede evitar darse la vuelta de cuando en cuando, llevado por la necesidad involuntaria de no dejar escapar el momento en que es capaz de admirarla por última vez, desapareciendo tras una curva cuando se adentran en la cañada, como si fuera eso y no otra cosa lo que marca el límite entre Babilonia y las tierras del sur: el paso hacia Ylomor.
"Hay unos treinta y seis kilómetros hasta Torma. Si seguimos a este ritmo, podremos llegar antes de que cierren las puertas" A pesar de que no ha empezado a llover, la cabeza del mago está cubierta por la capucha. La tela cae hacia delante, evitando cubrirle los ojos por milímetros y tiene que retirarla un poco hacia atrás para consultar el mapa, que pliega justo después, devolviéndolo a las inmensidades de su túnica.
"Bien"
"Son casi once horas de caminata. Si lo prefieres, podríamos acampar antes y llegar a la ciudad por la mañana"
"Así está bien"
Brian fija la vista en el camino. A ambos lados los árboles trepan hacia lo alto de las colinas, el verde deslustrado de sus crestas quemado por el sol. No hay brisa que los agite, como la calma contenida que espera la llegada de la tempestad y sin su murmullo el bosque parece silencioso, atento, inclinándose para escuchar.
"¿Va todo bien?"
"No veo por qué no"
"Ya" el mago alarga la última letra, alzando la mano para echar hacia atrás la capucha. Brian ve cómo le observa desde la periferia, cómo traga saliva antes de preguntar en tono conversacional "¿Y de qué hablabas la otra noche con Daphne?"
No hay manera de que no lo sepa y la táctica torpe y demasiado evidente le da ganas de echarse a reír. Una parte de Brian tiene ganas de empezar a gritar ahí mismo ¿Y tú de que crees que hablábamos? pero se ha descuidado durante demasiado tiempo, ha bajado la guardia, y no es un error que vaya a cometer otra vez. Si el mago cree que va volver a caer en su doble juego es que no sabe con quién trata.
"Eso no es asunto tuyo" dice, cortante. Y apresura el paso hacia el camino que se difumina a lo lejos y hacia el final de todo esto. Va a vender esos corazones y va a volver a casa, a ser Brian Kinney, y nadie podrá volver a decirle nunca lo que puede o no puede ser.
Y no hay nada, nada, que vaya interponerse en su camino.
ºººº
El polvo le clarea las botas y encuentra un camino dentro de las ropas, que se pegan espesas al sudor de su piel. Brian ni se molesta ya en separarlas. Se pasa un paño húmedo por el cuello, limpiando lo poco que puede, aprovechando el frescor antes de que el paño se caliente también al contacto de su mano.
El calor de Lotar es tóxico, insidioso, de un cariz desértico que no cuadra en una ciudad que parece construida desde las raíces de la propia naturaleza, tallada en los inmensos troncos de los árboles, enlazada en sus ramas extensas, como serpientes que comparten un mismo cuerpo.
Hay algo que no encaja, como si por antojo de algún dios aburrido el conjunto entero hubiera sido desterrado a alguna estantería y olvidado luego ahí hasta desgastarse, dando la impresión de que el paso del tiempo se ensaña más en esta parte del mundo, que parece viejo de una forma que no tiene nada que ver con lo antiguo, rugoso y quebradizo, igual que el polvo bajo sus pies.
"¿Cuánto cuesta esto?" Una mujer de cejas largas, tatuadas desde los extremos en un brocado que desaparece por encima de las sienes, señala hacia uno de los corazones. El contraste es súbito en sus sentidos, el rojo del corazón reluciente en su envoltorio, la mano de la mujer átona, como en un grado menos de color y Brian contesta sin poder dejar de mirarla.
"Cinco argentos"
La mujer pliega los labios dentro de la boca, considerándolo. Es hermosa, desde los ojos rasgados hasta las uñas finas con las que araña la yema de su pulgar en un gesto ausente. Pide a Brian que le envuelva dos de los corazones y después se aleja sin prisa, el dobladillo de su vestido revoloteando en torno a sus sandalias.
"¿No notas algo… extraño?" pregunta Brian, volviéndose para mirar al mago, sin pararse a pensar que es apenas la segunda vez que rompe voluntariamente su voto de silencio desde que salieran de Serra , el cuerpo agitado aún por el efecto que ha causado en el la mujer.
