La noche se cernía sobre la mansión. Llovía profusamente, y las gotas de agua, gruesas como cerezas, golpeaban los cristales con fuerza. El viento rugía entre las ramas de los árboles del jardín, haciendo que uno de los viejos robles arañase la ventana de uno de los dormitorios. Las nubes colisionaban, haciendo que el cielo se iluminase de tanto en tanto, mientras un sonido ensordecedor se apoderaba del recinto. Y por encima de todo eso, la luna brillaba llena, ajena a todo lo que se desataba bajo su lecho de nubes de seda negra.
En uno de esos dormitorios, concretamente en el cual el roble arañaba la ventana, una persona estaba despierta, hecha un ovillo bajo las mantas, con los ojos cerrados tan, tan fuerte que casi le dolía y sin apenas atreverse a respirar. Una pequeña persona de seis años, con la nariz hundida entre las rodillas y el pelo rubio cayéndole por delante de la cara. Estaba convencida de que alguien estaba intentando entrar en su dormitorio por la ventana. En realidad, estaba aterrada.
La madera de la ventana crujió. Una ráfaga de viento especialmente fuerte logró vencer la resistencia que oponía el cierre y la ventana se abrió de par en par. El viento entró en la habitación arrastrando todo a su paso. Movió una silla hasta hacerla volcar, torció dos cuadros en la pared, y sobre todo, arrancó las mantas de encima de la niña al mismo tiempo que un relámpago iluminaba el cielo y la habitación.
Abrió los ojos y se sentó muy tiesa en medio de la cama, mientras las sábanas hacían espirales en el suelo, bailando al compás de una música inaudible que el viento llevaba en sus alas. Había una sombra al lado de la ventana. Ella sabía que esa sombra no debería estar ahí. Sabía que era algo oscuro. Algo maligno. Intentó atisbar en la oscuridad, intentó distinguir alguna silueta. En su mirada se mezclaban pavor y determinación.
De pronto, en el cielo restalló un trueno. La niña saltó de la cama como un gato, y salió disparada hacia la puerta. Tropezó con la gruesa alfombra del pasillo al salir y cayó de bruces. Reptó unos centímetros sobre la tripa, intentando levantarse sin dejar de huir de la sombra. Se agarró a una cómoda y se incorporó volviendo a salir corriendo. Derrapó al llegar a una puerta, y la abrió sin miramientos. La cerró de golpe y corrió hacia la cama de ese dormitorio, subiéndose de un salto.
Había alguien durmiendo allí. Una niña rubia que abrió los ojos de golpe cuando notó como la recién llegada se apoderaba de la mitad de su cama.
-Roslind…-murmuró el nombre somnolienta-¿Qué haces aquí?
-¡Mina! ¡Hay un monstruo en mi cuarto! ¡Entró por la ventana!-se explicó la más pequeña de las dos, con la respiración agitada.
Su hermana mayor soltó una especie de gruñido y cerró los ojos.
-No existen los monstruos, Ros…-dijo, dispuesta a volver a dormirse-… vuelve a la cama.
-¡Te estoy diciendo que si!-chilló Roslind exaltada-¡Déjame dormir contigo!
-No, Ros, pegas patadas cuando duermes-murmuró Mina.
-¡¡Por favoooor!!-Roslind recurrió los pucheros y a la mirada de angelito desvalido que desde muy pequeña ayudaba a la niña a conseguir lo que quería.
Pero su hermana estaba hecha de su misma pasta. Resistía bien a los encantos de su hermana pequeña.
-Haremos algo-dijo Mina, saliendo de debajo de sus mantas-iré contigo y te enseñaré que no hay nada en tu habitación-añadió, saltando de la cama y tendiéndole la mano a su hermana pequeña.
Roslind saltó detrás de su hermana y la siguió dando pasitos diminutos para caminar más despacio. No quería volver a su dormitorio. Porque esa sombra era algo horrible y algo en su interior -algo entre el estómago y el pecho- le decía que si volvían a esa habitación les pasarían cosas muy malas.
-Mina… vamos a tu cuarto-susurró Roslind conforme se iban acercando al dormitorio de la más pequeña.
-Vamos, Ros, se valiente-la instó Mina mientras cruzaba el umbral de la habitación de Roslind.
De pronto, ambas niñas se quedaron estáticas, pues en medio de la habitación había una figura oscura ataviada con una capa que el intenso viento hacía revolotear. Ellas no le veían rostro definido, pero pudieron distinguir la silueta de una espada cuando la figura dio un paso hacia ellas.
Mina colocó a su hermana detrás de ella y retrocedió lentamente, sin ser capaz de articular sonido alguno. Pero Roslind soltó un chillido agudo y diáfano, como el golpear del metal contra el cristal, y agarró la parte de atrás del pijama de su hermana antes de salir corriendo por el pasillo.
Corrieron dos o tres metros antes de enredarse con sus propias piernas y con la alfombra. Después, cayeron cuán largas eran en medio del pasillo. Un relámpago iluminó el pasillo y pudieron ver como el espadachín salía del dormitorio de Roslind y se dirigía a donde ellas estaban.
Roslind volvió a chillar, esta vez, acompañada de su hermana. De pronto, de una puerta del pasillo salió un hombre armado con un mandoble de hoja increíblemente larga. Ese hombre era el abuelo de las niñas, que saltó por encima de los cuerpos de sus nietas para encararse con el ser.
Las dos espadas se encontraron en el aire y lanzaron una lluvia de chispas contra la pared. Mina se las arregló para abrazar a su hermana, mientras su abuelo metía al ser en la habitación a golpe de espada. La puerta se cerró tras ellos y las dos niñas se miraron aterradas. Su abuelo tenía una espada, pero ese ser era… aterrador.
Se escucharon una sucesión de golpes de espada y ruido de muebles moviéndose. Sonidos metálicos, sonidos sordos y un trueno retumbando en el cielo. El relámpago iluminó nuevamente el pasillo y justo en ese instante ellas oyeron un chillido que ninguna de las dos había oído jamás, pero que logró que les castañeasen los dientes, que se les pusiese la piel de gallina y que sintiesen, en lo más hondo de sus pequeños corazones, que las cosas nunca, jamás, volverían a ir bien.
El pestillo de la puerta se abrió lentamente y Roslind escondió la cara en el pecho de su hermana. Porque a lo mejor el abuelo había sido el que había chillado y ahora el monstruo ese venía a acabar con la abuela y con ellas. Ya que ni ella ni Mina sabían usar una espada, ni siquiera sabían usar el cuchillo para cortarse la carne. Pero la voz de su abuelo logró que Roslind levantase la carita de nuevo, aún bastante asustada.
-Pequeñas mías… ¿estáis bien?-preguntó, con un leve rastro de cansancio en la voz.
-Sí, sí… abuelo…-Mina se levantó, no sin cierta dificultad, y levantó a su hermana con ella-¿Qué… era eso?
Su abuelo soltó un cansado suspiro y se sentó en el pasillo, delante de ellas, con el mandoble colocado sobre las piernas…
-Niñas… hay ciertas cosas que debéis saber…-tomo aire-Os voy a contar una historia sobre lo que sois y después nada volverá a ser como antes…
Las niñas se sentaron delante de su abuelo, con el corazón estremecido, y escucharon.