No tenía demasiado claro cómo había acabado allí. Sólo sabía que su primo Henrie lo había colado en una fiesta para universitarios. Adrièn sólo tenía trece, pero subiéndose las solapas de la chupa y caminando con las piernas un poco arqueadas casi, casi daba el pego. Al fin y al cabo, su padre decía que no iba a crecer más. Y tampoco le interesaba crecer, ni nada en ese momento.
Gloria. La rubia INCREÍBLEMENTE despampanante que acababa de ponerle las tetas (¡y menudas tetas!) bajo la nariz se llamaba Gloria. Mirada de gata, labios carnosos y la mano dentro de su pantalón. Nada, ninguna de las muchas, muchísimas historias que su primo le había contado servían para evitar que las rodillas se le volviesen de mantequilla en ese momento.
Los labios de Gloria sobre los suyos. Lengua, saliva y calor. Y su mano derritiéndolo, ablandándolo mientras se ponía cada vez más y más duro. Sentirse desfallecer. Quedarse sin aire. La mano de Gloria lo sacudía por completo. Se sentía hundido en el sofá, con las piernas separadas. Se sentía indefenso. Derretido. Deshecho.
Y sentía algo más, como una pulsación vibrante en alguna parte de él, pero sin lograr identificar dónde. Como un ansia demoledora. Era eso de lo que había oído hablar. Era la bestia Fronsac peleándose con él por salir a la luz. Era el instinto para el sexo que llevaba en los genes. Y era, sobre todo, una sensación que asustaba.
Con muy poca delicadeza, apartó la mano de Gloria de su polla y la empujó sobre el sofá. La música que sonaba en la fiesta, en el piso de abajo, le retumbaba en los oídos. Metallica. Y la bestia apoderándose de él.
Besó a Gloria con todo lo que tenía en ese momento: lengua, labios, saliva y dientes. Con ansia, con hambre. Impaciencia y descontrol. Nunca antes se había sentido tan perdido, y nunca antes había tenido tan claro que hacer.
Coló una mano bajo la falda (indecentemente corta) de Gloria y no pudo evitar soltar una carcajada, que ella ahogó metiéndole la lengua en la boca, al notar que no llevaba bragas. Quería ir a la universidad, quería eso todos los días, quería morderle, arrancarle un gemido, quería correrse, que se corriese y morirse. O todo a la vez.
Estaba húmeda, caliente y húmeda. Y echó la cabeza hacia atrás cuando él empezó a jugar con su clítoris. Vale, eso sí sabía hacerlo, pues no era la primera vez que lo hacía (los descansos entre clase y clase dan para mucho en opinión de Adrièn).
Gloria entreabrió los ojos y se relamió. Si tuviese que ponerle nombre a eso, sería lascivia.
-Quiero que me folles, chavalín…-dijo, jadeando, gimiendo. Adrièn creía estar teniendo alucinaciones, o que le había tocado la lotería.
Debería haberse acojonado, Gloria estaba en la universidad y él en el colegio. Pero de alguna forma, sabía qué hacer. Se las arregló para componer una sonrisa y bajó los dedos un poco más, colándolos en ella y notando como se contraía. Joder. Si sintiese eso en la polla sería… joder.
Se agachó lentamente. Nunca había hecho eso, y era algo así como ensayo y error, pero el instinto le dictaba lo que debía hacer, y por probar no iba a ocurrirle nada. Lamió despacio, casi con cuidado, tanteando el terreno, reprimiendo la sonrisa que estuvo a punto de esbozar cuando la oyó gruñir de esa forma. Rodeó su clítoris con la lengua y entonces ella se volvió loca. Exhaló un suspiro, un gruñido, un gemido y un grito, todo a la vez. Separó más las piernas, y se movía, se movía y mascullaba incoherencias.
Joder, oh, joder, chavalín. Joder, joder. ¡¡Aahhh!! ¡Sí! ¡Ohhh, joder, joder! Y Adrièn se volvió loco. Estaba húmeda, saliva y sal mezclados en su boca, resbalaba y él sólo quería resbalar dentro de ella. Quería estar dentro de ella. Correrse. Quería correrse y hacerlo ya. Quería notar esas contracciones en la polla y eso sería la llave para entrar en el paraíso.
Por eso cuando Gloria soltó un gruñido que se convirtió en una especie de grito ahogado, Adrièn se separó de ella. Y lo que ocurrió a partir de ahí, es una nebulosa.
Sabe que fueron sólo quince minutos, pero fueron los mejores quince minutos de su vida… hasta el momento.