"Se nota desde hace días" responde el mago entre dientes, cruzando los brazos sobre el pecho, volviendo la vista hacia otro lado.
Desde hace días Al principio, Brian había atribuido el cambio al hecho de haberse adentrado en otra franja climática. Sabe que hay lugares dónde la luz del sol ilumina distinto, más blanco en las tierras nevadas del norte o dorado en las junglas del este, los días en que las nubes despejan el cielo. Ha visto imágenes de esos lugares y esto no parece lo mismo, la cualidad antinatural con la que todo parece visto a través de un cristal ahumado. No resultaba tan evidente cuando atravesaron Torma y sus aldeas, ni la calzada flanqueada por Menhires de cuarzo hasta Erra. Pero ahora que lo ve, a Brian le parece imposible no haberse dado cuenta antes.
"¿Y qué es lo que pasa?"
El mago suelta un bufido. No ha vuelto a vestir las ropas que le dio Brian y lleva su túnica a pesar del calor. Su humor ha ido endureciéndose a la par que el de Brian y lo cierto es que lo prefiere así, hace que todo resulte más fácil. Cuando responde, suena brusco, casi enfadado, como si la pregunta de Brian no mereciera el gasto innecesario de saliva.
"Imagínatelo tú solito. Se te da bastante bien"
Brian aprieta los dientes pero no replica. Van ya sesenta corazones y no lo sabe a ciencia cierta pero algo debe haber cambiado ya en su apariencia, porque las gentes no rehúyen su presencia como antes y cada vez le resulta más fácil atraer su atención. No necesita al mago y su presencia como estrategia comercial.
Un hombre de brazos tatuados y ojos contorneados de pintura oscura como el grafito se acerca a su puesto con curiosidad y Brian despliega su mejor sonrisa.
Y qué más da lo que pase. Dentro de poco volverá a estar en casa y nada de esto tendrá importancia entonces.
ºººº
"Maldito. Trasto-Joder!"
La tapa del baúl rebota al golpearlo, y durante unos segundos el cierre se agita con un tintineo metálico. Brian deja salir el aire entre los dientes, sintiendo como el enfado se le encrudece un poco en el estómago, no tanto por el maldito trasto encaprichado en no dejarse cerrar como por el asco de día que lleva. Apoya todo su peso sobre la palma para hacerla bajar y suelta otra maldición cuando por millonésima vez no lo consigue.
"¿Tienes que hacer tanto ruido? Algunos intentamos leer"
"Te pasas todo el santo día leyendo. Qué más te da" replica, sacando la ropa de las pilas superiores decidido a meterla en una bolsa y ya está, perdiendo lo poco que le queda de paciencia cuando una bola hecha de calcetines se resbala y rueda por el suelo.
"Cabréate todo lo que quieras, pero a mí no me hables así"
"Te aguantas"
"No. No me aguanto"
Brian se agacha a por los calcetines, lanzándole una mirada iracunda en el proceso. No ha vendido un solo corazón en dos días, la feria de Térrea poco más que un páramo baldío, vacío excepto por el resto de comerciantes y unos pocos lugareños de ropas grises que iban de un lado a otro con las miradas fijas en el suelo, sin dedicarles la más mínima atención, actuando como si fueran invisibles.
"Estoy harto de ti" gruñe a la maleta, que se limita a mirarle con su enorme boca abierta, en una sonrisa inanimada y triunfal.
"Lo mismo te digo"
"¿Perdona?" pregunta encarando al mago, que alza la barbilla, molesto y desafiante, echo casi un ovillo dentro de una manta en el sofá.
"Que ya somos dos. Tú también me tienes hasta las narices"
Brian ni siquiera estaba hablando con él -hablaba con el baúl. El baúl maldito-, pero toda su rabia se redirige y combustiona y oh ahora sí que está hablando con él.
"Claro. Porque para ti todo debe de ser muy difícil. Sentado ahí, haciendo dibujitos en tu cuaderno, sin nada que perder, jugando al gran hechicero. Tiene que ser agotador"
"No" dice el mago en voz baja, pero firme, levantándose y quitándose la mata, que cae hecha un amasijo sobre el sofá "Lo que es agotador es soportar tus cambios de humor y esa actitud que todo lo malo del mundo te pasa a ti y solo a ti. Eso es lo agotador. Y me tienes Hasta-Las-Narices" repite dando un par de pasos hacia Brian.
"Bueno, es lo mínimo, ¿no te parece?" masculla Brian que no se queda atrás, avanzando hasta quedar a la altura del mago.
La tensión entre ambos se densifica como la electricidad atrapada dentro de una esfera y Brian puede sentirla en las puntas de los dedos, erizándole la piel en toda la caída de su espalda, como si entre el mínimo espacio entre sus cuerpos se estuviera gestando la energía desquiciada de una tormenta.
"¿Por qué?" Justin alarga las palabras, una sonrisa sin humor dibujándose al borde de sus comisuras "¿Por qué te dije que tenías miedo? Pues lo vas a tener que oír otra vez, porque tienes miedo, Brian"
Es feroz y devastadora, la forma en que eso cala. Otra vez esa palabra Miedo y todas las alarmas de Brian saltan a la vez, dándole la razón en su contra. Pero y una mierda.
"¿Y cómo estarías tú? No. Espera. ¿Cómo estabas tú? ¿Cuándo tuviste que largarte de casa con el rabo entre las piernas porque el bueno de Justin no quería ser lo que le decían que fuera?" La pregunta ha estado royéndole por dentro como una alimaña y la escupe sin compasión, directa y cortante y debe tener el efecto exacto, porque el mago se yergue y estira la espalda, pero algo en su mirada le dice que ha dado en el blanco.
"Eso es completamente distinto"
A Brian se le escapa una carcajada amarga.
"¡Es exactamente lo mismo! Yo no pedí nada de esto. No le pedí ser príncipe. No quiero esa responsabilidad. Yo vivo como me da la gana y no le digo a nadie lo que tiene que hacer con su vida"
El mago le mantiene la mirada, sin pestañear, escrutándole de tal forma que parece como si intentara leer en sus ojos, buscar la discrepancia entre lo que Brian dice y lo que piensa de verdad, y por un momento la voluntad de Brian se debilita cuando se da cuenta de que lo que el mago busca es alguna pista de que es mejor de lo que parece ser. Pero Brian es solo Brian, sin importar lo que los demás esperen. Cierra los puños a ambos lados del cuerpo, buscando un asidero en la rabia para hacer a un lado todo lo demás.
"No tienen derecho" repite, como hace lo que parece años atrás, aunque lo que escucha en su cabeza es una versión ligeramente diferente de ese mismo pensamiento No tienes derecho.
El mago no deja de mirarle, su boca una línea tensa.
"Hay gente que ha tenido que morir para que tengas todo esto. No se trata de ser un príncipe, ni de quién o cómo crees que eres o quieres ser. Hay personas, personas que están muriendo ahora mismo en esa guerra para que gente como tú pueda decir que viven sus vidas como les da la gana. ¿Crees que no hay diferencia? Pues sí que la hay. Yo quería ser mejor, Brian. Tú, en cambio. Tú. Solo apartas la mirada"
Las palabras de la Reina arden en su voz. Nítidas y crueles. Como si tuviera derecho. Todos, todo ellos, creen que tienen derecho. Pero no. Nunca. Jamás.
"No pienso permitir que nadie-"
"¡No lo entiendes!" el mago alza la voz, exasperado "No terminas de entenderlo. No tiene nada que ver con lo que otros piensan. Ni con lo que digan. Eres tú quien-"
"¿Sabes qué?" corta Brian, sintiéndose más harto de todo esto de lo que se ha sentido nunca "Puede que no. Puede que nunca lo haya entendido. Esa bondad y ese deber que enarboláis como si os hiciera mejores que nadie. Pero yo no miento, mago. Lo que digo y lo que hago son la misma cosa. Soy lo que soy. Pero tú…" susurra, haciendo acopio de todo el enfado, de toda la frustración, de todos los momento en que se dejó caer en la ilusión de que el mago estaba de su lado y no era más que otro engaño "Solo espero que a ti la recompensa te merezca la pena"
El mago entrecierra los ojos, como si hubiera recibido un golpe y tratara de todos los medios no darlo a entender, sin conseguirlo.
"No tienes ni idea" niega con la cabeza y la tristeza que pesa ahora en su voz es peor que todo lo demás, pero Brian se obliga a ignorarla "Y yo soy un maldito imbécil. Un completo idiota. Por creer que podrías cambiar. Por pensar que tú y yo-" murmura, el resto de lo que fuera a decir quedándose en suspenso.
Pero Brian ya no puede parar.
"Qué ¿tú y yo?" Insiste, mordaz "¿Tu y yo qué?"
El mago da un paso atrás y la tormenta que hace un instante parecía azotar el mundo entero se disuelve de golpe.
"Nada. Tu y yo nada, Brian"
ºººº
Es un avance lento y penoso el que les saca de Arria. En esta parte de la ruta el terreno se vuelve rocoso y el camino que discurre bordeando la cordillera de Motaror sube y baja continuamente, atravesando el bosque de roca puntiaguda como los surcos deun nido de hormigas partido por la mitad. El esfuerzo hace que le duelan las rodillas y que sus pies terminen llenos de rozaduras dentro de las botas; las manos le laten en carne viva dónde se le han raspado al sujetarse a los islotes de granito al resbalar.
Se ven obligados a detenerse para recobrar fuerzas con más regularidad y la segunda de las noches que pasan al raso la temperatura disminuye tanto y tan rápidamente que ni siquiera las densas pieles de Uro que utilizan para cubrirse son capaces de espantar el frío.
Reanudan la marcha temprano, habiendo dormido poco y mal, prefiriendo el efecto vigorizador de la marcha a paliar la necesidad de sueño. La extraña anomalía que se hizo evidente en Lotar se agrava a medida que cubren terreno. La naturaleza aparece desgastada, como lavada demasiadas veces y luego puesta a secar bajo un sol abrasador. Todo parece… marchito y Brian tiene que resistirse al impulso continuo de dar media vuelta y retroceder, como si todo a su alrededor gritara Peligro. No te acerques. Ponte a salvo mientras aún estés a tiempo.
A media tarde del último día de viaje un gemido largo y gutural se eleva por encima de las copas enredadas de los árboles, desgarrándose en un lamento profundo que se aloja entre los poros de los huesos, como si llorara a la tristeza de cada uno y se convirtiera en esa misma tristeza.
Se repite de nuevo cuando están más cerca y esta vez el mago se detiene en seco.
"Quédate dónde estás" ordena, dejando caer el fardo que lleva a la espalda y echando a andar en dirección a la espesura. Brian le sigue sin pensarlo dos veces.
"¿Qué crees que puede ser?" susurra cuando le alcanza, ocultándose a su lado tras el tronco de un roble.
"Te dije que esperaras"
"También quiero verlo"
Los hombros del mago suben y bajan en un suspiro inaudible.
"Mira dónde pones los pies"
Avanzan despacio, agachándose para esquivar las ramas rizadas y teniendo cuidado de no hacer ruido, el oído atento al gemido que se escucha cada vez más alto para orientarse. Llevan al menos quince minutos caminando cuando el mago se agacha y señala con la barbilla hacia el interior de un claro, en el instante preciso en que un nuevo gemido brama a través de la espesura. Un lobo, el lobo más descomunal que Brian ha visto nunca, yace caído sobre el estómago. El pelaje negro se le adhiere al cuerpo, pelado en algunos puntos, donde dejan entrever las articulaciones huesudas, el contorno afilado de las costillas. El animal resuella y el aire frente a sus fauces se condensa como el suspiro volcánico de un dragón. La legua roja le cuelga de la boca, empapada de saliva y Brian siente el terror ancestral secarse en su garganta, tensarse en sus músculos ante la presencia del miedo tangible, hecho dientes y carne.
Siente un peso en el hombro y consigue contener un sobresalto justo a tiempo para ver que se trata de la mano del mago, que señala ahora con el dedo a las garras del animal, semi-enterradas en el lecho húmedo del bosque. Grises. Son grises. Desde los extremos óseos hasta cerca de la segunda articulación. No grises de una forma natural, sino como si el color hubiera sido borrado de ellas con detenimiento. Brian se fija también en las largas marcas arañadas en la tierra, de pezuñas al impulsarse con esfuerzo, como si la criatura se hubiera arrastrado sobre ella en contra de un agarre invisible, hasta el lugar dónde le fallaron las fuerzas.
Aún no puede apartar la mirada cuando nota que el mago tira de él, las manos firmes e insistentes aferradas a sus ropas. Cree escuchar como el animal aspira en aire en busca de su olor cuando se vuelve para seguirle de regreso a la calzada.
"¿Qué era. Qué-?" Consigue articular cuando alcanzan el linde del bosque, deteniéndose para apoyar las manos sobre las rodillas y tragar todo el aire que no se atrevido a respirar durante el trayecto de vuelta.
El mago no parece encontrarse mucho mejor. Tiene la frente perlada de sudor y el flequillo se le amontona en girones que retira hacia atrás con manos nerviosas.
"Nada bueno" dice, inclinándose para recoger su bolsa. Dirige la mirada hacia el bosque, al punto dónde los gemidos se siguen escuchando en la distancia "Ese lobo no pertenece a este lugar. Ha llegado hasta aquí…" dice con voz queda, hablando para sí,. Se queda así un momento, como si tratara de tomar una decisión, pero al final reanuda la marcha, dejándole atrás antes de que Brian pueda interrogarle por más detalles.
Recorren el resto del camino a paso ligero, como si por alguna clase de acuerdo tácito hubiesen decidido alejarse lo antes posible de las inmediaciones del claro, aunque Brian tiene la impresión de que el mago se mueve llevado más bien por la urgencia de llegar a su destino.
Empieza a descender la tarde cuando alcanzan la señal que anuncia la entrada en la ciudad. En este punto el suelo de gravilla se corta abruptamente, sustituido por losas anchas entretejidas, lamidas por el musgo que brota entre las junturas; la tierra se curva hacia arriba y luego se aplana cortando en línea recta con el horizonte, como dos estratos de materia diferente densidad. Brian echa un vistazo al mago, que sigue avanzando con expresión indescifrable y se ajusta la capa cerrándola sobre el pecho, tratando de salvaguardar el calor de la brisa repentina, que levanta remolinos de polvo. Está concentrado en intentar unirla con un broche cuando el mago extiende un brazo por delante de su cuerpo, haciendo que se detenga.
Entonces Brian alza la mirada y la ve.
Cincelada en el ombligo del mundo Monrra se muestra ante sus ojos como el cáliz de una flor gigantesca. Kilómetros y kilómetros de tierra una vez desnuda a la que la mano del hombre se ha encargado de dar forma: altos muros dividen toda la extensión en secciones concéntricas que se precipitan hasta el centro, como los anillos de una cola de serpiente enroscada. La roca pulida resplandece allí dónde es salpicada en trayectoria oblicua por el sol y de ella se descuelgan largas cascadas de enredadera, que brota densa e imparable, como si quisiera tragarse la ciudad hasta devolver a la naturaleza lo que una vez fue suyo. Escaleras de anchos peldaños se entretejen entre las diferentes alturas sin seguir un patrón diferenciado y encajados entre las paredes un sinfín de senderos entran y salen y atraviesan la ciudad, tan estrechos en algunos puntos que las pequeñas figuras que los transitan se ven obligadas a cederse el paso o a caminar en fila, desmesuradamente amplios en otros, dejando el espacio suficiente para que pequeñas edificaciones se recuesten las unas sobre las otros como ancianos borrachos; sus tejados superpuestos parecen, en la distancia, las escamas de un largo y perezoso lagarto tendido al sol. Siete canales ascendentes bombean el agua desde lago central hasta sacarla de la inmensa depresión, construidos para evitar que la metrópolis quede enterrada bajo las agua durante las estaciones de lluvia. Sus largos cuerpos de gusano sirven de apoyo para tendederos, cuadras, heniles, emparrados y un sinfín fachadas que parecen soldadas al metal, como extraños moluscos que hubieran colonizado la barriga de una ballena. Desde el borde de la abertura, imposible de abarcar con la mirada, el conjunto se le antoja a Brian como las entrañas de una grandiosa catedral coya bóveda invertida sostuviese las mismísimas entrañas de la tierra.
Monrra, la cuidad en el cráter, construida como un desafío a la ira de los dioses.
Monrra, que a pesar de su grandeza, aparece ahora frente a sus ojos como si el meteorito que le dio vida una vez hubiese descendido de nuevo del cielo, cubriéndola de siglos de oscuridad y ceniza.
"¿Qué ha pasado?" pregunta Brian, notando la voz débil, la saliva evaporada en lo alto de la garganta.
El perfil del mago queda iluminado por el sol que se derrite contra la masa oscura de las tierras del oeste. Brian puede ver humedad en del arco de sus pestañas, una hebra fina y transparente que desaparece cuando cierra los ojos.
"Las llaman las ciudades grises. Las que han sucumbido al poder de los Ura" Se gira para mirarle con ojos llenos de tristeza, que por un momento es tan densa y palpable, tan real, como el viento que sopla entre sus dedos "Esto es lo que no querías ver"
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